viernes, 9 de agosto de 2013

Caminos hacia una educación para la sostenibilidad







Siete posibles caminos hacia una educación para la sostenibilidad
La educación de las y los menores se considera una de las piezas esenciales de todo sistema cultural y sociopolítico. No es casualidad que, en el ejercicio del monopolio educativo, la escuela haya dejado fuera modos de aprender más cercanos a la tierra, a la familia, a la comunidad, al trabajo o al mantenimiento de la vida.
Nuestras escuelas han quedado recluidas en un espacio cerrado y vallado donde un grupo de especialistas —el profesorado titulado y sólo este— controla y enseña a menores —organizados en grupos de edad— determinados conocimientos seleccionados por el poder dominante, que excluyen los saberes populares.
A lo largo de la historia han sido muchas las experiencias que se han enfrentado a estos reduccionismos en cuanto a espacios, tiempos, agentes y conocimientos. La propuesta de educación sin escuelas de Ivan Illich, las escuelas itinerantes del Movimiento de los Sin Tierra, los Consejos de la Infancia promovidos por Francesco Tonucci, los sindicatos de niños y niñas trabajadoras (en Perú, India…), las escuelas libertarias, la escuela de “O Pelouro”, en Pontevedra, las escuelas Waldorf, las Escuelas del Bosque en países escandinavos, el movimiento de la Educación Popular —del que Paulo Freire es el teórico más conocido [1]—, la Escuela Moderna de Celestin Freinet, la universidad Madres de la Plaza de Mayo, la Institución Libre de Enseñanza, las Escuelas del Movimiento de Trabajadores Desocupados en Argentina, las Escuelas Autónomas Zapatistas y muchas más.
Las ideas que siguen se apoyan en estas propuestas, pero también se inspiran en los criterios de sostenibilidad de la naturaleza: al fin y al cabo, la maestra más estable del planeta y a la que debemos la vida.
Siete posibles caminos hacia una educación para la sostenibilidad
Los ejes de intervención que proponemos, uno a uno, son incapaces de cambiar el rumbo insostenible por el que avanzamos pero, unidos a transformaciones en los modos de habitar, de producir, de consumir, de distribuir y ejercer el poder, podrían arrojar alguna luz en el futuro.
Colocar la vida en el centro de la reflexión y de la experiencia
Los sistemas educativos están diseñados desde las grandes urbes. Más de la mitad de la población mundial vive en ciudades. En este contexto es fácil dar protagonismo a la tecnosfera e incluso presentarla como el suelo esencial que nos mantiene. Al colocar la vida en el centro, buscamos una comprensión del mundo más acorde con nuestra realidad: somos seres vivos antes que usuarios de telefonía móvil o conductores de automóvil, dependemos de los tomates y del trigo en mucha mayor medida que de un reproductor de música. Bajo el asfalto tendrá que surgir la huerta.
Desde la educación podemos hacer repaso de elementos naturales esenciales. Habrá que reaprender que el sol es el origen de toda la energía, comprender cómo se ha almacenado esta y cuál es la situación actual de estos depósitos. Preguntarnos cómo y para qué la usamos, hablar de su despilfarro, de los grandes negocios y las guerras asociadas a su extracción. Recordar en qué medida somos agua y conocer los conflictos relativos a su uso. Estudiar el aire, conocer las partículas tóxicas que contiene en las ciudades. Trabajar la tierra, saber en qué época fructifica cada planta y qué consecuencias tiene forzar la producción con agroquímicos.
Ser conscientes del nacimiento, el crecimiento o la muerte; hablar de ellos. No ocultar esta realidad tampoco a niñas y niños. Aprender el respeto a los animales de otras especies. Denunciar la violencia injustificada contra ellos. Seguir el recorrido de las hormigas, de las golondrinas o de las moscas.
