jueves, 27 de enero de 2022

La producción de soja para ganadería industrial, elemento clave en la deforestación de ecosistemas tropicales

 



Fuentes: Ecologistas en acción

El estudio «Con la soja al cuello» muestra una radiografía del consumo masivo de soja en la ganadería industrial española: volúmenes, actores, impactos y alternativas.

La soja constituye un ingrediente de gran valor debido a su calidad y alta cantidad de proteína. Sin embargo, de la producción mundial de soja apenas el 6 % del haba entera se destina a alimentación humana. La soja se ha convertido en un ingrediente estrella en la producción de piensos para animales, un uso que tiene una larga lista de impactos socioambientales a nivel mundial. El último informe de Ecologistas en Acción, Con la soja al cuello, documenta cuáles son estos impactos y quiénes son los principales actores, cifras y sus alternativas.

Informe] Con la soja al cuello: piensos y ganadería industrial en España •  Ecologistas en Acción

El informe publicado muestra cómo la soja se ha masificado como ingrediente de piensos para ganadería industrial debido, principalmente, a la variedad y rentabilidad de los subproductos que se obtienen de su procesado. Los más utilizados: el aceite destinado a la producción de los mal llamados biocombustibles y alimentos industriales, o la harina y la torta de soja utilizadas en alimentación animal. La torta de soja representa por sí sola cerca del 70 % del uso de la soja en la industria, relegando el aporte de proteínas a través de fuentes tradicionales y autóctonas a un papel marginal: un escaso 2,2 % de las materias primas utilizadas en este sector en España.

España: maquila ganadera

Según el informe Con la soja al cuello, la importación masiva de soja a bajo precio, junto con la creciente producción de cereales, fuertemente subvencionados en Europa en detrimento de los cultivos proteicos, ha sido determinante para el desarrollo de la industria de los piensos y la expansión de la ganadería intensiva.

El Estado español fue en 2018 el mayor productor de piensos compuestos de Europa con más de 37 millones de toneladas. En 2019 importó 6,1 millones de toneladas de soja y se produjeron más de 7 millones de toneladas de carne, muy por encima de los 2 millones de toneladas consumidos en los hogares españoles.

En la actualidad España se sitúa como segundo productor de carne en Europa en cantidades que compiten con Alemania, con poco más de la mitad de la población. Por ejemplo, en el caso del porcino, se autoabastece en más del 170 %, lo que la ha convertido en el primer exportador de productos de cerdo a China.

En palabras de Isabel Fernández Cruz, portavoz de Ecologistas en Acción, «nuestro territorio es una maquila cárnica, donde se reciben grandes cantidades de materias primas extranjeras baratas, para ser transformada en productos de mayor valor, que son nuevamente exportados a terceros países. Este modelo trae consigo graves impactos socioambientales, tanto en los lugares de cultivo de la soja, como en los territorios rurales ibéricos: contaminación del agua, el aire, pérdida de biodiversidad, etc., así como una despoblación progresiva de las zonas rurales donde se instalan macrogranjas. Mientras, se pierden las granjas tradicionales familiares y todos los servicios ecosistémicos asociados a sistemas ganaderos más tradicionales, extensivos y sostenibles».

¿Quiénes están detrás del mercado de la soja?

Tal y como muestra el informe de la organización ecologista, el abastecimiento de la cadena ganadera industrial en España depende en gran parte de tan solo dos multinacionales, Bunge y Cargill. Estas empresas cubren toda la cadena de producción de la soja: suministro de insumos a agricultoras y agricultores; transporte desde el continente americano hasta España; transformación en subproductos en sus plantas molturadoras en las propias instalaciones portuarias españolas; y distribución de sus productos a las empresas fabricantes de piensos que continúan con el circuito integrador en la ganadería industrial.

Las empresas dominantes del mercado español de piensos –Nutreco, Grupo Fuertes, Coren, Vall Companys, bonÀrea y Costa Foods– cubren toda la cadena. Desde la producción de pienso, cría y engorde de animales, hasta la transformación y comercialización, donde una empresa o grupo de una misma corporación puede acaparar dos o más eslabones de la cadena. Todas ellas convergen en el uso de la integración vertical, donde  las granjas integradas se limitan a suministrar la mano de obra y las instalaciones, y los ganaderos se proletarizan perdiendo el control sobre los medios de producción.

El lavado verde de la soja

La UE es el segundo importador mundial de deforestación tropical y emisiones asociadas, y responsable por lo menos del 16 % de la deforestación ligada al comercio internacional, con un total de 203.000 hectáreas y 116 millones de toneladas de CO₂. El cultivo de la soja está vinculado a la deforestación de zonas muy ricas en biodiversidad en Argentina, Brasil, Bolivia y Paraguay, así como a emisiones de gases de efecto invernadero, contaminación por el uso de agroquímicos y el desplazamiento forzado de comunidades indígenas y campesinas.

Debido a la creciente presión pública, la industria de los piensos centra buena parte de su actividad comunicativa e institucional en desvincular sus materias primas de la deforestación y acercarla a la producción sostenible. Tanto FEFAC (Federación Europea de Fabricantes) como CESFAC (Confederación Española de Fabricantes de Alimentos Compuestos para animales) siguen o recomiendan esquemas de certificación que ofrecen muy pocas garantías reales.

Ecologistas en Acción denuncia en su informe que la presencia de sellos certificadores en los productos finales induce a error a los consumidores, dando la impresión de que un producto certificado es «verde» cuando es, en realidad, «una herramienta más de impacto comunicativo que contribuye a invisibilizar la problemática».

Regulación y alternativas a la soja

El informe Con la soja al cuello pone de relieve la necesidad de que en el plano normativo –en el que ha empezado a trabajar la UE– se desarrollen medidas legislativas efectivas que frenen la importación de materias primas vinculadas a la deforestación. También que se regulen las acciones empresariales, con el objetivo de prevenir, penalizar y responsabilizar de los impactos que causan a nivel ambiental y social.

De manera paralela, Ecologistas en Acción propone que, para frenar la deforestación importada, se debe trabajar en políticas que reduzcan drásticamente los impactos negativos del sistema alimentario sobre los bosques y otros ecosistemas. Esto implica una reforma profunda de la Política Agrícola Común y acuerdos comerciales como el de la UE-Mercosur.

