Siete posibles caminos hacia una educación para la sostenibilidad |
La educación de las y
los menores se considera una de las piezas esenciales de todo sistema
cultural y sociopolítico. No es casualidad que, en el ejercicio del
monopolio educativo, la escuela haya dejado fuera modos de aprender más
cercanos a la tierra, a la familia, a la comunidad, al trabajo o al
mantenimiento de la vida.
Nuestras escuelas han quedado recluidas
en un espacio cerrado y vallado donde un grupo de especialistas —el
profesorado titulado y sólo este— controla y enseña a menores
—organizados en grupos de edad— determinados conocimientos seleccionados
por el poder dominante, que excluyen los saberes populares.
A lo
largo de la historia han sido muchas las experiencias que se han
enfrentado a estos reduccionismos en cuanto a espacios, tiempos, agentes
y conocimientos. La propuesta de educación sin escuelas de Ivan Illich,
las escuelas itinerantes del Movimiento de los Sin Tierra, los Consejos
de la Infancia promovidos por Francesco Tonucci, los sindicatos de
niños y niñas trabajadoras (en Perú, India…), las escuelas libertarias,
la escuela de “O Pelouro”, en Pontevedra, las escuelas Waldorf, las
Escuelas del Bosque en países escandinavos, el movimiento de la
Educación Popular —del que Paulo Freire es el teórico más conocido [1]—,
la Escuela Moderna de Celestin Freinet, la universidad Madres de la
Plaza de Mayo, la Institución Libre de Enseñanza, las Escuelas del
Movimiento de Trabajadores Desocupados en Argentina, las Escuelas
Autónomas Zapatistas y muchas más.
Las ideas que siguen se apoyan
en estas propuestas, pero también se inspiran en los criterios de
sostenibilidad de la naturaleza: al fin y al cabo, la maestra más
estable del planeta y a la que debemos la vida.
Siete posibles caminos hacia una educación para la sostenibilidad
Los
ejes de intervención que proponemos, uno a uno, son incapaces de
cambiar el rumbo insostenible por el que avanzamos pero, unidos a
transformaciones en los modos de habitar, de producir, de consumir, de
distribuir y ejercer el poder, podrían arrojar alguna luz en el futuro.
Colocar la vida en el centro de la reflexión y de la experiencia
Los
sistemas educativos están diseñados desde las grandes urbes. Más de la
mitad de la población mundial vive en ciudades. En este contexto es
fácil dar protagonismo a la tecnosfera e incluso presentarla como el
suelo esencial que nos mantiene. Al colocar la vida en el centro,
buscamos una comprensión del mundo más acorde con nuestra realidad:
somos seres vivos antes que usuarios de telefonía móvil o conductores de
automóvil, dependemos de los tomates y del trigo en mucha mayor medida
que de un reproductor de música. Bajo el asfalto tendrá que surgir la
huerta.
Desde la educación podemos hacer repaso de elementos
naturales esenciales. Habrá que reaprender que el sol es el origen de
toda la energía, comprender cómo se ha almacenado esta y cuál es la
situación actual de estos depósitos. Preguntarnos cómo y para qué la
usamos, hablar de su despilfarro, de los grandes negocios y las guerras
asociadas a su extracción. Recordar en qué medida somos agua y conocer
los conflictos relativos a su uso. Estudiar el aire, conocer las
partículas tóxicas que contiene en las ciudades. Trabajar la tierra,
saber en qué época fructifica cada planta y qué consecuencias tiene
forzar la producción con agroquímicos.
Ser conscientes del
nacimiento, el crecimiento o la muerte; hablar de ellos. No ocultar esta
realidad tampoco a niñas y niños. Aprender el respeto a los animales de
otras especies. Denunciar la violencia injustificada contra ellos.
Seguir el recorrido de las hormigas, de las golondrinas o de las moscas.
Desentrañar
las relaciones y la interdependencia de los ecosistemas, hacer visibles
las relaciones causa-efecto o la complejidad de las relaciones
multicausales. Conocer el deterioro de la producción agrícola
tradicional por efecto del cambio climático. Hacer estudios de los
ciclos de vida completos de aquello que utilizamos (sus costes
materiales y energéticos desde el origen de su producción hasta su
abandono). Hacer visibles los residuos y su toxicidad. Conocer los
vertederos de basuras que el norte tiene en el sur.
Comprender el
metabolismo del propio pueblo o ciudad, es decir, de qué modo y en qué
magnitud es dependiente —y devastadora— de territorios próximos y
lejanos. Cuántas toneladas de materiales entran y salen cada día de
ella. Cuánta energía emplea de modo directo e indirecto. Conocer nuestra
huella ecológica, la de nuestro pueblo y la de la cementera próxima.
El
cuidado es otra experiencia esencial para la valoración de la vida y
para la comprensión de la interdependencia. Otorgar sentido educativo a
los cuidados básicos es un ejercicio central en la sostenibilidad.