Desentrañar las relaciones y la interdependencia de los ecosistemas, hacer visibles las relaciones causa-efecto o la complejidad de las relaciones multicausales. Conocer el deterioro de la producción agrícola tradicional por efecto del cambio climático. Hacer estudios de los ciclos de vida completos de aquello que utilizamos (sus costes materiales y energéticos desde el origen de su producción hasta su abandono). Hacer visibles los residuos y su toxicidad. Conocer los vertederos de basuras que el norte tiene en el sur.
Comprender el metabolismo del propio pueblo o ciudad, es decir, de qué modo y en qué magnitud es dependiente —y devastadora— de territorios próximos y lejanos. Cuántas toneladas de materiales entran y salen cada día de ella. Cuánta energía emplea de modo directo e indirecto. Conocer nuestra huella ecológica, la de nuestro pueblo y la de la cementera próxima.
El cuidado es otra experiencia esencial para la valoración de la vida y para la comprensión de la interdependencia. Otorgar sentido educativo a los cuidados básicos es un ejercicio central en la sostenibilidad. Rehabilitar espacios vivos deteriorados, cuidar y rehabilitar relaciones humanas, practicar las mil tareas domésticas que nos sostienen, son formas complejas de aprender a atender esa red viva. Calibrar la deuda de cuidados (la diferencia injusta entre los cuidados recibidos y los ofrecidos) que se da entre géneros, clases sociales o norte-sur. Exigir el reconocimiento social y el reparto equitativo y solidario del trabajo de cuidados.
Comprender la vida significa aceptar sus ritmos, a menudo lentos. La experiencia de vivir en lentitud, inusual en una cultura de la inmediatez, puede traer aprendizajes inesperados. Necesitamos también narraciones orales que nos hablen de estos ciclos naturales.
Trabajar la centralidad de la vida tiene por objeto descolgarnos del fuerte antropocentrismo de nuestra cultura y asomarnos a “la democracia de lo viviente”, en términos de Vandana Shiva: un sistema de gobierno de la Tierra en el que el interés de todos los seres vivos (plantas y animales incluidos) importa a la hora de tomar decisiones.
Vincularse al territorio próximo
Los ecosistemas se organizan en buena medida en proximidad y viven de lo próximo. Una escuela para la sostenibilidad es una escuela que existe como territorio y en el territorio próximo, que se relaciona sobre todo con lo cercano, que intenta abastecerse de recursos producidos en proximidad.
Más allá de las vallas está el mundo adulto, el mundo del barrio, del trabajo, el mercado, las plazas... Hablamos de salir y colaborar en estos espacios. La tierra en la que crecemos (jugando, relacionándonos e investigando) se convierte en una referencia afectiva. Si está en peligro, saldremos en su defensa.
Limpiar el jardín, decorar vallas, reparar averías, construir, hacerse responsables del mantenimiento. Antes que una escuela de la simulación y la virtualidad, es necesaria una escuela del territorio físico real.
Pasear por suelos sin cementar, jugar en solares, aprender sin techo, usar la bici como medio de transporte, exponerse al frío y al calor, o recorrer suelos irregulares con plantas que pinchan son experiencias infrecuentes y cada vez más necesarias.
También hablamos aquí de abrir las puertas de la escuela y hacerla permeable a la luz, las familias o a los conocimientos de tenderos. La construcción de escuelas ha dado lugar a utilizar criterios de ecoconstrucción y en su gestión, se han desarrollado ecoauditorías que desvelan sus consumos y hacen propuestas de reducción.
Es imprescindible hacerse conscientes de que el territorio del que vivimos y sus frutos tienen límites. Habrá que aprender qué es limitado y qué es ilimitado, y cómo desarrollar lo ilimitado que de verdad nos importa (afectos, risa, aprendizaje…). Cuantificar esos límites y traducir los grandes números a realidades comprensibles. Necesitamos hacer ya estos cálculos en la escuela y fuera de ella.
Alentar la diversidad
La diversidad asegura la complementariedad, permite el reajuste y, en momentos de crisis, la supervivencia. En un colectivo humano que busca y aprecia la heterogeneidad nadie se siente fuera, cada cual encuentra el lugar donde es capaz de aprender y enseñar.
