La fe ciega en el poder militar: No pueden parar
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
Están las nuevas historias que de verdad le sorprenden y además están aquellas que usted podría escribir mientras duerme antes de que sucedan. Permítame que improvise un ejemplo para usted.
“Altos jefes militares de Estados Unidos y Europa están
sopesando distintas opciones para intensificar la lucha contra el Estado
Islámico (en adelante, Daesh) en Oriente Medio; una de esas opciones es
el envío de más tropas de Estados Unidos a Iraq, Siria y Libia,
justamente mientras Washington confirmaba la segunda baja estadounidense
en combate, producida en Iraq después de varios meses.”
Ehhh... espere... en realidad este fue el principal titular del Washington Times
del 3 de mayo, en una nota de Carlos Muñoz. Aunque, honestamente,
podría haberse escrito en cualquier momento de los últimos meses para
quienquiera que estuviese lo bastante atento, y seguramente será
reutilizable en los próximos meses (con otras cifras de bajas, por
supuesto). La triste verdad es que en todo el Gran Oriente Medio y cada
vez más zonas de África, se podría escribir un párrafo parecido
adelantándose al empleo de unidades de Operaciones Especiales, drones,
asesores, lo que sea, como también podrían ser los lamentables
resultados de hacer movimientos como esos en... [agregue aquí el nombre
del país que a usted le parezca].
Pongámoslo de otra manera; en
un Washington que parece incapaz de hacer cualquier cosa que no sea la
adoración al poder militar de Estados Unidos, la formulación de la
política global se ha convertido en un notable proceso de repetición
mecánica de ‘ante todo lo militar’. Es como si, según se acumulan los
problemas en nuestra vida, miráramos en el armario de las ‘soluciones’ y
lo único que pudiéramos ver es un enorme soldado armado hasta los
dientes y lo soltáramos para que hiciera una tropelía más.
A qué costo, cuántos, con qué frecuencia, cuánta destrucción
En Iraq y Siria, los ataques aéreos son incesantes. Los bombarderos
B-52, regresan de una misión y tan pronto como pueden vuelven a volar
para atacar una vez más a los combatientes del Daesh. Las bases aéreas
están cada vez más cerca de las zonas de combate. El número de soldados
de operaciones especiales continúa aumentando. La armas estadounidenses
llegan sin cesar (yendo a parar dios sabe a qué manos). Los instructores
y asesores de EEUU son cada día más, y su número en el lugar es amañado
una y otra vez para que en realidad no se sepa cuántos son. Los
contratistas civiles han empezado a llegar; su número es imposible
estimarlo. El adiestramiento –o re-adiestramiento– de las fuerzas
locales se encuentra con sus propios problemas, que se manifiestan
cuando llega el momento de combatir. Los soldados y asesores
estadounidenses, que nunca jamás iban a “combatir” o ser “botas en el
terreno” se ven ahora con sus botas claramente pisando el terreno y en
situaciones de combate. Las primeras bajas de estadounidenses son objeto
de evasivas. Mientras tanto, las condiciones en un tambaleante Iraq y
en lo que una vez fue la nación siria son cada vez más complicadas, más
caóticas y más esquivas a cualquier solución que los funcionarios de
Estados Unidos propusieran en la semana.
¿Y cuál es la respuesta a todo esto en el Washington de hoy día?
Usted sabe perfectamente que la única respuesta imaginable puede ser el
envío de aún más armas, botas, aviones, tipos de operaciones
especiales, instructores, asesores, contratistas civiles, drones y
fondos a las cada vez más caóticas zonas de conflicto en importantes
porciones del planeta. Sobre todo, está abolido cualquier pensamiento
serio, discusión o debate acerca de la forma en que esta aproximación
militarizada a nuestro mundo podría haber contribuido –y continúa
haciéndolo– a la creación de aquellos problemas que se intenta resolver.
Al menos en la capital de nuestro país.