Tom Kucharz, portavoz de Ecologistas en Acción, ha añadido: «Todo ello acompañado de un cambio estructural en la forma de consumir y producir alimentos, que requerirá la adopción de políticas que impulsen la reducción de la producción y el consumo de carne y lácteos, apostar por los cultivos de legumbres autóctonas para alimentación humana y transitar a sistemas ganaderos extensivos y ecológicos, adaptados a los recursos y particularidades de cada territorio».

Presentación del informe

Fuente: https://www.ecologistasenaccion.org/187641/la-produccion-de-soja-para-ganaderia-industrial-elemento-clave-en-la-deforestacion-de-ecosistemas-tropicales/

martes, 25 de enero de 2022

Del Homo chatarris a la nutrición agroecológica

 

Soberanía alimentaria



Fuentes: El salto [Fotografía: Adli Wahid en Unsplash.]

Nos adentramos peligrosamente en una etapa de cambio nutricional erosionador de las infraestructuras sociales más cercanas, comunes y colectivas. Los oligopolios acaban imponiendo sus 3M: mundialización, monocultivos, y mercantilización de nuestra vida.

La pandemia global está dejando tras de sí huellas visibles en términos de enfermos, muertes, atenciones hospitalarias, polémicas sobre medidas sanitarias. Quedan invisibilizados efectos a largo plazo que condicionarán, en un futuro no muy lejano, cómo estamos viviendo y cómo podemos vivir. Toda una nueva revolución civilizatoria, silenciosa, quizás comparable a la emergencia de focos agrícolas hace 14.000 años. Nuestro mundo se contrae vertiginosamente.

Sobre qué hacer, dónde adquirir productos, cómo alimentarnos o con quien relacionarse cada día, más que nuestras decisiones individuales o colectivas pesan sobre todo las innovaciones incesantes de plataformas virtuales que nos alientan a comprar o entretenernos, las medidas gubernamentales de urgencia para colocarnos mascarillas o frecuentar determinados espacios. Sobre esas decisiones, sobre esas potencialidades, como justificaremos en este texto, aún más está pesando una dinámica de erosión de lazos sociales y un avance de unos hábitos nutricionales que nos alejan de nuestra genética de especie: ¿el Homo sapiens sapiens muta hacia un Homo chatarris?

El siglo XXI será recordado por cómo buena parte de la humanidad abandona hábitos y espacios de socialización que han sido recurrentes en los últimos milenios, como los mercados de proximidad o las redes vecinales o comarcales que propiciaban dinámicas y políticas en las que decidíamos y podíamos intervenir más. Quizás no dure mucho más allá de unas décadas, teniendo en cuenta que la energía fósil y determinados materiales (pensemos en el aluminio o el cobre, en los fosfatos imprescindibles para la agricultura química) se vuelven cada vez más inaccesibles, más “caros” en los mercados monetarios. Pero, mientras tanto, estamos comprobando cómo nuestro mundo se encoge y se enmarca en torno a interacciones sociales, paradójicamente, no-personales. Es lo que señala Eric Klinenberg en su texto Palacios del pueblo (Capitán Swing, 2021): las sociedades se vuelven más desiguales y menos saludables, con menos motivos para vivir, en la medida en que pierde infraestructura social básica como espacios vecinales y deportivos, sindicatos, librerías o los mercados comunitarios están menos presentes en nuestras vidas.

La decadencia de infraestructuras sociales tiene su reflejo directo en nuestra alimentación: en cómo adquirimos productos, en cómo transformamos en ingesta de kilocalorías lo que debería ser una nutrición saludable. Es decir, la erosión social y biofísica del planeta nos está llevando a una revolución nutricional para la que el Homo sapiens no estaba preparado. No en tan corto espacio de tiempo, apenas unas décadas. El exhaustivo estudio de la catedrática Dolores Raigón Manual de la nutrición ecológica. De la molécula al plato documenta los concluyentes estudios que indican una pérdida constante en los últimos 70 años de las propiedades de nuestros alimentos, lo que poco a poco los reduce a meros productos comestibles. Como muestra, nuestras manzanas, las cuales perdieron un 70% de vitamina C entre 1985 y 2002. Pero en general, las verduras y muchas de las frutas examinadas tienen un menor contenido de vitaminas, minerales, proteínas y sustancias antioxidantes.

Estudios […] indican una pérdida constante en los últimos 70 años de las propiedades de nuestros alimentos, lo que poco a poco los reduce a meros productos comestibles. Como muestra, nuestras manzanas, las cuales perdieron un 70% de vitamina C entre 1985 y 2002

La agricultura convencional y la industria agroalimentaria son responsables de estas pérdidas, siendo un caso muy ilustrativo el de los productos refinados, como el grano del cereal al que, retirando su cascarilla, se le reduce considerablemente la vitamina E, así como algunos minerales y fibra alimenticia. El procesado industrial introduce además aditivos tóxicos. Emerge una dieta a base de productos ultraprocesados que nos alejan del cuidado de nuestra salud, de nuestra cultura alimentaria y de nuestros ecosistemas. Dichos productos, como los alimentos precocinados, la bollería y dulces industrailes, los lácteos azucarados o las pizzas elevan nuestra ingesta de azúcares, grasas saturadas o sodio, a la vez que retiran proteínas, fibra alimentaria o minerales. El ensayo Fast Food Nation, de Eric Schlosser, establece que en países como los Estados Unidos el 90% que dicha “comida chatarra” supone el 90% del presupuesto medio que una persona gasta en su cesta “alimentaria”. El informe Global Burden of Disease analizó las causas de mortalidad en 195 países del mundo entre 1990 y 2017. La dieta de buena parte de la humanidad en estos años se caracteriza por una disminución de la ingesta de verduras y frutas frescas, con apenas presencia de cereales integrales. Todo, mientras aumentaba el consumo de azúcar, sal y grasas saturadas, colocándonos en una verdadera emergencia nutricional como apunta el informe Viaje al Centro de la Alimentación que nos enferma que publicaba en 20217 la ONG Justicia Alimentaria. Como consecuencia de esta fuerte ingesta de productos ultraprocesados, se vincularon 10 millones de muertes en 2017 a enfermedades cardiovasculares, 900.000 por algún tipo de cáncer y 340.000 por diabetes tipo 2.