Alentar la diversidad significa no sólo aceptar el hecho indiscutible de las diferentes necesidades funcionales y tener presentes las variadas culturas y formas de pensar que integran nuestra comunidad. Es también organizar grupos heterogéneos, no separar a la infancia de la vida comunitaria. Diversificar tareas, responsabilidades, ritmos y recorridos de aprendizaje. Y facilitar el encuentro de diversas experiencias, culturas, edades, y especies animales y vegetales.
Tejer comunidad y poder comunitario
La organización comunitaria ha creado y crea posibilidades nuevas de intervenir en el mundo y ejercer el poder. Desde la escuela es posible ayudar a retejer esa malla comunitaria.
El primer paso consiste en considerar a niños y niñas, actores sociales inteligentes y darles su espacio de poder. Practicar la conversación, la argumentación y la escucha, la gestión de la discrepancia, la toma de decisiones colectivas, la corresponsabilidad, los proyectos grupales, el cuidado de otras personas, la acogida de quien llega nuevo…
Caben experiencias como los grupos espontáneos de autoayuda de madres y padres, las tertulias o grupos de aprendizaje, los procesos de participación en el diseño de los espacios por parte de niños y mayores, los presupuestos participativos, las cooperativas para la compra de materiales educativos, los comedores colectivos, los noticieros o revistas de elaboración local, la autogestión del viaje de estudios... La asamblea, por ejemplo, es una herramienta clave de funcionamiento horizontal para los grupos, que es importante practicar.
La escuela puede aprender de los movimientos sociales, del feminismo, de las cooperativas de trabajo o de las revoluciones.
Hacer acopio de saberes que acercan a la sostenibilidad
En toda la historia los pueblos han desarrollado una gran cantidad de conocimientos útiles para la vida. Son saberes funcionales, adaptados al territorio en el que se vive y que a menudo responden a una lógica holística.
Nuestra cultura despreció estos saberes por no ser científicos, pero en la memoria de nuestros mayores y en otras culturas existen claves útiles a la sostenibilidad. La escuela puede colaborar en mantener vivos estos conocimientos que quizá sean necesarios en un mundo que habrá que vivir de forma más sobria.
Proponemos recuperar habilidades para producir y preparar alimentos, para remendar ropa, para arreglar un mueble, desatascar una tubería y, en definitiva, para reducir el consumo, cuidar, conservar, reutilizar y arreglar y, si esto no es posible, reciclar.
Los saberes también pueden ser fruto de la construcción colectiva. Existen libros de texto creados colectivamente o programas de radio realizados por niños y niñas que se convierten en materia de estudio para sus compañeros del grupo de clase.
Se trata de desarrollar una cultura de la suficiencia, ajustada a un mundo de recursos limitados. Los conocimientos sobre cómo cuidar a quienes lo necesitan forman parte imprescindible de este bagaje cultural.
Desenmascarar y denunciar el actual modelo de desarrollo.
No hay sostenibilidad posible dentro de este modelo de organización social y económica. Por eso es imprescindible explicar conceptos como: globalización económica, metabolismo de la gran ciudad, huella ecológica, deuda ecológica, cultura patriarcal, privatización, transnacionales, equidad... de modo que sean comprensibles también a niños y niñas.
Algunas prácticas posibles pueden ser organizar una campaña, denunciar las transnacionales y las patentes de semillas, reclamar un espacio, hacer boicot a ciertos productos, denunciar el despilfarro, ocupar las calles, hacer contrapublicidad, pacificar el tráfico, dibujar pancartas, desobedecer y argumentar la desobediencia, denunciar a la televisión, tirarla, usar medios de comunicación alternativos, crear medios de comunicación propios. Todas estas son prácticas que se pueden aprender en la experiencia cotidiana y preparan para luchar contra un sistema inmoral y ecológicamente inviable.
Hay quienes piensan que los niños y niñas deben vivir apartados de estos problemas, pero se trata de su mundo, del presente y del futuro. No podemos negarles estos conocimientos, aunque dejando claro que somos las personas mayores —y algunas más que otras— las principales responsables del desastre.