Rehabilitar espacios vivos deteriorados, cuidar y rehabilitar relaciones
humanas, practicar las mil tareas domésticas que nos sostienen, son
formas complejas de aprender a atender esa red viva. Calibrar la deuda
de cuidados (la diferencia injusta entre los cuidados recibidos y los
ofrecidos) que se da entre géneros, clases sociales o norte-sur. Exigir
el reconocimiento social y el reparto equitativo y solidario del trabajo
de cuidados.
Comprender la vida significa aceptar sus ritmos, a
menudo lentos. La experiencia de vivir en lentitud, inusual en una
cultura de la inmediatez, puede traer aprendizajes inesperados.
Necesitamos también narraciones orales que nos hablen de estos ciclos
naturales.
Trabajar la centralidad de la vida tiene por objeto
descolgarnos del fuerte antropocentrismo de nuestra cultura y asomarnos a
“la democracia de lo viviente”, en términos de Vandana Shiva: un
sistema de gobierno de la Tierra en el que el interés de todos los seres
vivos (plantas y animales incluidos) importa a la hora de tomar
decisiones.
Vincularse al territorio próximo
Los
ecosistemas se organizan en buena medida en proximidad y viven de lo
próximo. Una escuela para la sostenibilidad es una escuela que existe
como territorio y en el territorio próximo, que se relaciona sobre todo
con lo cercano, que intenta abastecerse de recursos producidos en
proximidad.
Más allá de las vallas está el mundo adulto, el mundo
del barrio, del trabajo, el mercado, las plazas... Hablamos de salir y
colaborar en estos espacios. La tierra en la que crecemos (jugando,
relacionándonos e investigando) se convierte en una referencia afectiva.
Si está en peligro, saldremos en su defensa.
Limpiar el jardín,
decorar vallas, reparar averías, construir, hacerse responsables del
mantenimiento. Antes que una escuela de la simulación y la virtualidad,
es necesaria una escuela del territorio físico real.
Pasear por
suelos sin cementar, jugar en solares, aprender sin techo, usar la bici
como medio de transporte, exponerse al frío y al calor, o recorrer
suelos irregulares con plantas que pinchan son experiencias infrecuentes
y cada vez más necesarias.
También hablamos aquí de abrir las
puertas de la escuela y hacerla permeable a la luz, las familias o a los
conocimientos de tenderos. La construcción de escuelas ha dado lugar a
utilizar criterios de ecoconstrucción y en su gestión, se han
desarrollado ecoauditorías que desvelan sus consumos y hacen propuestas
de reducción.
Es imprescindible hacerse conscientes de que el
territorio del que vivimos y sus frutos tienen límites. Habrá que
aprender qué es limitado y qué es ilimitado, y cómo desarrollar lo
ilimitado que de verdad nos importa (afectos, risa, aprendizaje…).
Cuantificar esos límites y traducir los grandes números a realidades
comprensibles. Necesitamos hacer ya estos cálculos en la escuela y fuera
de ella.
Alentar la diversidad
La diversidad
asegura la complementariedad, permite el reajuste y, en momentos de
crisis, la supervivencia. En un colectivo humano que busca y aprecia la
heterogeneidad nadie se siente fuera, cada cual encuentra el lugar donde
es capaz de aprender y enseñar.
Alentar la diversidad significa
no sólo aceptar el hecho indiscutible de las diferentes necesidades
funcionales y tener presentes las variadas culturas y formas de pensar
que integran nuestra comunidad. Es también organizar grupos
heterogéneos, no separar a la infancia de la vida comunitaria.
Diversificar tareas, responsabilidades, ritmos y recorridos de
aprendizaje. Y facilitar el encuentro de diversas experiencias,
culturas, edades, y especies animales y vegetales.
Tejer comunidad y poder comunitario
La
organización comunitaria ha creado y crea posibilidades nuevas de
intervenir en el mundo y ejercer el poder. Desde la escuela es posible
ayudar a retejer esa malla comunitaria.
El primer paso consiste
en considerar a niños y niñas, actores sociales inteligentes y darles su
espacio de poder. Practicar la conversación, la argumentación y la
escucha, la gestión de la discrepancia, la toma de decisiones
colectivas, la corresponsabilidad, los proyectos grupales, el cuidado de
otras personas, la acogida de quien llega nuevo…
Caben
experiencias como los grupos espontáneos de autoayuda de madres y
padres, las tertulias o grupos de aprendizaje, los procesos de
participación en el diseño de los espacios por parte de niños y mayores,
los presupuestos participativos, las cooperativas para la compra de
materiales educativos, los comedores colectivos, los noticieros o
revistas de elaboración local, la autogestión del viaje de estudios...
La asamblea, por ejemplo, es una herramienta clave de funcionamiento
horizontal para los grupos, que es importante practicar.