La erosión social, la erosión de la fertilidad de la tierra y nuestros crecientes problemas de nutrición están entrelazados. El planeta ve alterado determinados ciclos que son fundamentales para la reproducción de la fertilidad agrícola: mineralización y suelos muertos son la consecuencia del empleo rutinario de agrotóxicos, los monocultivos demandan más agua y la reducción de la biodiversidad donde son instalados, el 40% de la superficie agraria útil se dedica a piensos para sostener una dieta basada en productos cárnicos que llegarán a nuestros cuerpos cargados de restos de antibióticos. Desde los monocultivos, la industria agroalimentaria mundializada nos lleva a los productos ultraprocesados como ingrediente básico de nuestra dieta. Se trata de ofertar una gama que es variada en colores, pero no en sabores ni en variedades de plantas o de animales. Se trata también de ofrecer productos que son considerados “comestibles” y que resisten largos transportes, duran mucho tiempo en las estanterías, poseen texturas que seducen a la persona consumidora y amplían los márgenes de beneficios como consecuencia del abaratamiento monetario en su producción.

Lo que somos y las encrucijadas nutricionales a las que nos enfrentamos son el resultado de adaptaciones al medio natural, saltos tecnológicos-energéticos y formas de organizar la sociedad o la producción de alimentos

Como consecuencia de esta extensión masiva de ultraprocesados en nuestras cestas de la compra aumenta la mortalidad derivada de tumores, alergias, enfermedades cardiovasculares y obesidades, según señala el catedrático de Tecnología de Alimentos Pau Talens Oliag en su artículo Alimentos ultraprocesados: impacto sobre las enfermedades crónicas no transmisibles. A su vez, se recombinan factores, que resultan mortales, no dirigidos a sostener la vida, en sociedades donde el tiempo se vuelve “escaso”, “líquido” como buena parte de los lazos auspiciados por las sociedades capitalistas escribía el sociólogo Zygmunt Bauman. Todo ello nos hace co-evolucionar en dirección opuesta a las condiciones en las que el Homo sapiens acopló su cuerpo, y en particular su sistema digestivo, a un medio nutricional para tratar de hacernos más “sapiens”. Y para sostener simplemente un tono muscular, pues a mayor ingesta de productos ultraprocesados menor es la capacidad de oxidar la glucosa en nuestros músculos: más fatiga, menos capacidad para realizar un ejercicio continuo.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Lo que somos y las encrucijadas nutricionales a las que nos enfrentamos son el resultado de adaptaciones al medio natural, saltos tecnológicos-energéticos y formas de organizar la sociedad o la producción de alimentos. Todo ello ha desembocado en visiones concretas y aprovechamientos ligados a un territorio específico donde el ser humano ha expresado diferentes formas de relacionarse con su casa (hogar, territorio, relación con el planeta), con el cuidado del cuerpo (a través de la alimentación) y con el sostenimiento de lazos (organización social, afectos, identidades). Las culturas americanas son hijas del maíz, mientras que Europa es hija del trigo y Oriente se inclina hacia el arroz como fuente de hidratos de carbono. Somos diversos y diversas. Sin embargo, el Homo sapiens y sus necesidades alimentarias tomaron ya forma hace 200.000 años. Artemis Simopoulus, investigadora genetista y presidenta del Center for Genetics, Nutrition and Health, al referirse al cambio de dieta entre la era Paleolítica y la actual, expresa en un artículo sobre enfermedades crónicas que: “en los últimos 10.000 años apenas han acontecido cambios en nuestra genética, quizás en torno al 0.005%. Nuestros genes son muy similares a aquellos de nuestros ancestros del Paleolítico, hace 40.000 años, cuando se fijó nuestro perfil genético. Los humanos vivimos hoy en un entorno nutricional que difiere de aquel en el que nuestra constitución genética fue establecida”.

Repasemos un poco nuestro recorrido como especie. Los primeros homínidos seguían hace millones de años una dieta vegetariana. El acceso fácil y abundante a frutos, brotes o raíces proporcionaba la energía necesaria para la existencia del Ardipithecus o el Australopithecus, aunque éstos últimos incorporaban esporádicamente proteína animal o de insectos a su dieta. Hace casi tres millones de años el boscoso paisaje africano fue siendo transformado por diversas glaciaciones y periodos interglaciales. En el paisaje marcado por las sabanas comenzaron a escasear plantas nutritivas.

Se inició un gran cambio en la dieta de nuestros antecesores homínidos para permitir el acopio de energía en un menor tiempo. Hace un millón y medio de años, el cerebro de uno de nuestros antepasados, el Homo ergaster, pasó a doblar el volumen cerebral con respecto al Australophitecus, hasta alcanzar una masa de 900 cm³. La nueva maquinaria neuronal demandaba más y nuevas fuentes de energía. El consumo de animales, primero desde la caza y luego a través de pescados y moluscos, aportaba dicha energía y favorecía la reducción de nuestro aparato digestivo y, por tanto, de sus demandas energéticas. Nos hicimos menos pesados y con digestiones más rápidas en comparación con otros mamíferos herbívoros que precisan de aparatos digestivos más largos. Los neandertales usaron el fuego de manera sistemática tanto para cocinar como para ahumar, y así conservar los alimentos. Más robustos que otras familias de homínidos, necesitaban ingerir un promedio de 4.000 kilocalorías (mujeres) y 5.000 kilocalorías (hombres) diarias. Un mayor cerebro facilitó la diversificación de estrategias de obtención de alimentos durante su presencia en Europa y Asia Central, hace 200.000 años.

La gastronomía surge como arte y como saberes en torno al cocinado y conservación de alimentos, adaptándose al contexto local, tanto para la obtención de materias primas como de energía

Por su parte, el Homo sapiens llegará a consumir habitualmente tanto alimentos de procedencia acuática (peces o crustáceos) como variedades terrestres (aves, plantes, mamíferos). La emergencia del lenguaje facilitaba estrategias de cooperación socio-técnica. El Homo sapiens aparece ya manejando un utillaje variado de piedras, de huesos y de marfiles tallados para la caza o la pesca, hace 30.000 años. Y se le supone conocedor de las migraciones de grandes hervíboros, como los bisontes, o las posibles travesías de peces, aplicándose en técnicas colectivas para la obtención de alimentos. Las dietas y la organización social se complejizan. Las sociedades cazadoras y recolectoras centradas en frutos silvestres aceleraron así el camino hacia dietas omnívoras.