La escuela puede convertirse en una bolsa de resistencia y denuncia, y proporcionar así una esperanza de cambio.
Experimentar alternativas
Vivir bien con menos podría ser una de nuestras máximas. La equidad, el equilibrio ecológico y la buena vida, algunas de las nuestras metas.
Los seres humanos, y más aún las niñas y niños, saben que el núcleo de la felicidad no reside en la marca del juguete que les regalan, ni siquiera en los gigas del MP3, sino en el afecto y la seguridad que experimentan en su mundo. Los grandes placeres de la vida suelen ser ilimitados y gratuitos: tener amigas, cantar, dar y recibir caricias, resolver enigmas... Para dibujar el futuro habrá que repensar también desde la escuela cómo sería una vida buena que pueda ser generalizada a toda la humanidad.
También cabe en la escuela, poner en marcha pequeñas alternativas locales que ya se están experimentando en diferentes lugares: participar en cooperativas de consumo, bajar la velocidad, facilitar accesos en bicicleta, usar el sol para todo lo que podamos, promover leyes contra el despilfarro, comprender el efecto del consumo masivo de carne, organizar mercadillos o sistemas de trueque, desarrollar proyectos de micropolítica… La lista puede extenderse hasta donde alcance nuestra fuerza y nuestra imaginación. El movimiento por el decrecimiento y otros muchos están comenzando a desarrollar propuestas para vivir de modo más austero, más armónico con el medio, y pueden servirnos de inspiración.
En definitiva, se trata de reducir nuestra huella ecológica, aumentando la equidad del planeta y la felicidad humana. Nada más. Y nada menos.
Queda al fin un interrogante esencial: ¿Es posible una educación sostenible en un planeta insostenible? ¿Podría la educación remover un mundo asentado estructuralmente en la insostenibilidad? Probablemente no baste, pero es sin duda una de las piedras de toque para cambiar el rumbo suicida de la historia.
Notas
[1] Aunque toda su producción bibliográfica es interesante su libro más emblemático es Pedagogía del oprimido, Freire, P (1994) Pedagogía del oprimido, Siglo XXI
Fuente: http://www.ecologistasenaccion.org/article15450.html

La crisis alimentaria y la agroecología como alternativa al hambre

Entrevista con Miguel Altieri, profesor de la Universidad de California, y Marc Dufumier, profesor en el Instituto Nacional Agroeconómico de París


Alai y Amlatina

Existe un interés creciente, no sólo en el mundo rural sino también en la población urbana, por la agricultura ecológica, debido a su potencial para asegurar una alimentación sana y con menor impacto ambiental. No obstante, hasta ahora se lo ve más bien como una opción marginal del sistema alimentario, mientras se sigue imponiendo la visión de que sólo con la agricultura a gran escala se podría responder a las necesidades alimenticias del mundo. Pero, ¿qué hay de cierto en todo eso?
Un primer hecho a notar es que el hambre crónica que se padece en el mundo no se debe a una escasez en la producción de alimentos. En eso las cifras están claras. Cada persona requiere ingerir unas 2,200 kilocalorías por día, para lo cual se necesita producir unos 200 kilos de cereales por habitante por año, o su equivalente en forma de papa, yuca o similares. La producción mundial actual es de 330 kilos por habitante, o sea que hay una sobreproducción de comida, suficiente como para alimentar a 9 mil millones de personas, la cifra de población mundial estimada para el año 2050.
Estos datos nos proporcionaron dos investigadores, en sendas entrevistas que realizamos para profundizar sobre las causas de la crisis alimentaria y las alternativas que ofrece la agroecología. Se trata de Miguel Altieri, profesor de la Universidad de California en Berkeley, quien es también presidente de la Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología (Socla); y Marc Dufumier, profesor en el Instituto Nacional Agroeconómico de París, AgroParisTech.