La escuela puede aprender de los movimientos sociales, del feminismo, de las cooperativas de trabajo o de las revoluciones.
Hacer acopio de saberes que acercan a la sostenibilidad
En
toda la historia los pueblos han desarrollado una gran cantidad de
conocimientos útiles para la vida. Son saberes funcionales, adaptados al
territorio en el que se vive y que a menudo responden a una lógica
holística.
Nuestra cultura despreció estos saberes por no ser
científicos, pero en la memoria de nuestros mayores y en otras culturas
existen claves útiles a la sostenibilidad. La escuela puede colaborar en
mantener vivos estos conocimientos que quizá sean necesarios en un
mundo que habrá que vivir de forma más sobria.
Proponemos
recuperar habilidades para producir y preparar alimentos, para remendar
ropa, para arreglar un mueble, desatascar una tubería y, en definitiva,
para reducir el consumo, cuidar, conservar, reutilizar y arreglar y, si
esto no es posible, reciclar.
Los saberes también pueden ser
fruto de la construcción colectiva. Existen libros de texto creados
colectivamente o programas de radio realizados por niños y niñas que se
convierten en materia de estudio para sus compañeros del grupo de clase.
Se
trata de desarrollar una cultura de la suficiencia, ajustada a un mundo
de recursos limitados. Los conocimientos sobre cómo cuidar a quienes lo
necesitan forman parte imprescindible de este bagaje cultural.
Desenmascarar y denunciar el actual modelo de desarrollo.
No
hay sostenibilidad posible dentro de este modelo de organización social
y económica. Por eso es imprescindible explicar conceptos como:
globalización económica, metabolismo de la gran ciudad, huella
ecológica, deuda ecológica, cultura patriarcal, privatización,
transnacionales, equidad... de modo que sean comprensibles también a
niños y niñas.
Algunas prácticas posibles pueden ser organizar
una campaña, denunciar las transnacionales y las patentes de semillas,
reclamar un espacio, hacer boicot a ciertos productos, denunciar el
despilfarro, ocupar las calles, hacer contrapublicidad, pacificar el
tráfico, dibujar pancartas, desobedecer y argumentar la desobediencia,
denunciar a la televisión, tirarla, usar medios de comunicación
alternativos, crear medios de comunicación propios. Todas estas son
prácticas que se pueden aprender en la experiencia cotidiana y preparan
para luchar contra un sistema inmoral y ecológicamente inviable.
Hay
quienes piensan que los niños y niñas deben vivir apartados de estos
problemas, pero se trata de su mundo, del presente y del futuro. No
podemos negarles estos conocimientos, aunque dejando claro que somos las
personas mayores —y algunas más que otras— las principales responsables
del desastre.
La escuela puede convertirse en una bolsa de resistencia y denuncia, y proporcionar así una esperanza de cambio.
Experimentar alternativas
Vivir
bien con menos podría ser una de nuestras máximas. La equidad, el
equilibrio ecológico y la buena vida, algunas de las nuestras metas.
Los
seres humanos, y más aún las niñas y niños, saben que el núcleo de la
felicidad no reside en la marca del juguete que les regalan, ni siquiera
en los gigas del MP3, sino en el afecto y la seguridad que experimentan
en su mundo. Los grandes placeres de la vida suelen ser ilimitados y
gratuitos: tener amigas, cantar, dar y recibir caricias, resolver
enigmas... Para dibujar el futuro habrá que repensar también desde la
escuela cómo sería una vida buena que pueda ser generalizada a toda la
humanidad.
También cabe en la escuela, poner en marcha pequeñas
alternativas locales que ya se están experimentando en diferentes
lugares: participar en cooperativas de consumo, bajar la velocidad,
facilitar accesos en bicicleta, usar el sol para todo lo que podamos,
promover leyes contra el despilfarro, comprender el efecto del consumo
masivo de carne, organizar mercadillos o sistemas de trueque,
desarrollar proyectos de micropolítica… La lista puede extenderse hasta
donde alcance nuestra fuerza y nuestra imaginación. El movimiento por el
decrecimiento y otros muchos están comenzando a desarrollar propuestas
para vivir de modo más austero, más armónico con el medio, y pueden
servirnos de inspiración.
En definitiva, se trata de reducir
nuestra huella ecológica, aumentando la equidad del planeta y la
felicidad humana. Nada más. Y nada menos.
Queda al fin un
interrogante esencial: ¿Es posible una educación sostenible en un
planeta insostenible? ¿Podría la educación remover un mundo asentado
estructuralmente en la insostenibilidad? Probablemente no baste, pero es
sin duda una de las piedras de toque para cambiar el rumbo suicida de
la historia.
Notas
[1]
Aunque toda su producción bibliográfica es interesante su libro más
emblemático es Pedagogía del oprimido, Freire, P (1994) Pedagogía del
oprimido, Siglo XXIFuente: http://www.ecologistasenaccion.org/article15450.html