La tecnología del paleolítico avanzaba hacia la mejora de utensilios que permitían realizar construcciones, cortar árboles o extraer bulbos, lo que acabaría alentando el surgimiento de focos agrícolas y de domesticación de animales hace 14.000 años. La domesticación de plantas y animales daba lugar a la ampliación de la dieta: consumo de lácteos y derivados, pan, vino, cerveza. La gastronomía surge como arte y como saberes en torno al cocinado y conservación de alimentos, adaptándose al contexto local, tanto para la obtención de materias primas como de energía. Buena parte de los manejos agroganaderos se orientaban hacia la reposición de la fertilidad (restos de cosecha, estiércol) o la mejora de ésta, interviniendo en los ciclos del agua. El regadío agrícola demanda planificación y adecuación de cauces, lo que impulsa formas colectivas de apoyo entre el incipiente campesinado y formas indígenas que perdurarán miles de años. En paralelo surgen las primeras acumulaciones de grano y los primeros Estados. Mudamos paisajes y lazos sociales. Pero no cuerpos: las bases de nuestra genética y de nuestra orientación alimentaria estaban ya establecidas hace 200.000 años.

La revolución industrial supuso el aterrizaje de nuevos procesamientos mecánicos en el que quedaron incrustados muchos aspectos de nuestra vida. El molino de piedra sí garantizaba la presencia de proteínas y micronutrientes en la harina resultante. El creciente hacinamiento en las ciudades tiene que ver mucho con la mecanización a base de combustibles fósiles que favorecía el disciplinamiento de la incipiente clase obrera, por encima de criterios de eficiencia energética o interés de la población, como sostiene el investigador Andreas Malm en su libro Capital Fósil. El procesamiento de la caña de azúcar a gran escala a partir del siglo XIX dio lugar a la extensión de los azúcares refinados en nuestras platos y, bajo la mundialización de marcas gaseosas, es ahora demasiado abundante en nuestras bebidas. De la misma manera, en el siglo XX los aceites vegetales entraron en nuestra cesta de la compra merced al procesamiento mecánico de semillas oleaginosas. El consumo de alcoholes se extiende. Suponemos que, al contrario que hoy en día con la irrupción de potenciadores de sabor, el ser humano apenas conocía la sal en el periodo del Paleolítico. La dieta cárnica se establece como referencia y como rutina alimentaria de producción-consumo, siguiendo la McDonalización de la sociedad, a decir del sociólogo George Ritzer.

Entramos ahora en la uberización del mundo: se acelera la distribución de comida rápida, la precariedad de las relaciones laborales y la creación de marcas que controlan los sistemas de producción y consumo sin apenas responsabilidad laboral o fiscal con las sociedades de las que se nutren

Entramos ahora en la uberización del mundo: se acelera la distribución de comida rápida, la precariedad de las relaciones laborales y la creación de marcas que controlan los sistemas de producción y consumo sin apenas responsabilidad laboral o fiscal con las sociedades de las que se nutren. Por el camino se eliminan empleos. Y también desaparecen de nuestra mesa las legumbres, las verduras frescas y el tiempo para cocinar, compartir y conservar alimentos cultivados en la proximidad. En España el consumo de verdura y fruta fresca se reduce, siendo un 40% quien las consume diariamente. La mecánica industrial del tiempo (re)productivo se impone sin, paradójicamente, límite de tiempo para salirse de la rueda que gira sobre nuestros cuerpos. Particularmente incide en las cargas laborales de las mujeres hoy en día según encuestas sobre nuestro uso del tiempo. La actividad fabril y febril en torno al consumo se orienta desde, y hacia, una industria global que no reconoce en sus 200 años de vida estaciones, ciclos de vida esenciales asociados al nitrógeno al agua, o la importancia de cultivar fertilidad y biodiversidad en nuestros campos. En la actualidad, la interrupción de cadenas de suministros sobrevenidas por escasez energética o de materiales nos hace suponer que el reconocimiento puede abrir puertas a una recuperación de la conciencia de especie. O, por el contrario, seguir la senda del confinamiento de clases populares bajo la extensión de la pobreza alimentaria y energética.

Estamos siendo sometidos a un proceso de desconexión ambiental y nutricional, desconexión crítica para nuestra supervivencia: cuerpos, lazos y casa habitable son elementos que pueden resultar “extraños” en un mundo aparentemente virtualizado. Decimos “aparentemente” porque cualquier click está cargado de producción material y requerimientos energéticos. Y también porque el Homo sapiens es carne de necesidades básicas relacionadas con el sostenimiento de cuerpos, el afecto, la expresión y la relación con la naturaleza.

La pandemia del coronavirus pareció poder actuar como revulsivo en los primeros tiempos de las medidas que se imponían: la alimentación se declaraba “esencial”, subían las demandas de productos de naturaleza ecológica en tiendas especializadas y grupos de consumo, nuestras herramientas en torno a la salud comenzaba a preocuparnos. En un año hemos observado que la política y lo político, las instituciones y nuestro cotidiano, no han seguido una dinámica más nutritiva y menos discordante con nuestra composición genética y nuestro hábitat planetario. La reflexión alimentaria no ha pasado más allá de favorecer la implantación de grandes cadenas de distribución. El sector ecológico aparece cada vez más convencionalizado: menos frescos y más procesamiento, mismas dificultades para producir y comercializar en entornos cercanos, integración vertical en grandes empresas que comercializan o facilitan los insumos orgánicos a gran escala, políticas no centradas en el acompañamiento a la pequeña producción (caso de La Granja a la Mesa en la Unión Europea) lo que supone en la práctica su exclusión inminente del sistema agroalimentario. En los titulares mediáticos y en los pantallazos de memes políticos poca alusión tendremos a la creciente inseguridad alimentaria. No escuchamos, ni parece que sentimos y reconocemos la importancia del segundo cerebro (o el cerebro complementario y que nos relaciona muy activamente con el mundo) que alojamos en nuestro aparato digestivo, según señala el neurobiólogo Antonio Damasio en El extraño orden de las cosas.

