lunes, 4 de enero de 2016

Catorce años después del 11-S, la guerra contra el terror realiza todo lo que bin Laden quería que pasara


Como Al Qaeda no tenía los recursos ni la capacidad, nos empujó a nosotros para que lo hiciéramos


The Nation

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García


Han pasado 14 años que parecen increíbles. ¿Realmente los hemos vivido? ¿Estamos viviéndolos todavía? ¿En qué medida es eso improbable?Resultado de imagen de 11-SCatorce años de guerras, intervenciones militares, asesinatos, tortura, secuestros, localizaciones clandestinas, de crecimiento del estado nacional de la seguridad de Estados Unidos hasta unas proporciones monumentales y de la expansión del extremismo islámico en la mayor parte del Gran Oriente Medio y África. Catorce años de dispendios astronómicos, infinidad de campañas de bombardeo y una política militar en el exterior de primera magnitud en la que se repiten las derrotas, los chascos y los desastres.
Catorce años de una cultura del miedo en Estados Unidos, de interminables alarmas y advertencias, pero también de funestos presagios de ataques terroristas. Catorce años del entierro de la democracia estadounidense (o, mejor dicho, de su conversión en escenario multimillonario y fuente de espectáculo y entretenimiento, que no de gobierno). Catorce años de propagación del secretismo, de clasificación de cada documento producido, de feroz persecución de los denunciantes de conciencia y del impulso cuasi religioso de mantener “seguros” a los estadounidenses dejándoles en la oscuridad acerca de lo que está haciendo su gobierno. Catorce años de desmovilización de la ciudadanía. Catorce años del surgimiento de la corporación guerrera, de la transformación del conjunto de actividades militares y de espionaje en unas actividades lucrativas y de la proliferación de innumerables contratistas privados que trabajan para el Pentágono, la NSA, la CIA y muchos otros segmentos del estado nacional de la seguridad para asegurar su funcionamiento. Catorce años de nuestras guerras regresando a casa en la forma de trastornos de estrés postraumático (PTSD, por sus siglas en inglés), de militarización de la policía y de expansión en la “patria” de tecnologías propias de zonas de combate como los drones y los vehículos UMV. Catorce años de despliegue de todo tipo de vigilancia y de desarrollo de un sistema planetario de vigilancia cuyo alcance –desde líderes extranjeros hasta grupos tribales en las zonas más remotas de la Tierra– dejaría estupefactos a quienes gobernaban los estados totalitarios del siglo XX. Catorce años de misérrima inversión en la infraestructura de Estados Unidos y ni siquiera un kilómetro de tren de alta velocidad construido en algún lugar de este país. Catorce años en los que se iniciaron las guerras de Afganistán 2.0, de Iraq 2.0 y 3.0 y la de Siria 1.0. Catorce años, eso es, en los que lo improbable se hizo probable.
Catorce años después, muchísimas gracias, Osama bin Laden. Con un reducido número de seguidores, entre 400.000 y 500.000 dólares y 19 secuestradores suicidas, la mayor parte de ellos saudíes, Ud. ha hecho un pase de magia geopolítica de primer orden. Lo equiparo a un acto mágico del teatro de la oscuridad. Mientras tanto, ha hecho el “cambio total” o, al menos, lo suficiente de todo lo que importa. O más bien, nos ha empujado a hacer lo que usted no podía hacer por falta de recursos o capacidad. Por lo tanto, pongamos el crédito donde es debido. Hablando en términos de psicología, los ataques del 11-S representaron una precisión en la elección de los blancos del tipo que los líderes de Estados Unidos apenas soñarían en los años siguientes. No tengo idea de cómo, pero está claro que usted nos entendió mucho mejor de lo que nosotros le entendimos a usted o, para el caso, a nosotros mismos. Usted supo exactamente cuáles eran los botones nuestros que se debían apretar para que, en esencia, nosotros continuásemos ejecutando su plan para su beneficio. Mientras usted se sentaba y esperaba en Abbottabad [Pakistán], nosotros seguíamos los planos de sus sueños y deseos como si usted lo hubiese planificado y, en el proceso, hacíamos del mundo un lugar notablemente diferente (y notablemente nefasto).