Las únicas preguntas
que se plantean sobre esta cuestión son: a qué costo, cuántos, con qué
frecuencia, cuán destructivo. En otras palabras, la única posición
“contraria a la guerra” imaginable en Washington, donde las acusaciones
de debilidad o timidez se hacen alegremente y son letales para una
carrera política, es cuánto menos o cuánto más podemos permitirnos
–hablando en términos militares–, o con cuánto más o quizá menos podemos
conformarnos cuando se trata de muertes y destrucción militarizadas.
Nunca, por supuesto, es una versión genuina de la opción real de menos o
absolutamente nada en esta “mesa” en la que, se dice, están guardadas
todas las opciones políticas.
Piense en esto como si fuese una
adicción de Washington por lo militar. Llevamos casi 15 años siendo
testigos de esa adicción sin haber extraído nunca las lecciones más
obvias. Y no vaya a imaginar usted que esa “adicción” es una figura
retórica; nada de eso. En estos momentos, el apego de Washington
–económico, táctico y estratégico– a las fuerzas armadas de Estados
Unidos y sus supuestas soluciones a prácticamente todos los problemas
que se presentan en lo que acostumbramos llamar “política exterior”
debería ser categorizado como adictivo. De no ser así, ¿cómo explicaría
usted los últimos 15 años en los que ninguna acción militar funcionó ni
la mitad de bien en el largo plazo (e incluso, bastante a menudo, en el
corto plazo), y aun así las fuerzas armadas de Estados Unidos siguen
siendo la primera opción –no la última– a la que se recurre en casi
cualquier situación imaginable? Todo esto en una vasta región del
planeta en la que los estados fallidos se están amontonando, las
naciones se desintegran, el terror se propaga y se dan flujos de
refugiados de una dimensión no vista desde que importantes partes del
mundo fueron destruidas por la Segunda Guerra Mundial.
O bien estamos hablando de comportamiento adictivo o bien de que el fracaso es la nueva forma del éxito.
Recuerde el lector que, por ejemplo, el presidente que llegó a la Casa
Blanca jurando que pondría fin a la desastrosa guerra y ocupación de
Iraq está ahora supervisando una nueva guerra en una región más vasta,
que incluye a Iraq –un país que ya no es un verdadero país– y Siria, un
país que oficialmente se ha ido al traste. Mientras tanto, en la otra
guerra que él heredó, Barack Obama lanzó casi inmediatamente una “ola”
de fuerzas militares estadounidenses con el único argumento real de que
bien podían ser 40.000 (o incluso hasta 80.000) las nuevas tropas de
EEUU enviadas a Afganistán o, como finalmente decidió el presidente
“contrario a la guerra”, serían apenas unas 30.000 (decisión que le
convirtió en un pelele, según sus oponentes). Eso era en 2009. Parte de
esa operación supuso el anuncio de que el regreso a casa de las unidades
de combate de Estados Unidos empezaría en 2011. Hoy, siete años más
tarde, la retirada fue suspendida una vez más en favor de lo que los
militares han dado en llamar entre ellos un “enfoque generacional”, esto
es, las fuerzas estadounidenses permanecerán en Afganistan al menos
hasta los años veinte del siglo XXI.
Sin embargo, la palabra
militar “retirada” puede todavía ser apropiada, incluso si los soldados
continúan donde están. Después de todo, como sucede con los adictos de
cualquier tipo, los militares que prestan servicio en Washington no
pueden dejar la droga a la que son adictos sin sufrir los dolorosos
síntomas del síndrome de abstinencia. En la cultura política de Estados
Unidos, cuando se trata de la “seguridad nacional” este síndrome se
manifiesta en la forma de acusaciones de “debilidad” que pueden ser
devastadoras en las elecciones siguientes. Es por eso que todos aquellos
que aspiran a un cargo compiten entre ellos con descripciones del tipo
‘no va más’ de lo que harían con los enemigos y los terroristas (desde
la tortura al bombardeo de saturación) e incluso con promesas del tipo
‘no va más’ de “reconstruir” o “reforzar” lo que ya es la mayor y más
cara maquinaria militar del planeta, una maquinaria hoy día mejor
financiada que las fuerzas armadas combinadas de los siete países que le
siguen en importancia.