En un año hemos observado que la política y lo político, las instituciones y nuestro cotidiano, no han seguido una dinámica más nutritiva y menos discordante con nuestra composición genética y nuestro hábitat planetario. La reflexión alimentaria no ha pasado más allá de favorecer la implantación de grandes cadenas de distribución

En conclusión, podemos afirmar que nos estamos adentrando en un reinicio nutricional legitimado por la erosión de las infraestructuras sociales más cercanas, comunes y colectivas. Los oligopolios que controlan cada sector de la cadena agroalimentaria con media docena de empresas acaban determinando lo que se produce (patentes), cómo se produce (insumos) y qué esta accesible (distribución) acaban imponiendo sus 3M: mundialización, monocultivos, mercantilización creciente de aspectos “mecanizables” de nuestra vida. Y, junto a buena parte de las políticas pública, se erosionan las 3C que caracterizaron nuestro metabolismo social y personal propio del camino del Homo sapiens: cooperación, cerrar ciclos en nuestras proximidades, circuitos cortos como base resiliente de nuestros mercados. Como señalan autores como Mike Davis o Rob Wallace la consecuencia son la emergencia de grandes gripes asociadas a grandes deforestaciones y grandes granjas: gripe aviar, gripe porcina, Zika, SARS, familias de coronavirus. Son las 6G que nos ayudan a completar la ecuación del desastre: 3C – 3M = 6G.

¿Qué hacer? Revertir la desconexión, reconectarnos. Restablecer el papel de la alimentación como proceso de nutrición saludable y no como ingesta diaria de productos comestibles. Adentrarnos en territorios agroecológicos como fuente de relocalización de sistemas agroalimentarios sobre la base y el protagonismo de un territorio dado. Como afirma la investigadora Meleiza Figueroa en el texto Soberanía alimentaria: Un diálogo crítico es preciso “contemplar los sistemas alimentarios en términos de vidas sociales como conjuntos de relaciones, articulaciones y transmisores de significado”. Los sistemas de producción diversificada y más local son producto de una infraestructura social que facilita y es facilitada por el cultivo de nuestra biodiversidad cultural: espacios, conocimiento y lenguajes conectados al territorio; tecnologías convivenciales que nos dan autonomía y no están supeditadas (o lo están menos) a cadenas de suministros globalizadas; culturas que facilitan el hacer en común. Todo esto ha sido argumentado en las últimas décadas por Elionor Ostrom (El gobierno de los bienes comunes), Víctor Toledo y Narciso Barrera-Bassols (La memoria biocultural) o Javier Sanz Cañada (coordinador científico del European Research Group “Local Agro-Food Systems”). Es preciso reconectar nuestro paladar: aprender y retornar a sabores que nos enseñen a distinguir y apreciar patatas que no han sido congeladas y lechugas que no son un iceberg de agua. La industria de los antojos se caracteriza por el procesamiento de productos para que nos aparezcan tensos y crujientes por fuera, cremosos y dulces o muy saborizados por dentro, aunque perjudiciales por su contenido, su fabricación y su envasado ricos en contaminantes hormonales, como viene investigando el catedrático Nicolás Olea.

Podemos afirmar que nos estamos adentrando en un reinicio nutricional legitimado por la erosión de las infraestructuras sociales más cercanas, comunes y colectivas. Los oligopolios que controlan cada sector de la cadena agroalimentaria con media docena de empresas acaban determinando lo que se produce (patentes), cómo se produce (insumos) y qué esta accesible (distribución)

Reconectar es también relocalizar desde territorios. Relocalizar sistemas agroalimentarios es un primer paso, pero no basta. Es necesario reconciliarnos con sensaciones nutritivas, establecer seguridades alimentarias, promover prácticas agroecológicas, activar encuentros desde lógicas y protagonismos rurales y campesinos, invitar a una transición del reino de lo comestible al mundo de lo saludable. Se trata, pues, de avanzar en formas de soberanía alimentaria desde una perspectiva que incorpore las voces y formas de relación de quienes producen, dinámicas de igualdad de género y haga de la producción y la nutrición saludable un derecho real. En concreto, siguiendo a Dolores Raigón, una nutrición agroecológica sería una actividad holística que contempla todos los elementos de la cadena agroalimentaria para lograr una sostenibilidad fuerte: una dieta que sostiene nuestra salud y nuestro entorno ambiental, y a la vez procura bienestar y se adapta a las diferentes culturas de quien produce o distribuye alimentos. Frente al mundo pandémico, carecterizado por la desconexión, nos hemos encontrado gran cantidad de articulaciones de la pequeña producción que, no tan paradójicamente, son las que más se han preocupado porque sectores populares y de bajo poder adquisitivo pudieran acceder a una nutrición agroecológica, según se concluye en el último informe del Observatorio del derecho a la alimentación y a la nutrición.

Urge, en definitiva, iniciar una reconexión agroecológica, desde abajo. Fomentar para ello una gastronomía anclada en propiedades nutricionales, recuperar lazos para la relocalización de sistemas agroalimentarios, defender territorios destinados a la explotación o al sacrificio en medio de un colapso de suministros globalizados, reinventar las relaciones campo-ciudad. Y para ello, hablando desde nuestro contexto europeo, son insuficientes o sesgadas hacia un insostenible capitalismo verde las propuestas de la Unión Europea o desde cualquier entidad financiera que no contemplen directamente la implicación y activación del tejido productivo en el medio rural y de las más desfavorecidas en el medio urbano. El mercado no resolverá cuando se ofrece como panacea por sí mismo, como motor de una supuesta autorregulación, ya criticada hace si un siglo por el historiador y antropólogo económico Karl Polanyi. Incluso aunque tenga acentos locales, pues por ahí se colarán distribuidores y políticas orientadas, en el mejor de los casos, a una sustitución de insumos, aunque globalizantes y no centrales para la transformación del terreno productivo. Las instituciones liberales tampoco son la panacea, sujetos pasivos de dinámicas muy desiguales e insostenibles ligadas, por ejemplo, al reparto de fondos provenientes del programa NextGeneration-EU. Se debería construir y empujar desde un músculo social que sea el protagonista de la relocalización de sistemas agroalimentarios. O comenzamos a hablar desde el lenguaje de territorios agroecológicos, y no de lo que permitan instituciones (neo)liberales, o acabaremos malnutridos social y corporalmente por la gramática del Homo chatarris.