Catorce años después, ni siquiera hemos caído en la cuenta de lo que hemos hecho.
Catorce años después, la inverosimilitud de todo esto todavía paraliza la imaginación, empezando por las enormes montañas de cascotes de la Torres Gemelas en el centro de Manhattan, un mundo real equivalente al de la estatua de la Libertad surgiendo de la arena en la película El planeta de los simios. La parte sur de Manhattan todavía ardiendo y el olor acre de la destrucción en el aire eran la imagen de una cultura que había vivido su propio momento apocalíptico para convertirse en algo irreconociblemente transformado. Para dar crédito a la cobertura mediática en aquellos tiempos, los estadounidenses vivieron una combinación de Pearl Harbor e Hiroshima. Éramos el no va más de las víctimas en el planeta Tierra, y el centro de Nueva York pasó a ser la “Zona Cero”, una expresión que hasta entonces estaba reservada para los sitios donde había habido una explosión atómica. En un instante nos convertimos en las más grandes víctimas y los mayores supervivientes, y se dio por sentado que el mayor deseo de venganza del mundo sería nuestro. El 11-S llegó para ser visto como un ataque a todo lo inocente, lo bueno, lo triunfante que había en nosotros; el momento supremo del “odian-nuestras-libertades” y –Osama– funcionó. Usted asustó tanto a este país que ha conseguido sumirlo en un periodo de miedo que ya lleva 14 años, un período en el que le hemos dado vía libre a toda idea o acción estúpida u horrorosa, ley o intromisión en nuestra vida y recorte de nuestros derechos. Usted no solo soltó a sus mastines de la guerra, también soltó a los nuestros, que era exactamente lo que usted necesitaba para sumir en el caos al mundo musulmán.
Catorce años después, permítame que le recuerde la absoluta improbabilidad del 11-S y lo terriblemente despistados que todos estábamos ese día. George W. Bush (y sus cohortes) ni siquiera fueron capaces de asimilarlo cuando, el 6 de agosto de 2001, el presidente recibió el informe diario de inteligencia titulado “Bin Laden resuelto a golpear a Estados Unidos”. La NSA, y la CIA, y el FBI, que tenían en sus manos muchas de las piezas del puzzle bin Laden, seguían sin poder imaginarlo. Créame, incluso cuando estaba sucediendo, me era difícil darme cuenta de aquello. Yo estaba haciendo ejercicios en mi dormitorio con la televisión encendida cuando oí la primera noticia de un avión que se había estrellado contra una de las Torres Gemelas y vi las primeras imágenes del humo en la torre. Y recuerdo mi primer pensamiento: “igual que el [bombardero] B-25 que casi chocó con el Empire State en 1945”. ¿Unos terroristas que tratan de echar abajo las torres? Por favor. ¿Al-Qaeda? Esto es una broma. Más tarde, con dos aviones estrellados en Nueva York y un tercero que había hecho polvo una parte del Pentágono, y cuando ya era obvio que no se trataba de un accidente, tuve un pensamiento todavía más absurdo. Se me ocurrió que la sorpresiva vulnerabilidad de los estadounidenses –que vivían en una tierra protegida del caos en el que vive buena parte del mundo– debería conducirnos a una nueva forma de empatía hacia los demás. Ni en sueños. Todo lo que hicimos fue causarle dolor a los demás.
