sábado, 29 de noviembre de 2014

La agroecología es la solución al hambre y al cambio climático


Agroecología
En este análisis para IPS, Kirtana Chandrasekaran y Martín Drago, coordinadores de programa de Soberanía Alimentaria de Amigos de la Tierra Internacional, destacan que la agroecología campesina es la única solución a los enormes desafíos causados por el hambre y el cambio climático. Acabar con el hambre en el mundo sería alcanzable con una transformación fundamental del sistema agroalimentario mundial: un cambio radical de la agricultura industrial a la agroecología para la soberanía alimentaria, subrayan.

Científicos especializados en cambio climático emitieron el 2 de noviembre su más reciente advertencia de que la crisis climática está empeorando rápidamente en varios aspectos. Prevén que el cambio climático afecte la productividad agrícola, cuya consecuencia será la afectación de la seguridad y soberanía alimentaria de muchos países.
¿Adoptarán nuestros gobiernos las medidas urgentes y necesarias para abordar estas crisis? Tienen una oportunidad en la próxima ronda de negociaciones de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que se realizará en Lima, del 1 al 12 de diciembre.
Los campesinos y campesinas como el salvadoreño Adolfo son los principales productores de alimentos hoy en día. Necesitamos de ellos, y no de la producción industrial, para alimentar al planeta en el contexto del cambio climático y de la degradación generalizada de los recursos naturales.
En nuestro planeta, 805 millones de personas padecen hambre crónica y el sobrepeso y la obesidad afecta a más de 2.000 millones de personas; 65 por ciento de la población mundial vive en países donde el sobrepeso y la obesidad matan más personas que la desnutrición.
El problema no es la falta de alimentos, sino su distribución desigual. El acceso a los alimentos está definido por la riqueza y el lucro, en lugar de la necesidad. Se promueve el libre comercio por encima del derecho a la alimentación. Como consecuencia de ello, la mitad de los granos del mundo se utilizan para alimentar a animales criados en establecimientos industriales y una proporción importante de cultivos básicos en la alimentación se convierten en agrocombustibles para alimentar autos. Así, las personas hambrientas se quedan sin alimentos para dárselos a los consumidores ricos
Quienes padecen hambre son principalmente las personas pobres de las zonas rurales en los países en desarrollo, fundamentalmente productores a pequeña escala de África y Asia. Casi una de cada nueve personas se va a dormir con hambre cada noche.
No es el caso de Adolfo y su familia, a pesar de vivir en una zona que fue devastada por los efectos del cambio climático y las inundaciones, el Valle Lempa en El Salvador. Él conoce por experiencia propia que la diversidad agrícola y la conservación en manos campesinas de las semillas tradicionales son fundamentales para el sustento de los productores a pequeña escala.
La enorme mayoría de los gobiernos de todo el mundo han ignorado a los productores a pequeña escala durante décadas, sumiendo a millones de ellos en la pobreza. Sin embargo, ellos y ellas siguen siendo quienes producen la mayor parte de los alimentos del mundo, utilizando variedades tradicionales de semillas y sin recurrir a insumos industriales.
En África, los campesinos y campesinas cultivan prácticamente todos los alimentos que se consumen a nivel local. En América Latina, 60 por ciento de la producción, incluida la carne, proviene de pequeñas fincas familiares. En Asia, centro mundial de la producción de arroz, prácticamente todo el arroz se cultiva en granjas de menos de dos hectáreas.
Aun así, el agronegocio y algunos gobiernos promueven fuertemente la agricultura industrial (basada en monocultivos, semillas híbridas y plaguicidas y fertilizantes químicos) como la mejor forma de alimentar al planeta.
Además, la agricultura industrial es una de las mayores contribuyentes al cambio climático, debido a su alto consumo de combustibles fósiles, pesticidas y fertilizantes y a sus impactos sobre suelos, aguas y biodiversidad. Existe suficiente evidencia de que está destruyendo los recursos de los que dependemos para producir nuestros alimentos.
Pero los promotores de la agricultura industrial hacen caso omiso de sus impactos ambientales.
Sabiendo el gran reto que representa el cambio climático, ya que podría reducir considerablemente la productividad agrícola, especialmente en los países en desarrollo, otros son los caminos que se deberían fomentar.
Por otro lado, los defensores de la agricultura industrial la justifican señalando que debido a la creciente población mundial se necesitarán producir más alimentos y para ello es necesario aumentar los rendimientos. Pero sabemos que producir más alimentos y aumentar el rendimiento no son los únicos retos. De hecho, ya producimos suficientes alimentos para alimentar a nuestra población actual y futura.