Ángel Calle Collado. Integrante de la Cooperativa Ecojerte

Isabel Álvarez Vispo. Presidenta Red Urgenci

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/soberania-alimentaria/del-homo-chatarris-a-la-nutricion-agroecologica

miércoles, 12 de enero de 2022

¿De verdad contribuye tanto la carne al cambio climático?

 


Fuentes: El diario [Foto: Platos elaborados con ingredientes de origen 100% vegetal ©️Thomas Bedwin | The Vegan Agency]

Sin olvidar la consideración ética de los otros animales, se analiza aquí el impacto medioambiental de la producción de comida a través de cifras publicadas por el portal de datos globales de la Universidad de Oxford ‘Our World in Data’

Día tras día asistimos a un espectáculo paradójico: la ciudadanía está cada vez más inquieta por el torrente de noticias calamitosas sobre el calentamiento de la Tierra, y, sin embargo, los gobiernos apenas ofrecen datos claros y pautas de acción concretas para combatirlo. Los medios cifran la crisis ecológica en unas abstractas “emisiones”, que parecieran provenir de aisladas fábricas y países remotos, sin conexión con el ciudadano de a pie. A la pregunta, “¿y qué puedo hacer yo?”, le asalta una jauría de viejas multinacionales pintadas de verde.

Es imperdonable que los gobiernos no sean meridianamente claros en sus recomendaciones sobre hábitos y costumbres sostenibles. Aunque muy pocos se atreven ya a negar la existencia del cambio climático, cuando se trata de favorecer unas pautas de consumo sobre otras (o de reducir el consumo, en general) todo se vuelve debatible. El ejemplo más notorio en España: el pasado mes de julio, figuras de casi todo el espectro político desacreditaban las recomendaciones de Alberto Garzón, actual ministro de Consumo, quien sugirió a los españoles reducir su consumo de carne al menos a la mitad, por razones de salud y medio ambiente (la consideración ética de los animales quedó tácitamente excluida por todas las partes del debate.) Sorprendió ver cómo, en cuestión de horas, la discusión sobre carne y medio ambiente degeneraba en un rifirrafe entre Garzón y el propio presidente del Gobierno por ver quién tenía más larga la chuleta… La polémica con el ministro Garzón ha vuelto a estar servida en los últimos días.

Otras recomendaciones medioambientales y sanitarias sugieren una reducción de más de tres cuartos para el consumo actual de carne en España, pero eso no impide que numerosas voces continúen, meses después, descalificando la (tenue) propuesta de Garzón, la cual, según el diario La Razón, “fue extensamente criticada por exagerada, tendenciosa y plagada de afirmaciones falsas […] que contradecían a la FAO”. Y sobre todo, no hay que olvidarlo, contradecían las afirmaciones del sector cárnico, primera industria de alimentos en España.

Pero, ¿de verdad es tan contaminante la carne? ¿No habrá un grado de exageración? ¿Acaso intentan colarnos una ideología animalista con la excusa del cambio climático? Que tengamos que hacernos preguntas tan básicas demuestra que vivimos en una niebla artificial. En cuanto nos aproximamos a este campo minado, las fuentes se evaporan, las afirmaciones vuelan hacia lo fantástico, el insulto se disfraza de argumento. Es cierto que existen exageraciones a ambos lados del debate; por ello, en lo que sigue me limitaré a dar a conocer las cifras de una sola fuente: el portal de datos globales de la Universidad de Oxford Our World in Data, que fundamenta todas sus afirmaciones en estudios científicos recientes. Se han escrito ya artículos minuciosos sobre la cuestión de la carne: mi intención aquí es simplemente reproducir y comentar una serie de gráficos muy ilustrativos que proceden, en su mayoría, de la página ‘Impactos medioambientales de la producción de comida‘, redactada por Hannah Ritchie y Max Roser en 2020, y actualizada en junio de 2021.

¿Cuánto contaminan realmente las cosas que comemos? Para empezar, es preciso comprender las dimensiones globales de la producción de alimentos. Uno de los primeros gráficos de la página nos muestra el uso actual de la superficie terrestre, que es habitable en un 71%. La mitad de esa tierra habitable se consagra a la agricultura, pero esta no es solamente para consumo humano: de hecho, solo el 23% de la tierra cultivada se emplea para consumo directo, mientras que el 77% va destinada a pastos o piensos para animales de granja. Parecería contraintuitivo que el ser humano reserve más tierras para alimentar a otros animales que para sí mismo, si no fuera porque los animales de granja requieren enormes cantidades de comida: Our World in Data indica que, para obtener un kilo de pollo, hacen falta 3,3 kilos de alimentos; para un kilo de cerdo, 6,4, y para un kilo de vacuno, 25.

De verdad contribuye tanto la carne al cambio climático?
Pienso requerido para producir un kilogramo de carne, huevos o leche. Fuente: Our World in Data.

Esta perspectiva tiene, por supuesto, muchas lecturas, algunas incluso sociales. Donde una persona consume un chuletón de ternera de un kilo, podría haber cultivos para 25 personas (o más). En cualquier caso, ayuda a explicar por qué, si el 77% de las tierras de cultivo va destinado a animales de granja, resulta tan pequeño el porcentaje que aportan estos animales a la ingesta mundial de calorías y proteínas: el 82% de las calorías ingeridas por nuestra especie proceden de plantas (solo el 18% de animales) y el 63% de las proteínas también (frente a un 37% de proteína animal). La proteína vegetal no solo existe –en legumbres, frutos secos, granos…— sino que, para gran parte de la población mundial, es la principal fuente de proteína (a veces, la única).

De verdad contribuye tanto la carne al cambio climático?
Uso global del suelo para la producción de comida / Our World in Data

Esta dilapidación de recursos es uno de los mayores problemas ecológicos de la ganadería actual. Aun así, el uso desproporcionado de tierras y cultivos no es siempre el factor más contaminante, pues hay que contabilizar también el sistema de granjas, con su ocupación adicional de terrenos y sus altas emisiones de metano y otros gases. Si sumamos los kilos de gases de efecto invernadero generados a lo largo de la producción de un kilo de comida, descubrimos que los alimentos que generan entre 0 y 5 kilos de gases invernadero por kilo son todos ovo-lacto-vegetarianos (solo el queso, el café y el chocolate negro se sitúan por encima). El animal de granja menos contaminante, el pollo, genera el doble: 9,7 kilos de gases invernadero por kilo de comida. De ahí para arriba: el cerdo produce 12,31 kilos de gases invernadero por kilo de comida; el pescado de piscifactoría, 13,63; las gambas de piscifactoría, 26,87; el cordero, 39,72; y de nuevo el ganado vacuno se sitúa en la cima: un kilo de ternera emite 99,48 kilos de gases de efecto invernadero.