En estos momentos, si acaso sucede que
usted es un candidato republicano a la presidencia, esas promesas –lo
más grande es lo mejor– son una necesidad. Aunque algo menor, los
demócratas tienen un abanico similar de opciones disponibles, lo que
incluso explica por qué Bernie Sanders solo habla de mantener el
presupuesto del Pentágono en su pasmoso nivel actual o de hacer unos
recortes de lo más modestos, pero no de reducirlo drásticamente. E
incluso cuando, por ejemplo, el impulso de contener los gastos militares
ha afectado a Washington como parte de un impulso general de recortar
los gastos gubernamentales, solo ha resultado en un fondo para sobornos o
un “presupuesto de guerra” que mantiene el flujo de las golosinas.
Todo esto debería tomarse como los síntomas de la adicción por lo
militar de Washington y de lo que pasa cuando aparece la menor señal de
retirada. Las fuerzas armadas de Estados Unidos constituyen la droga de
elección en el escenario político estadounidense, lo único apropiado
para la fuerza que, desde 2002, financió, armó y consolidó al mayor
proveedor de opio del planeta; una vez que uno está enganchado, no hay
que moverse demasiado.
La línea dura de Washington
El mes pasado, en el New York Times,
el periodista Mark Landler, con el titulo de “Cómo Hillary Clinton se
convirtió en un halcón” delineó un retrato político. Landler no hizo más
que exponer la forma en que la senadora y más tarde secretaria de
Estado se hizo a sí misma hasta convertirse esencialmente en una
fanática seguidora de los militares, lisonjeando a algunos comandantes o
ex comandantes que iban desde el por entonces general David Petraeus
hasta el analista de la Fox y general retirado Jack Keane; cómo,
digamos, se convirtió en un personaje –incluso en el panorama político
actual– notable por su “apetito por el compromiso militar en el
extranjero” (y, en consecuencia, bien pertrechada contra los posibles
cargos de “debilidad” que le hicieran lo republicanos).
Sin
embargo, no hay razón para etiquetarla solo a ella de amante de la
guerra o de “la última dura de verdad”, al menos en el Washington de
hoy. Después de todo, como todo el mundo, también ella quiere un poco de
acción. Durante los debates de las primarias, por ejemplo, unos cuantos
republicanos hablaron una y otra vez sobre fortalecer la Sexta Flota de
Estados Unidos en el Mediterráneo, como si las unidades de esa fuerza
naval –que ya es poderosa– fuesen unos barquichuelos decrépitos.
Un ejemplo más: en estos días, ningún candidato presidencial puede
darse el lujo de rechazar el programa de asesinatos selectivos con
drones que lleva adelante la Casa Blanca. Hoy, se considera que el ser
asesino-en-jefe forma parte del oficio del presidente en tanto
comandante en jefe de las fuerzas armadas, incluso a pesar de que el
programa de drones, como tantas otras operaciones militarizadas de
política exterior actuales, muestran escasas evidencias de que frenen el
terrorismo aunque maten a un número de “tipos malos” y jefes del
“terror” (junto con cantidades importantes de civiles que pasaban por
ahí). Si tomamos a Bernie Sanders como ejemplo –debido a que él es el
que más se parece a un candidato pacifista que usted pueda encontrar en
la actual temporada de elecciones–, hace poco tiempo que le puso algo
parecido a su ‘visto bueno’ al proyecto de asesinatos con drone y la
“lista de muertes” que combina con ella.