El problema no es la falta de alimentos, sino su distribución desigual. El acceso a los alimentos está definido por la riqueza y el lucro, en lugar de la necesidad. Se promueve el libre comercio por encima del derecho a la alimentación.
Como consecuencia de ello, la mitad de los granos del mundo se utilizan para alimentar a animales criados en establecimientos industriales y una proporción importante de cultivos básicos en la alimentación se convierten en agrocombustibles para alimentar autos. Así, las personas hambrientas se quedan sin alimentos para dárselos a los consumidores ricos.
Para erradicar el hambre es imprescindible aumentar los ingresos de los sectores empobrecidos y contribuir a que los productores y productoras de alimentos a pequeña escala puedan mantener sus modos de vida, para alimentarse y alimentar al mundo de forma sustentable.
Pero la salida estructural al hambre y la pobreza se encontrará construyendo la soberanía alimentaria de los pueblos. Es decir, “el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo”, resume la Declaración de Nyéléni con que concluyó el Foro Mundial por la Soberanía Alimentaria, realizado en Malí en 2007.
Para ello, es imprescindible: que el control de los sistemas y políticas agroalimentarias recaiga en aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos, en lugar de en los mercados y las corporaciones; priorizar las economías y los mercados locales y nacionales; fomentar la sostenibilidad ambiental, social y económica de la producción, la distribución y el consumo; y garantizar el derecho de los productores de alimentos al acceso y la gestión de la tierra, las aguas, las semillas y la biodiversidad en general.
“La Soberanía Alimentaría supone nuevas relaciones sociales libres de opresión y desigualdades entre hombres y mujeres, pueblos, grupos raciales, clases sociales y generaciones”, destaca también la Declaración de Nyéléni.
La soberanía alimentaria incluye el derecho a la seguridad alimentaria. Pero un país que se centra solamente en lograr la seguridad alimentaria no distingue de dónde provienen los alimentos ni las condiciones en las que se producen y distribuyen.
Los objetivos nacionales de seguridad alimentaria a menudo se logran mediante la producción de alimentos en condiciones de destrucción del medio ambiente y de explotación social que destruyen a los productores locales de alimentos, mientras benefician a las empresas del agronegocio.
En los últimos años, varios organismos de las Naciones Unidas han reconocido que la agroecología es la forma más eficaz para combatir las crisis alimentaria, ambiental y de pobreza. Un análisis de la agroecología, realizado en 2011, evidenció que tiene el potencial de duplicar la producción de alimentos en 10 años.
Hasta una fracción de dicha ganancia puede disminuir considerablemente el hambre en el mundo. Las pruebas son claras, pero cambiar el sistema agroalimentario mundial es difícil.
Para hacer frente a este desafío surgió el movimiento por la “soberanía alimentaria”; que cuenta con el respaldo de más de 300 millones de mujeres y hombres, productores de alimentos a pequeña escala, consumidores y activistas por la justicia ambiental y los derechos humanos, entre otros.
El poder de las empresas de semillas y plaguicidas como Monsanto y Syngenta, de supermercados gigantes como Wal-Mart y de empresas productoras de granos como Cargill ha crecido tanto que ejercen mucha influencia en las políticas agroalimentarias nacionales y globales. Esto asegura que el agronegocio reciba miles de millones de dólares en subvenciones y apoyo normativo.
Acabar con el hambre en el mundo está a nuestro alcance, pero se necesita una transformación fundamental del sistema agroalimentario mundial: un cambio radical de la agricultura industrial a la agroecología para la soberanía alimentaria.
Esta transformación sin duda tendría repercusiones muy positivas en la crisis climática: menos agricultura industrial y más producción agroecológica equivalen a menos emisiones de carbono, algo fundamental para protegernos del cambio climático.
Adolfo y millones de productores y productoras como él están en la primera línea de esta transformación y los líderes mundiales deben brindarles mucho más apoyo -a nivel de la ONU, así como en el plano nacional y local- si se proponen seriamente solucionar las crisis climática y alimentaria.
Kirtana Chandrasekaran y Martin Drago coordinan el programa de Soberanía Alimentaria de Amigos de la Tierra Internacional.
(Las opiniones de este artículo corresponden a sus autores y no representan necesariamente las de IPS, ni pueden atribuírsele)
Editado por Estrella Gutiérrez.
Fuente: IPS