Dufumier reconoce que la crisis alimentaria se agudizó en estos últimos cuatro años, “pero ya en 2006 había 800 millones de personas que tenían hambre. Ahora hay un poquito más, pero es estructural, no es una crisis coyuntural”. Afirma: “Es un problema de pobreza en términos monetarios. La gente no tiene poder de compra”. En el mismo sentido, Altieri recalca: “Un tercio de la población humana gana menos de dos dólares por día, entonces no tiene acceso a la comida. En Europa y en EU se bota aproximadamente 115 kilos por persona por año de comida, suficiente para alimentar a toda África”.
Otros factores que contribuyen a la crisis alimentaria, señalados por nuestros entrevistados, incluyen el aumento de la producción agrícola para alimentar a los carros en lugar de las personas; el incremento del consumo de carne (que se extiende ahora en países de gran población como China e India), siendo que se necesitan de tres a 10 calorías alimenticias vegetales para producir una caloría animal; el sistema de distribución de alimentos, y otros problemas estructurales relacionados con el control de las multinacionales sobre el sistema alimentario.
Para Altieri, la crisis alimentaria, acoplada a la crisis energética, la ecológica y la social, “es una crisis del capitalismo, de un modelo industrial de agricultura que se basó en premisas que hoy ya no son válidas”. Lo explica en estos términos: “Cuando se crea la revolución verde en los años 1950-60, se crea un modelo de agricultura maltusiano, que percibe el problema del hambre como un problema de mucha población y poca producción de alimentos; y que había que cerrar la brecha trayendo tecnologías del Norte al Sur, como las variedades mejoradas, los fertilizantes, los pesticidas, etcétera. Ellos asumían que el clima iba a ser estable, que el petróleo iba a estar abundante y barato, que el agua iba a estar siempre abundante y que las limitantes naturales de la agricultura, como las plagas, se podían controlar fácilmente. Y así nos encontramos hoy en día con una agricultura que ocupa aproximadamente 1.400 millones de hectáreas en monocultivos altamente dependientes de productos externos, en los cuales los costos de producción varían de acuerdo a como sube el petróleo; donde tenemos más de 500 tipos de plagas resistentes a más de mil pesticidas”. Uno de los resultados es que actualmente en el mundo hay “aproximadamente mil millones de personas hambrientas y por otro lado mil millones de personas obesas, que son víctimas directas del modelo industrial de agricultura”.
Es cierto que este modelo, siendo altamente mecanizado, rebaja significativamente los costos directos de producción por hectárea; por lo tanto permite vender alimentos a menor precio a la vez que aumentar las ganancias. No obstante, Dufumier destaca que esto es una trampa, pues no toma en cuenta los costos indirectos: sociales, ambientales, de salud pública, etcétera.
Cita el ejemplo de la leche en polvo barata, que “nos cuesta sumamente caro, por la contaminación de los suelos, por el exceso de nitrato en las aguas freáticas, por las hormonas en la leche. Entonces hay lo que los economistas llaman externalidades negativas”, que impactarán en una menor expectativa de vida y en la salud de la población.
Altieri estima que en el caso de EU, de internar estos costos, sumarían unos $300 por hectárea de producción.
La agroecología como alternativa
Frente a este modelo, surge la pregunta: en qué medida la agroecología puede ofrecer soluciones viables; y si se trataría de soluciones parciales o marginales, o si tiene la capacidad de solucionar el hambre. Miguel Altieri aclara: “No me gusta caer en el argumento de si la agroecología podría alimentar el mundo porque, como dije, no es un problema de producción. Con la agroecología podemos producir alimentos suficientes para alimentar al mundo, pero si las inequidades, las fuerzas estructurales que explican el hambre no se solucionan, entonces el hambre continúa, no importa que sigamos produciendo con agroecología”.
La agroecología –nos recuerda– "es una ciencia que se basa, por un lado, en el conocimiento tradicional campesino y utiliza también avances de la ciencia agrícola moderna (salvo la biotecnología transgénica y los pesticidas, por supuesto), pero sí los avances que tienen que ver con ecología, con biología del suelo, control biológica de plagas, todo eso se incorpora dentro de la agroecología, y se crea un diálogo de saberes.