Ojo; sencillamente no
hay evidencia convincente alguna de que las habituales soluciones
militares hayan funcionado o sea probable que funcionen en algún sentido
imaginable en los actuales conflictos reinantes en todo Oriente Medio y
África. De hecho, han desempeñado claramente un papel importante en la
creación del desastre de nuestros días; aun así nada muestra que en
nuestro sistema político haya un lugar para auténticas figuras
contrarias a la guerra (como las hubo en tiempos de la guerra de
Vietnam, cuando un vasto movimiento pacifista creó un espacio para esas
políticas). Las opiniones y las actividades contra la guerra han sido
impulsadas por la periferia del sistema político; al mismo tiempo, al
lector le costará mucho encontrar, incluso como recurso retórico, una
palabra como “paz” en el discurso “belicista” de Washington.
El aspecto de la “Victoria”
Si se escribiera la historia de cómo las fuerzas armadas de Estados
Unidos se convirtieron en la droga preferida de Washington, no hay
ninguna duda de que debería empezar en los tiempos de la Guerra Fría. No
obstante, fue en el largo momento de triunfalismo que siguió al colapso
de la Unión Soviética en 1991 que los militares se hicieron con la
posición de incuestionable preponderancia que hoy detentan.
En
aquellos días, algunas personas todavía especulaban sobre si acaso
Estados Unidos recogería algún “dividendo de paz” del fin de la Guerra
Fría. Si alguna vez hubo un momento en el que el desvío de dinero del
estamento militar y de la seguridad nacional en beneficio de cuestiones
internas podía ser visto como algo comprensible, fue ese el momento.
Después de todo, aparte de un par de desquiciados “países parias” como
Corea del Norte o el Iraq de Saddam Hussein, ¿dónde exactamente podían
encontrarse los enemigos de este país? ¿Y por qué continuaría ese
musculoso poder militar devorando dólares del erario público a ese ritmo
pasmoso en un mundo relativamente pacífico?
Sin embargo, en
los 10 o 12 años siguientes, los sueños de Washington tomaron una
dirección muy diferente: hacia un “dividendo de guerra”, en un momento
en el que Estados Unidos se había convertido –en virtud de un acuerdo
más o menos universal– en la “única superpotencia del planeta”. El
equipo que entró en la Casa Blanca acompañando a George W. Bush en unas
elecciones intensamente cuestionadas en 2000 ya había dibujado durante
años las principales líneas de la adicción a la droga militar. Para
ellos, el planeta estaba maduro para ir y recoger los beneficios. Cuando
se produjeron los ataques del 11-S, se abrió la puerta para echar a
andar esos sueños de conquista y control y, con ellos, la fe en un poder
militar que se creía imparable. Por supuesto, visto el siglo anterior
de exitosos movimientos nacionales anti-imperialistas e
independentistas, todo el mundo debería haber sabido que, más allá de
las armas de que se dispusiera, la resistencia en el planeta Tierra era
una realidad de la que no se podía escapar.
Gracias a esa
previsible resistencia, se comprobaría que la ensoñación imperial
inducida por la droga que padecían los ‘busheviques’ era una fantasía de
primer orden, aunque en aquellos momentos posteriores al 11-S pasara
por un (neo)realismo firme como una roca. Recuerde el lector que Estados
Unidos se “quitaría los guantes” y echaría a andar una maquinaria
militar que estaba tan más allá de toda comparación que nada sería capaz
de ponerse en su camino. Tanto el sueño fue, tanto la droga habló. No
hay que olvidar que la mayor equivocación (y crimen) del poder militar
en lo que va del siglo XXI, la invasión de Iraq, no se suponía que fuese
el final de algo, sino solo su comienzo. Con Iraq en el saco y
convertido en una plaza fuerte, Washington estaba por hacerse con Irán y
recoger lo que todavía quedaba de la propiedad rusa en Oriente Medio
(léase, Siria) durante la Guerra Fría.
Una década y media
después, esos sueños se han hecho pedazos; aun así la droga sigue
corriendo en las arterias, las bandas militares siguen tocando y
continúa la marcha hacia... bueno... ¿quién sabe adónde?... En cierto
modo, por supuesto, sabemos a dónde (en tanto somos humanos y con
nuestro limitado sentido del futuro, podemos saber cualquier cosa). De
alguna manera, ya nos han mostrado un ejemplo de qué aspecto tendría la
“victoria” una vez que el gran Oriente Medio fuera por fin “liberado”
del Daesh.
