Alainet
Si bien desde hace décadas, en instancias
internacionales, los gobiernos han asumido compromisos para lograr un
planeta que garantice una alimentación digna para todos y todas, el
hambre perdura como un asunto crítico irresuelto. En 1974, la
Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Alimentación,
precisamente, estableció como objetivo: “dentro de una década ningún
niño se irá a dormir con hambre… ningún ser humano se verá afectado por
la desnutrición”.
Hoy, alrededor de 795 millones de personas
padecen hambre en el mundo. Más de 34 millones son de América Latina y
el Caribe, región que produce y exporta más alimentos en el planeta,
pero también donde hay mayor desigualdad e injusta distribución de la
riqueza. Según declaraciones de José Graziano da Silva, Director General
de la FAO, en la XXXIV Conferencia Regional de este organismo,
realizada en México del 29 febrero al 3 marzo de 2016, se acordó “acabar
con el hambre y la malnutrición en menos de diez años”.
Buenos
propósitos, magros resultados. ¿Por qué? Por insistir en soluciones
erradas, pero que benefician con creces a los grandes intereses que se
mueven en este campo sobre la base, entre otros, de dos mitos: la
escasez y el incremento de la producción y la eficiencia. La realidad es
que no hay falta de alimentos, pues el sector campesino está en
capacidad de producir alimentos para todo el mundo, pero sí abundantes
intereses mercantiles en la alimentación que se traduce en una
distribución inequitativa.
En los años ’60, como “solución” se impulsa la llamada revolución verde
de la agricultura que con el tiempo terminó por establecer un reparto
cada vez más injusto, la pérdida de diversidad biológica y de suelos
fértiles, y una creciente dependencia alimentaria supeditada al
agronegocio. Y, hoy, como relevo, se pretende dar continuidad a lo mismo
a partir de una nueva revolución tecnológica: la biotecnología
asociada a la ingeniería genética, impulsada por un puñado de
corporaciones que busca el control monopólico del sistema alimentario
global.
De hecho, desde la década de los ’90 asistimos a una nueva
fase del capitalismo hegemonizada por el capital financiero y las
corporaciones transnacionales [1], que pasan a controlar la producción y
el comercio mundial de las principales mercancías. Situación que
repercute en cambios estructurales en la producción agrícola, debido al
despliegue de un nuevo modo de producir basado en el monocultivo, con el
uso extensivo de la tierra y la búsqueda de la mayor escala posible, el
empleo intensivo de agrotóxicos y de la mecanización, y la imposición
de semillas propietarias y transgénicas.
En esta nueva fase, se va
diluyendo la distinción entre banca y empresas comerciales de materias
primas, al tiempo que los bienes comunes –como la tierra, el agua, la
energía, los minerales, etc.- se tornan en meras mercancías. Y es así
que la presencia de actores financieros en el sistema alimentario global
ha dado pábulo para que se monte la manipulación especulativa del
mercado de alimentos, porque ahora éstos se transan en las bolsas de
valores internacionales. ¿Se acuerdan de la crisis alimentaria que
explotó en 2008?
Una alternativa político-estratégica
Reivindicando
el principio que la alimentación es un derecho humano y no una
mercancía más, el movimiento internacional Vía Campesina propone la
noción de la soberanía alimentaria como alternativa
político-estratégica al agronegocio y su matriz socialmente injusta;
económicamente inviable; subordinada a grandes corporaciones (cuyo
propósito es el incremento de sus ganancias), insustentable para el
medio ambiente; y con una producción de alimentos con graves
consecuencias para la salud [2].
Esta propuesta aborda cuestiones
estructurales para impulsar un modelo de producción alternativo, como el
uso de la tierra y el territorio, la apropiación y gestión de los
recursos, la agroecología, el comercio local e internacional, el
desarrollo sostenible, la acción participativa, derecho a la
alimentación, etc.
Específicamente, para la Vía Campesina, la
soberanía alimentaria es el derecho de la población a producir y
consumir comida saludable y culturalmente adecuada, obtenida con métodos
ecológicamente sostenibles; lo que solo es posible si se fortalece la
agricultura campesina y sus sistemas de producción. En tal sentido,
abarca y supera el concepto de seguridad alimentaria planteada por la
FAO –que hace referencia sólo a la disponibilidad y acceso a los
alimentos para combatir el hambre– y el derecho a la alimentación.
Es
decir, no se trata únicamente de producir una cantidad de alimentos que
permita dar de comer al conjunto de la población, tal como se define la
seguridad alimentaria, sino también de contemplar la calidad de esa
producción, es decir, definir qué, dónde, cómo y cuánto se produce, que
son las preguntas que hay que responder a través de la construcción de
la soberanía alimentaria.
Por lo mismo, la soberanía alimentaria
incorpora el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas y
estrategias sustentables de producción, distribución y consumo de
alimentos que garanticen el derecho a la alimentación para toda la
población, con base en la pequeña y mediana producción, respetando sus
propias culturas y la diversidad de los modos campesinos, pesqueros e
indígenas de producción agropecuaria, de comercialización y de gestión
de los espacios rurales, en los cuales la mujer desempeña un papel
fundamental.