Greenhouse gas emissions per kilogram of food product
Emisiones de gases de efecto invernadero por kilogramo de producto alimenticio. Fuente: Our World in Data.

En esta lista, el animal de granja menos contaminante contamina el doble que el producto ovo-lacto-vegetariano más insostenible, excepción hecha del queso, el café y el chocolate negro. Por supuesto, no se listan todos los alimentos posibles, pero sí suficientes como para hacernos una idea de dónde radica el problema. En efecto, existe una relación directa entre la elevada huella de carbono del europeo promedio y su elevado consumo de productos animales: el 83% de la huella de carbono de la dieta europea actual se debe exclusivamente a carne, huevos y lácteos. Aceites, bebidas, estimulantes, cereales, frutas, verduras, tubérculos, semillas, legumbres y frutos secos no llegan a sumar el 20% de nuestra huella de carbono. Una desproporción que no sería tan crítica si el actual sistema alimenticio no fuera responsable del 30% de las emisiones de la Unión Europea (y entre un cuarto y un tercio de las globales).

De verdad contribuye tanto la carne al cambio climático?
Huella de carbono de dietas de la Unión Europea, por tipo de comida / Our World in Data

Estas son algunas de las razones por las que, en un contexto de emergencia climática como el nuestro, menos carne (y más plantas) significa literalmente más vida, sin necesidad de llegar al extremo de hacernos vegetarianos. Pese a todo, una mayoría rechaza todavía la idea de reducir el consumo de carne. Algunos incluso argumentan que no es preciso ser reducetarianos para mejorar nuestra huella de carbono. Existen alternativas que reducen el impacto medioambiental de la carne, como la ganadería sostenible y extensiva, que supone una mejoría indudable con respecto a las (mayoritarias) macrogranjas industriales.

Sin embargo, las cifras manejadas por Our World in Data indican que esa no es ni de lejos la mejor solución: “Si quieres una dieta más baja en carbono, comer menos carne es casi siempre mejor que comer la carne más sostenible”. Las fuentes de proteína vegetal de producción más contaminante tienden a contaminar menos (a menudo, mucho menos) que las carnes de producción menos contaminante. Por eso, “como consumidores, el mayor cambio que podemos realizar es comer más fuentes de proteínas basadas en plantas, como el tofu, los frutos secos, los guisantes y las habichuelas [en España añadiríamos lentejas y garbanzos]. Tal es el caso independientemente del lugar del mundo en el que te encuentres”. En términos generales, la dieta más sostenible es la basada en plantas o vegana, la siguiente es la (ovo-lacto-)vegetariana y la siguiente es la reducetariana, tanto más cuanto más reduzca. Solo comparando dos dietas con una ingesta de carne semejante se percibiría una diferencia significativa en aquella que opta por una ganadería sostenible.

Quizá la mención al tofu haya hecho rechinar algún diente. ¿No es un producto que requiere miles de kilómetros de transporte, y que además procede de agresivos monocultivos de soja? No olvidemos que la gran mayoría de la soja producida en el planeta (la mayoría de cultivos, en realidad) se destina a alimento para animales; la soja para consumo humano más allá del aceite supone menos del 7% de la producción global. Pese a todo, el argumento del transporte es pertinente y merece una consideración.

De verdad contribuye tanto la carne al cambio climático?
La soja del mundo: ¿se emplea para comida, combustibles o piensos de animales? Our World in Data

Pues, si una pauta de consumo hemos interiorizado en relación con el cambio climático, es la de favorecer el “producto local”: el producto que menos se ha desplazado para llegar a nosotros y que, por tanto, ha generado menos emisiones de transporte. Una recomendación útil, aunque uno se pregunta si la amplia difusión de esta consigna tiene relación con las evidentes ventajas que reporta a la economía nacional (en contraste con el oscurecimiento que rodea al asunto de la carne).

La distancia de transporte es un factor relevante, pero —como apreciamos en el siguiente gráfico— en absoluto determinante en la alimentación: en el cómputo total, importa mucho más la naturaleza de lo que comes que comprar “producto local”. En el caso de la ganadería, el transporte suma muy poco en comparación con otras emisiones relevantes (cambio de uso del suelo, granjas, piensos, procesamiento…). Solo en plantas que suelen viajar miles de kilómetros —como la caña de azúcar o el plátano— ocupa el transporte una porción significativa. Y aun así, las emisiones totales de estas plantas son muy inferiores a las de la carne más “local”.

De verdad contribuye tanto la carne al cambio climático?

Emisiones de gases invernadero (por kg. de comida) en la cadena de suministro. Verde: cambio de uso del suelo; marrón: granjas; naranja: piensos; azul: procesamiento; rojo: transporte; amarillo: venta al por menor; gris: empaquetamiento Our World in Data

Se pueden extraer muchas conclusiones de los datos precedentes, y un escenario en el que se generalizara el consumo de plantas en lugar de animales engendraría cambios sorprendentes en el planeta (a los que Our World in Data dedica una página entera). Pero lo que nos ha traído hasta aquí son las emisiones de CO2 y gases equivalentes, y por ello concluiremos con una cita extraída del gráfico anterior, que nos recuerda que la mejor forma de hacer nuestra dieta “más sostenible” es, con diferencia, reducir el consumo de productos animales, especialmente de carne:

“Las emisiones de CO2 de la mayoría de los productos de origen vegetal son de 10 a 50 veces menores que en la mayoría de productos de origen animal. Factores como la distancia de transporte, la venta, el empaquetado o las prácticas agrícolas específicas suelen ser pequeños en comparación con la importancia del tipo de comida”.           

Fuente: https://www.eldiario.es/caballodenietzsche/carne-cambio-climatico-consumo_132_8495836.html

martes, 11 de enero de 2022

SOS, planeta en crisis

 Por Sergio Ferrari | 11/01/2022 | Ecología social

Fuentes: Rebelión

La pandemia, la creciente crisis de los alimentos y el calentamiento climático global definieron la agenda de 2021. La quinta ola del Covid-19, agudizada desde inicios de diciembre por la explosiva variante Ómicron, mantiene en vela a la población mundial. Por otra parte, el drama creciente del hambre en el mundo denuncia el fracaso del actual sistema económico hegemónico. La falta de una respuesta contundente y viable a la crisis climática anticipa una ruta apocalíptica, sin retorno, para la vida y la Madre Tierra. 2022 se perfila, nuevamente, como un año desafiante para los movimientos sociales y la humanidad entera.


