Nunca he militado en las causas feministas con gran fervor, porque quizá nunca en mi vida había asistido a espacios donde sintiera la necesidad de reivindicar los derechos que tengo como mujer, como un ser humano, de ser respetada por mis capacidades intelectuales y esfuerzos militantes por transformar la realidad de mi país, como lo siento ahora. Gracias a tantas mujeres que se han esforzado por hacer visible lo invisible, hoy las mujeres que nos atrevemos a disputar espacios de poder tenemos herramientas analíticas, certezas morales y pensamiento crítico para darnos cuenta de las formas sutiles de discriminación que aún seguimos afrontando, y luchar.
Ser una mujer joven, con voz y cabeza propia, resulta caro cuando se deciden asumir posiciones de poder en la sociedad. Desde que decidí aceptar ser ministra, no faltaron comentarios que descalificaron mis capacidades para asumir el cargo: entre los más “progresistas” líderes no faltó quien me calificara de “Miss Agricultura Urbana”, descalificándome de antemano por mi apariencia física; otros sólo podían creer que había llegado a ser ministra porque me “había acostado” con algún hombre de poder, sin siquiera saber quién soy, por el simple hecho de ser joven y mujer me colocaba como mero objeto sexual de un tablero político, además decadente. Al parecer una mujer como yo no encajo en las formas de la política que conocemos, y aunque eso resulta revolucionario en sí, en tanto me convierte en expresión de la nueva política que construimos, no deja de ponerme enfrente los desafíos que seguimos teniendo como mujeres para transformar las formas cómo se construye y se administra el poder.
La política heredada del siglo XX, ha empujado a las mujeres a parecerse a los hombres para poder ser respetadas y valoradas. Pareciera que el poder está negado para las mujeres que deciden ser mujeres en sus maneras de expresarse, de pensar, de accionar, de vestirse y de relacionarse naturalmente con sus iguales: los políticos-hombres. Las formas sutiles de discriminación y desprecio al valor de la mujer en la toma de decisiones públicas, han transformado a las mujeres en sujetos masculinizados y cargados de imposturas de amargura para simular un ejercicio digno del poder. Pero porque me niego a dejar de ser quién soy, lo feliz y capaz que me siento siendo mujer a mis anchas, me pregunto, al ver a muchas compañeras que tienen tiempo en estos lides, ¿hasta dónde han llegado las heridas de las mujeres que deciden incursionar en el poder, que se han visto obligadas a construirse una coraza de imposturas para proteger su estima y desempeñar sus funciones?
No me cabe duda que han sido profundas, y porque somos lo nuevo, encarnamos la nueva política que pare el siglo XXI, hay que decir que allí donde se desarrolla la real politik de las altas esferas, en los pasillos, en los comentarios sueltos, miradas, chistes e insinuaciones de todo tipo, allí hay que luchar. Es en esos espacios que están fuera del tiempo formal y de las cámaras de televisión, donde se forjan las heridas a las mujeres, con el sólo fin de hacernos sentir que no cabemos allí, recordarnos e imponernos con los gestos y consensos masculinos que ese espacio es de ellos, de los que siempre han tenido el poder.
La racionalidad del siglo XX, nos hubiera condenado al lugar de la culpa y el silencio ante estas formas sutiles de desprecio, obligándonos a auto-condenarnos, a recriminar lo que somos, a dudar de nuestras maneras y forzarnos a simular ser lo que el poder razonado por hombres espera que sean las y los sujetos del poder. Sin embargo, gracias a esas heroínas que rompieron las duras membranas de la participación política convencional, el pensamiento femenino que se abre en el siglo XXI nos ofrece la posibilidad de afirmarnos en lo que somos, como semillas de lo nuevo.
Este siglo, donde la humanidad en su integralidad está en crisis, nos exige dar un paso al frente para cambiar por completo las formas de comprender y producir poder, un poder potencia que permita que las mayorías podamos hacer para transformar. Atrevernos a un poder pensado y ejercido por mujeres supone darnos la oportunidad de cambiar; pasar de un poder concentrado en élites, sujetos especiales diseñados para ejercer el poder desde posturas fabricadas para amedrentar y excluir a un poder democratizado en miles, que transforma desde la afirmación de sus realidades y posibilidades para reconocerse complementarios e iguales a otros.
Apostar por la dignidad de las mujeres es apostar por nuevas formas de racionalidad y ética política que aún estamos por cristalizar, pero que desde ya podríamos decir que disputan un poder transparente, que no simula; que confía e incluye al otro porque lo considera igual, que no juzga o fustiga porque construye amorosamente. Que no opera como “un padre de familia” que “cuida u organiza” la casa, sino como “una madre de familia” que reconoce su potencia a partir de la de cada cual, abriendo posibilidades para construir potencias colectivas capaces de levantar la casa. Desde ese mundo posible que piensan y construyen las mujeres y todos los sujetos que han sido expulsados del universo del patriarca, construiremos nuestro futuro.
Fuente: https://lorenafreitez.wordpress.com/2016/04/22/las-mujeres-y-el-poder-la-politica-del-siglo-xxi/
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