Las descripciones de la largamente saludada victoria
obtenida a expensas de esa brutal organización en Iraq –la liberación
de la ciudad de Ramadi por parte de una unidad antiterrorista de elite
iraquí adiestrada por Estados Unidos y respaldada por su artillería y
fuerza aérea– son tremendas. Ayudados y secundados por combatientes del
Daesh que incendiaban y demolían barrios enteros de la ciudad, el
aspecto de la recuperada Ramadi debería darnos un lúgubre imagen de lo
que espera a esa región. Así describió Associated Press hace poco la
escena, cuando habían pasado cuatro meses desde la caída de la ciudad:
“Este es el aspecto que tiene la victoria...: en la que una vez fue la
floreciente plaza Haji Ziad ya no queda un edifico en pie. Allí donde se
mire, la imagen es desoladora. Un edificio en el que había una sala de
billares y un par de heladerías está reducido a escombros. Una fila de
casas de cambio y de talleres de reparación de motocicletas han
desaparecido; en su lugar un enorme cráter producido por la explosión de
una bomba. Del restaurante de la plaza Haji Ziad, durante años el
preferido de los ramadíes por sus carnes asadas, no queda nada. El
restaurante era tan popular que hace tres años su dueño construyó otro
más grande cruzando la calle; de él solo queda una pila de cascotes de
hormigón y unos hierros retorcidos. La destrucción se extiende a
prácticamente toda Ramadi, la ciudad donde una vez vivió un millón de
personas y hoy está prácticamente desierta”.
No hay que olvidar
que, con el precio del petróleo muy deprimido, Iraq no tiene el dinero
necesario para reconstruir Ramadi ni ningún otro lugar. Ahora, a medida
que se multiplican esas “victorias”, imaginemos nuevas versiones de esa
devastación extendiéndose por toda la región.
En otras
palabras, el resultado final probable de un proceso absolutamente
militarizado que empezó con la invasión de Iraq (por no decir
Afganistán) ya es patente: una región –Oriente Medio– hecha añicos y en
ruinas, poblada de gente desarraigada y empobrecida. En esas
circunstancias, podría no tener importancia si el Daesh es derrotado o
no. Solo imaginemos en qué podría convertirse Mosul, la segunda ciudad
de Iraq –que todavía sigue en manos del Daesh–, si algún día de verdad
se lanza la tan prometida ofensiva para liberarla. Ahora, trate el
lector de imaginar a ese mismo movimiento finalmente destruido, con su
“capital”, Raqqa, convertida en otra montaña de escombros, y acuérdese
de mí. ¿Qué es exactamente factible que surja de semejante pesadilla del
futuro? Sospecho que nada que pueda ser saludado con alborozo por
ninguno de los funcionarios de Washington.
¿Y qué debería
hacerse en relación con todo esto? Usted ya conoce la solución de
Washington –más de lo mismo–; romper con ese ciclo de adicción es
difícil incluso en las mejores circunstancias. Desgraciadamente, en este
momento no existe ninguna fuerza ni movimiento en Estados Unidos capaz
de abrir un espacio para esa posibilidad. No importa quién sea elegido
presidente: usted ya tiene una idea de lo que será la “política”
exterior estadounidense.
Pero no se moleste en culpar de esto a
los políticos o a los capitostes de la seguridad nacional con sede en
Wahington. Ellos son unos adictos y son incapaces de ayudarse a sí
mismos. Lo que necesitan es una terapia de rehabilitación. En lugar de
eso, esta gente continúa gobernando el mundo. Estemos debidamente
asustados por las ruinas que todavía habrá.
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project y autor de The United States of Fear; también de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Es miembro del Nation Institute y dirige TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176139/tomgram%3A_engelhardt%2C_they_just_can%27t_stop_themselves/#more
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