En el mundo hay aproximadamente 1.500 millones de campesinos que ocupan unas 380 millones de fincas, que ocupan el 20% de las tierras, pero ellos producen el 50% de los alimentos que se están consumiendo en este momento en el mundo. (La agricultura industrial solamente produce 30% de los alimentos con el 80% del área agrícola). De esos campesinos, 50% practican agroecología. O sea, están produciendo el 25% de la comida del mundo, en un 10% de las tierras agrarias. Imaginen si esta gente tuviera el 50% de las tierras a través de un proceso de reforma agraria: estarían produciendo comida en forma abundantísima, con excedente incluso”.
Al mismo tiempo, la agroecología trae otras ventajas que no tiene la revolución verde. “Por ejemplo –señala Altieri– es socialmente activante, porque para practicarla tiene que ser participativa y crear redes de intercambio, sino no funciona. Y es culturalmente aceptable porque no trata de modificar el conocimiento campesino ni imponer, sino que utiliza el conocimiento campesino y trata de crear un diálogo de saberes. Y la agroecología también es económicamente viable porque utiliza los recursos locales, no entra a depender de los recursos de afuera. Y es ecológicamente viable porque no pretende modificar el sistema campesino sino optimizarlo. La revolución verde buscó cambiar ese sistema e imponer un conocimiento occidental sobre el conocimiento campesino. Por eso ha tenido mucha repercusión en las bases”, concluye.
Un factor importante a considerar es que la producción agroindustrial de gran escala es menor cuando se considera la producción total. O sea, los monocultivos son más productivos en términos de mano de obra; pero la agricultura campesina produce mucho más por hectárea. “Si haces un gráfico de producción total contra área –indica Altieri–, la curva de producción va bajando en relación al área de la finca. Porque no estamos comparando producción de maíz con maíz, sino que estamos comparando la producción total de la finca. ¿Y qué produce el campesino? Produce maíz, habas, papas, frutas; cría cerdo, pollo... Y cuando analizamos así el sistema, nos damos cuenta que es aproximadamente 20 a 30 veces más productiva. Eso da una base muy importante para pensar en reforma agraria”.
Otra ventaja es su mejor resistencia al cambio climático. No sólo porque no genera calentamiento global –a diferencia de la agricultura industrial, con su alto consumo de combustibles fósiles–, sino que hay evidencias de que resiste mejor fenómenos como las sequías. Los monocultivos, que crecientemente dominan los paisajes agrícolas del mundo, “son altamente susceptibles porque tienen homogeneidad genética y homogeneidad ecológica”, como lo evidenció la sequía del año pasado del Mid-West de EU, la más grande en 50 años, donde la agricultura transgénica de maíz y soya perdió el 30% de todo el rendimiento, según Altieri.
¿Cuáles serían, entonces, las políticas públicas clave para que un país promueva y desarrolle en serio la producción agroecológica?
Nuestros entrevistados coinciden en reconocer que la producción agroecológica, por ser artesanal e involucrar mayor mano de obra, tiene costos de producción más altos y debe ser mejor pagada; entonces se requieren políticas de fomento y subsidios que protejan a la agroecología y a los pequeños agricultores. De este modo se puede lograr que la comida sana esté al alcance de las mayorías, y que no sea solamente un producto de consumo de lujo de los sectores adinerados (como ocurre, por ejemplo, con los productos orgánicos que se exportan al Norte).
Miguel Altieri destaca, en este sentido, la experiencia de Brasil, con el programa del Ministerio de Desarrollo Rural que compra el 30% de la producción al campesinado, reconociendo su rol estratégico. Es una comida sana que se destina al consumo social, en las escuelas, los hospitales, las cárceles. “La agricultura familiar en Brasil cuenta con 4.7 millones de agricultores que producen el 70% de la comida en 30% de la tierra; es un papel fundamental para la soberanía alimentaria”.