Ómicron

No había terminado la “ola Delta” en Europa cuando Ómicron irrumpió con una contagiosidad hasta ahora desconocida. El Covid-19, que se instaló a inicios del 2020, multiplica mutaciones y continúa condicionando la “normalidad” cotidiana de todo el planeta.

Junto con su golpeteo sanitario agresivo, la pandemia devela un entramado de contradicciones civilizatorias. Una de ellas, denunciada por las estadísticas más verificables: los más ricos continúan enriqueciéndose sin pausa. La actual crisis ha jugado y continúa jugando como un disparador de las brechas sociales. Hoy, el mundo está aún más polarizado en términos de desigualdad que antes de la aparición de este virus. Mientras que la riqueza de los multimillonarios ha aumentado más de 3.6 billones de euros, otros 100 millones de personas han pasado a engrosar las filas de la pobreza extrema a causa de la crisis sanitaria actual.

La otra contradicción no menos significativa es la que resulta de la mala distribución de las diferentes vacunas, radiografía de un planeta a dos velocidades. Mientras que en el norte “desarrollado” se aplican este fin de año la 3era y 4ta dosis entre la población que quiera inmunizarse, en una buena parte de los países *periféricos* las vacunas disponibles cubren apenas un escaso porcentaje de su población. Poco más del 7 % de las personas en los países de ingreso bajo han recibido una dosis, mientras ese porcentaje se eleva hasta un 75 % en los países de ingreso alto. En África, menos del 10% de la población ha sido vacunada, mientras que en Europa y Estados Unidos más de un 70% ya fue inmunizada. Desigualdad que se acentúa por la decisión de los países ricos y las multinacionales que producen las vacunas de impedir que éstas se produzcan libremente en distintos lugares del mundo, tal como le exigen importantes actores de la sociedad civil mundial que proponen una excepción temporal del derecho de patentes.

El hambre en aumento

El 23 de septiembre del 2021 no fue una jornada esplendorosa. Para el 10% de la población mundial, es decir unos 800 millones de seres humanos que hoy padecen hambre, la Cumbre sobre Sistemas Alimentarios convocada por las Naciones Unidas en Nueva York ni siquiera existió.

Para los movimientos sociales que buscan soluciones cotidianas a este cataclismo mundial, la cumbre fue un poco más de lo mismo. Es decir, pura retórica sin que exista una real voluntad política para encontrar soluciones estratégicas.

“La Cumbre de Sistemas Alimentarios de la ONU es despreciable y representa una amenaza para la Soberanía Alimentaria de los pueblos”, señalaba La Vía Campesina al pronunciarse sobre el evento de Nueva York. Esa red mundial — que aglutina a más de 200 millones de campesinos de 81 países– junto con casi 600 movimientos sociales de pequeños productora-es, trabajadora-es, pueblos indígenas y ONG del sector, habían decidido ya en julio boicotear la convocatoria de Nueva York. Los movimientos populares constituyeron un frente unido de denuncia de la ilegitimidad de la Cumbre y de los intentos de parte de las corporaciones transnacionales de apropiarse del debate y de las propuestas futuras.

Para dichos movimientos, la solución a la crisis climática, el hambre, la migración forzada y la pobreza extrema reside en los pueblos, no en el gran poder corporativo multinacional. Debe surgir de los principios de la soberanía alimentaria y de la justicia social y debe considerar a la alimentación como un derecho humano fundamental y no como una mercancía para la especulación comercial. Es innegociable respetar los sistemas alimentarios a pequeña escala, diversos y agroecológicos que existen en nuestros territorios, según los movimientos sociales.

Y concluía afirmando que la Cumbre de Sistemas Alimentarios de la ONU de 2021 se encuentra en las antípodas de estos principios. El hambre sigue siendo una realidad dramática, aunque las soluciones, según dichos actores, podrían ser simples: bastaría con priorizar la agroecología sobre el agronegocio y apostar a la soberanía alimentaria para reemplazar el paradigma inaceptable de alimentos=mercancías.

Se incendia el planeta

A los fracasos derivados en 2021 por el hambre creciente y la desigualdad en la lucha contra el Covid-19, se le suma un tercer factor desequilibrante:  el agravamiento de la crisis climática.


La Cumbre Climática Mundial de Glasgow de noviembre pasado no logró avances sustantivos en la meta de asegurar un calentamiento máximo de 1.5 ° hasta 2030, tal como lo exige el mundo científico y la sociedad civil planetaria.

Dicha cumbre desnudó, además, el choque de dos concepciones confrontadas. La de las grandes potencias que controlan, vetan o bloquean a las mismas Naciones Unidas, con propuestas tibias e insuficientes, a pesar de que el mundo científico viene diagnosticando, desde años, la gravedad extrema de la enfermedad. Enfrente, la visión de una buena parte de la sociedad civil planetaria –movimientos ambientalistas, ONG de desarrollo, sindicatos, redes y plataformas–, que se movilizaron críticamente en las calles de Glasgow y de decenas de ciudades del mundo durante la COP26 para enfatizar que la “urgencia climática” debe ser la clave de interpretación de una sociedad humana en carrera acelerada hacia su autodestrucción.

Se acaba de cerrar el 2021 con tres frustraciones civilizatorias superpuestas: la no resuelta lucha contra el hambre; el perdido combate por el clima y la crisis pandémica. Trilogía de un sistema mundial en crisis, expresión de un planeta cada día más fragilizado. Las perspectivas para este año que acaba de comenzar son inciertas. Los múltiples niveles de crisis superpuestas continuarán vigentes. Los actores sociales con su movilización cotidiana pueden ser el factor determinante para revertirlas. Exigiendo justicia climática y social, así como alternativas agroecológicas y soberanas para confrontar el hambre creciente. Y movilizándose para liberar patentes de producción de medicamentos y democratizar universalmente la lucha desigual contra la pandemia.

Fuente: Rebelion.org