Integra, igualmente, componentes multiétnicos y
culturales, la gestión del territorio, la prioridad a la alimentación de
la población local y de los sectores más vulnerables, la reforma
agraria, la agroecología, comida sana, la protección de las semillas
criollas, políticas de distribución de alimentos no sometidas a las
exigencias del mercado, rescate de saberes tradicionales, capacitación, y
mucho más.
Principios clave
La soberanía alimentaria, en síntesis [3], se expresa en los siguientes principios:
• Los alimentos no son mercancía; deben ser suficientes, nutritivos y culturalmente adecuados para los pueblos y las comunidades.
• Los/as productores/as de alimentos, mujeres, hombres, pequeños agricultores, pueblos indígenas, pescadores artesanales, habitantes de los bosques y trabajadores/as agrícolas, deben ser revalorizados/ as por ser actores y actrices claves para su construcción; no deben ser subestimados por políticas ni programas que los/as colocan sólo como destinatarios/as de políticas asistencialistas.
• Quienes producen y consumen alimentos deben ser el centro de la toma de decisiones sobre las cuestiones alimentarias, rechazando los acuerdos y prácticas que otorgan poder a las corporaciones transnacionales para decidir sobre nuestra alimentación.
• La producción de los alimentos debe ser localizada para evitar enormes desplazamientos hasta llegar a los/as consumidores/as y el control del sistema alimentario debe ser local. Los/as productores/ as y la propia comunidad tienen que tener el control sobre el territorio, las semillas y demás bienes comunes, con el propósito de evitar su privatización y preservar la biodiversidad.
• La soberanía alimentaria recupera las habilidades y los conocimientos tradicionales del campesinado y las comunidades indígenas, favoreciendo su transmisión a las generaciones futuras.
• El sistema alimentario debe interactuar con la naturaleza, respetando sus ciclos, para lo cual son necesarios métodos de producción agroecológica que maximizan las funciones beneficiosas de los ecosistemas. Esta característica implica un claro rechazo a los monocultivos, las explotaciones ganaderas de factoría y la industrialización a gran escala.
Las
organizaciones del campo identifican, a la vez, diversos factores que
limitan el avance en la práctica de este modelo alternativo. Éstos
incluyen, entre otros, las distancias entre producción y consumo, en las
ciudades, junto a la cultura consumista centrada en los centros
comerciales y los supermercados. Además, los sectores sociales urbanos
de bajos ingresos no siempre están en posibilidad de permitirse pensar
en una buena alimentación, cuando lo primordial es llenar el estómago, y
al menor costo.
Mientras las experiencias de construcción de la
soberanía alimentaria han avanzado principalmente en comunidades locales
u organizaciones sociales, en la mayoría de casos aún no se han
desarrollado suficientes estrategias específicas, instrumentos jurídicos
ni infraestructura que permitan pensarla a niveles geográficos más
amplios, provinciales o nacionales.
Por ello, la soberanía
alimentaria implica considerar a la alimentación no como una cuestión
personal y dependiente del poder adquisitivo, sino como un sistema
alimentario que implica un proceso complejo que abarca la producción, el
transporte, la comercialización, el consumo, las políticas económicas,
sociales y científicas y las acciones de los movimientos sociales y de
consumidores, que hacen que el alimento sea considerado un derecho.
Desde
hace más de dos décadas, la Vía Campesina y otras entidades aliadas han
venido desarrollando este concepto desde la teoría y la práctica, a
nivel mundial, proceso que se ha plasmado en una serie de planteamientos
y posiciones de consenso que se han venido afinando y que se ve
reflejado en los acuerdos sucesivos de una serie de eventos
internacionales.
Un logro importante en el escenario internacional
es que se ha colocado el tema de la soberanía alimentaria en las
Naciones Unidas e incluso en las constituciones y políticas públicas de
algunos países. Sin embargo, como suele suceder en tales casos, el
sentido mismo del término “soberanía alimentaria” está en disputa, en
vista de que las instituciones que lo adoptan luego pueden tratar de
vaciar el contenido político, como está sucediendo en la FAO, cuando se
lo pretende equiparar al concepto de agricultura familiar.
Notas: [1] João Pedro Stedile y Osvaldo León, Reforma Agraria Popular: “Una alternativa al modelo del capital”, En el año de la agricultura familiar: Políticas y alternativas en el agro, Revista América Latina en Movimiento Nº 496, ALAI, junio 2014.
[2] Basta constatar las cifras de la población afectada por la desnutrición, por un lado, y las referidas a quienes crecientemente padecen obesidad, por otro; y bien se puede añadir también las que dan cuenta del desperdicio de alimentos. Según la FAO, con los alimentos que se pierden en la región se podría alimentar al 37% de quienes sufren hambre.
[3] Patricia Agosto y Marielle PalauHacia la construcción de la Soberanía Alimentaria. Desafíos y experiencias de Paraguay y Argentina, Asunción, BASE-IS, Equipo de Educación Popular Pañuelos en Rebeldía, CIFMSL, diciembre 2015. - Texto introductorio de la edición de abril 2016 de la revista América Latina en Movimiento (No. 512) de ALAI, titulada “Por los caminos de la soberanía alimentaria”. Fuente: http://www.alainet.org/es/articulo/176752
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