Un
día el mundo amaneció con la noticia que Irak tenía en su poder bombas
de destrucción masiva; un plan maquiavélico de Estados Unidos al que se
unieron el Reino Unido, Polonia, Australia y España -como primer
frente-. Así fue como vimos en el 2003 el inicio de la guerra de
Irak. Un genocidio despiadado contra el pueblo iraquí que fue anunciado
en los noticieros internacionales como un simple daño colateral.
Mientras, a los soldados estadounidenses se les condecoró por semejante
valentía en defensa de la humanidad y de la patria y, son hoy
venerados veteranos de guerra.
Saddam
Hussein fue acusado de dictador y a su cabeza se le puso precio. Lo
demás es historia mal contada por la mediatización mundial. ¿Qué pasó
con el petróleo y el oro iraquí? ¿En dónde están las armas de
destrucción masiva que supuestamente tenía Irak en su poder? ¿Qué
es hoy en día del pueblo iraquí? ¿Sus museos, monumentos antiguos,
parques recreacionales, escuelas, hospitales?
Todo
fue destruido con la finalidad de arrancar de raíz la cultura,
identidad y memoria y marcar un retroceso que no le permita ponerse en
pie durante décadas. Acabaron con campos de cultivo, fuentes de
alimentación, con el transporte. Ni qué hablar de niñas, adolescentes y
mujeres que fueron abusadas sexualmente por soldados estadounidenses, en
ese botín de guerra tan propio del patriarcado, la misoginia y del
machismo.
Cuando
emergía la Primavera Árabe, en el 2011 el Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas aprobó la intervención exterior para derrocar a Muamar
Gadafi, entonces fueron Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Bélgica,
España, Canadá, Dinamarca y Qatar los encargados de la invasión y la
matanza. De las torturas, desapariciones forzadas, y de las violaciones
sexuales a niñas, adolescentes y mujeres como premio a semejante
sacrificio por parte de las tropas invasoras.