Entendieron que para protegerla, no podían poner a los pequeños productores a competir ni con los grandes, ni con la producción de EU o de Europa “que es una competencia totalmente desleal”. El investigador considera un acierto que ese país haya creado dos ministerios del sector: el de Agricultura, para los grandes productores (que evidentemente van a seguir existiendo), y el de Desarrollo Rural para los pequeños, con proyectos de investigación, extensión, políticas agrarias específicas para el agricultor campesino. Incluso dice que este último ministerio tiene más recursos que el de Agricultura. “Lo que no funciona es cuando el Ministerio de Agricultura cuenta apenas con una pequeña oficina o secretaría del agricultor familiar”, algo que pasa en la mayoría de los países.
Apoyar las prácticas agroecológicas con investigación y con extensión agroecológica es otro elemento clave. “Mucho gente pregunta: ¿puede la agroecología alimentar el mundo, puede ser tan productiva? Pero mira, todos los institutos nacionales de investigación agropecuaria, los centros internacionales de investigación, las universidades, durante 60 años han financiado investigación en agricultura convencional. ¿Qué tal si a nosotros nos dieran el 90% de ese presupuesto para apoyar la agroecología? La historia sería otra”, reflexiona Altieri. Señala a Cuba como el país más avanzado en este sentido, por la situación que enfrentó en el periodo especial. Una ventaja fue que tenía los recursos humanos para hacerlo, tenía agroecólogos formados; y a través de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP), 120 mil agricultores en 10 años incorporaron la agroecología, con altos niveles de producción y eficiencia energética.
Quizá el obstáculo mayor es la falta de voluntad política, combinado con intereses multinacionales “que están siempre empujando en el sentido equivocado”. Altieri cree que el cambio climático es lo que finalmente va a poner los límites a la agricultura industrial. En el caso de países como Ecuador y Bolivia, cuyas constituciones ya establecen la soberanía alimentaria, el investigador considera que tienen “una oportunidad histórica: si no es ahora, ¿cuándo?” Él les ha propuesta establecer un proyecto territorial piloto, pues “el manejo territorial implica ecología del paisaje y otras dimensiones del diseño que van mucho más allá del diseño de la finquita particular. Porque si hay campesinos que practican la agroecología pero están dispersos, no se puede hacer una conversión territorial. Así aprendamos, porque no tenemos todas las respuestas”.
¿Una agricultura de pequeña escala?
Nos preguntamos si la agroecología puede aplicarse en cualquier escala, o si es básicamente para la pequeña agricultura, y si eso es una limitante. Marc Dufumier considera que, por su esencia, sirve para la agricultura familiar, aunque reconoce que es más accesible a la mediana producción familiar que al minifundista, por su poca capacidad de ahorrar e invertir en tracción animal, carretas, producir estiércol y fertilizar por la vía orgánica. Las unidades familiares de tamaño mediano serían, además, las óptimas para generar empleo y evitar el éxodo rural. Los grandes productores agrícolas, en cambio, “tienen la capacidad de inversión, pero no tienen el interés, porque quieren maximizar la rentabilidad del capital financiero invertido, y amortizar la inversión sobre grandes superficies, entonces su interés es el monocultivo que es todo lo contrario de la agroecología”.
Para Miguel Altieri, en cambio, la agroecología es una ciencia que entrega principios de cómo diseñar y manejar sistemas agrarios, de cualquier escala, pero con respuestas tecnológicas diversas, según el caso. “Yo he mostrado ejemplos de fincas de entre 500 y 3,000 hectáreas que se manejan agroecológicamente. Estoy hablando de un rediseño del sistema agroecológico con biodiversidad funcional, con rotaciones, con policultivos, que toman otras formas en la gran escala, porque hay que usar maquinaria por supuesto, no van a manejar 3,000 hectáreas con chuzo ni con tracción animal.
Entonces hay muchos ejemplos de que se puede hacer a gran escala. Lo que pasa es que en América Latina, dada la importancia estratégica de la pequeña agricultura, la agroecología siempre se dedicó a solucionar el problema de la agricultura familiar, campesina, pero eso no significa que no se pueda aplicar a gran escala”.
Fuente original: http://forumenlinea.com/portal/images/stories/carton/corrupcion_judicial.jpg