El aguacero empieza con una sola gota




Las grandes y profundas crisis, esas que suceden de tanto en tanto pero son parteaguas, pueden crear movimientos antisistémicos de larga duración, o sea, movimientos que no se agoten en movilizaciones que, por numerosas que sean, son necesariamente efímeras. Los movimientos, por el contrario, perduran, no se desvanecen con el paso del tiempo, son capaces de trascender coyunturas y adoptan un empuje propio que los lleva mucho más lejos de lo que pueden las inercias del momento.
Las crisis profundas rompen las barreras y los tabiques construidos por los de arriba para separar en compartimentos estancos a los diversos abajos, como forma de impedir la convergencia de las rebeldías. Sólo durante las crisis se producen esos desbordes que ponen en contacto movimientos nacidos en distintos periodos, entre diversos sectores de la sociedad, en geografías variadas y en dolores heterogéneos que, en esos precisos momentos, se reconocen y abrazan.
El 15 de noviembre los familiares y compañeros de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa acudieron al caracol Oventik para reunirse con el EZLN, como parte de las caravanas que recorren el país. En los momentos de mayor dolor, fueron en busca de sus iguales, donde encontraron escucha y respeto. Fuimos nosotros los que los buscamos porque conocemos su posición política y sus formas de trabajo, dijeron.
Siento que las palabras de la comandancia general en la voz del subcomandante insurgente Moisés merecen ser leídas cuidadosamente, porque nacen del corazón de uno de los más trascendentes movimientos contemporáneos. Resumen la sabiduría colectiva acumulada durante tres décadas por los rebeldes chiapanecos que, a su vez, encarnan cinco siglos de resistencias contra la dominación colonial y el más consistente empeño por crear un mundo nuevo.
Las palabras de la comandancia ya están siendo debatidas por colectivos en muchos lugares del mundo. Tres cuestiones me parece necesario destacar, aunque es seguro que los miles que las discutan encontrarán más y mejores argumentos en el texto zapatista.
El dolor y la rabia, convertidos en dignidad activa, crean los movimientos. Son el núcleo que echó a andar todo, dijo Moisés. Rabia, rebeldía y resistencia que contrastan con los debates sobre tácticas y estrategias, programas, métodos de lucha y, por supuesto, quién o quiénes dirigen. Esto es lo primero. Sin esto, no hay nada, por más elucubraciones teóricas que se ensayen, por más discursos y análisis racionales que se elaboren. Las rebeliones, las revoluciones, los grandes movimientos, nacen de la rabia, motor de todas las luchas y las dignidades colectivas.
Es la rabia organizada, hecha dignidad, la que impide que los rebeldes terminen vendiéndose o claudicando, en un mundo donde el cálculo racional dice que lo mejor es adaptarse a la realidad, acomodarse lo más arriba que se pueda, porque vencer a los poderosos es casi imposible. Es la rabia (bronca, decimos en el sur) lo que puede hacernos traspasar el umbral de lo imposible; no el programa ni el lúcido análisis académico que, en todo caso, sirven a la rabia, pero nunca la sustituyen.
La segunda cuestión a destacar son esos maravillosos y sabios párrafos donde se desgrana la propia historia: el abandono de 99 de cada 100 de los que se acercaron en los momentos de euforia, hasta quedar sólo uno, una, precondición indispensable para que suceda algo terrible y maravilloso: descubrir que hay millones como ese uno, una. Esto es sabiduría rebelde, esa que sólo se puede aprender viviéndola. Quien no se ha quedado solo, sola, no puede descubrirse en otros y otras, no puede seguir adelante contra viento y marea. Es la historia del zapatismo.
Es la historia de Olga Arédez, Madre de Plaza de Mayo, que durante años dio vueltas a la plaza, sola, reclamando la aparición con vida de su esposo, ante la indiferencia de sus vecinos de Ledesma, un pueblo acobardado por la familia propietaria del ingenio azucarero. Cuánta dignidad había en su frágil cuerpo para seguir, en soledad, dando vueltas y vueltas a la plaza, hasta horadar el miedo de sus vecinos. Gracias a su terca persistencia fueron juzgados los dueños del ingenio Ledesma, que habían provocado apagones durante los cuales el ejército desapareció a 400 militantes sociales y políticos. El oligarca Carlos Pedro Blaquier, dueño del ingenio, fue procesado.
La tercera es el tiempo. No será fácil, dice Moisés. No será rápido. Lo fácil y rápido es crear un partido electoral, como recomiendan colonialmente algunos académicos decoloniales. Es el modo para que las masas les abran el camino al poder, como dice el comunicado leído en Oventik. No hay magia capaz de convertir la rabia en votos sin volverla mercancía, objeto intercambiable por otros objetos en el mercado de la política institucional. Manifestaciones a cambio de sillones; organizaciones enteras que se negocian por cargos, y así.
Sólo el tiempo tiene la capacidad de sedimentar las cosas. De hacer que los sobrevivientes de un ciclo de luchas se conecten con los que están iniciando nuevos combates. La historia de los de abajo está plagada de rebeliones y revoluciones. En ellas aparecen personas y colectivos que persisten más allá del momento, los militantes. Entre ellos, y eso también nos lo enseña la historia, se reclutan a menudo los miembros de las nuevas élites o clases dominantes.
El desafío es que esos militantes no se vendan por un cargo ni bajen los brazos pero, también, que obedezcan al pueblo, que no se manden solos. Luego de un puñado de revoluciones triunfantes a lo largo de casi un siglo, este es un desafío mayor que seguimos enfrentando. De eso trata el texto de la comandancia. El zapatismo desafía la ley de hierro de la oligarquía de Robert Michels, que aseguraba que siempre gobernará una minoría, que toda organización se vuelve oligárquica.
Eso explica, de paso, por qué los políticos de arriba los odian y por qué los de abajo que resisten los toman como referencia.
Fuente: www.jornada.unam.mx/2014/11/28/index.php?section=opinion&article=029a1pol