Catorce años después, ¿no le parece todavía sorprendente que George W. Bush y compañía utilizaran estas acciones asesinas y la muerte de cerca de 3.000 seres humanos como excusa para tratar de apropiarse del mundo? Les faltó tiempo para decidirse a lanzar la “Guerra global contra el terror” en hasta 60 países. Les faltó tiempo para empezar a soñar con el establecimiento de una Pax Americana en Oriente Medio, seguida de una suerte de poder supremo mundial que hasta ese momento solo había sido evocado en tono de broma por los ‘tipos malos’ de las películas de James Bond. Mirando hacia atrás, ¿no le parece extraña la rapidez con que el 11-S le puso el cerebro en llamas a esa gente? ¿No encuentra curioso que los principales funcionarios de la administración Bush estuviesen totalmente encaprichados con el poder militar de Estados Unidos? ¿No le sorprende como algo raro el hecho de que tuvieran una fe tan ciega en los supuestos poderes de las fuerzas armadas para hacer prácticamente nada y ser “la mejor fuerza para la liberación de la humanidad que el mundo ha conocido”? ¿No encuentra inquietante que, en medio de los escombros del Pentágono, las primeras órdenes de nuestro secretario de Defensa fuese preparar los aviones para atacar a Iraq, a pesar de que estaba convencido de que el autor de los ataques del 11-S había sido al-Qaeda (“‘Ir con toda la fuerza’, anotó un ayudante del secretario en su block de notas. ‘No dejar nada en pie. Esté relacionado [con los ataques] o no’.”)? ¿No piensa acaso que este “o no” resume los tiempos que estaban por venir? ¿No le parece curioso que, en medio de las ruinas de las torres, los planes no solo previeran pasarle la factura a bin Laden sino también convertir a Afganistán, Iraq y posiblemente Irán –“Todos quieren ir a Bagdad, pero los hombres de verdad quieren ir a Teherán”– en protectorados de Estados Unidos?
Catorce años después, ¿qué posibilidad había de que el país, al que en todas partes se consideraba la “única superpotencia” del planeta, desafiado abiertamente por un reducido número de extremistas yihadistas, con un poder militar mejor financiado que las 10 a 13 fuerzas armadas combinadas que le seguían (muchas de los cuales eran aliadas, de todas maneras) y cuyas aptitudes tecnológicas eran las mejores –eso dicen– no ganara una guerra, no derrotara a ningún enemigo y no completara con éxito una sola ocupación? ¿Cuáles eran las probabilidades de ganar? Si el 12 de septiembre de 2001, alguien le hubiese apostado doble contra sencillo por la imposibilidad de que las fuerzas armadas de Estados Unidos ganaran en su ataque en el Gran Oriente Medio, no me diga que usted no habría puesto algún dinero sobre la mesa.
Catorce años después, ¿no le parece inaudito que el poder militar de Estados Unidos haya sido incapaz de retirarse de Iraq y Afganistán, donde libra las dos guerras más importantes de este siglo, a pesar de que oficialmente ha dejado uno de esos dos países en 2011 (solo para regresar en el verano de 2014) y de haber anunciado repetidamente la terminación de las operaciones de combate en el otro (solo para reanudarlas una vez más)?
Catorce años después, ¿no encuentra extravagante que las políticas de Washington posteriores al 11-S en Oriente Medio hayan propiciado el establecimiento de un “califato” del Estado Islámico en partes de los fracturados territorios de Iraq y Siria y la aparición de sucesivas y exitosas “franquicias” terroristas de ese mismo EI en un abanico de países que va desde Libia y Nigeria hasta Afganistán? Si el 12 de septiembre de 2001, usted hubiese presagiado semejante posibilidad, ¿no le habrían tomado por loco?
Catorce años después, ¿no piensa que es inverosímil que Estados Unidos se haya embarcado en el negocio de alto nivel de los asesinatos robóticos; que (a pesar de las prohibiciones legales de los tiempos del Watergate relacionadas con acciones de esa índole) ahora seamos los Terminator del planeta Tierra , no sus John Connors; que el presidente haya asumido abierta y orgullosamente el papel de asesino-en-jefe con su propia “lista de muertes”; que tengamos sin cesar en la mira remotas zonas rurales del planeta con nuestros drones (Grim [denodado]) Reaper y Predator (¡gracias Hollywood!) armados con cohetes Hellfire (fuego infernal); y que Washington, mientras buscaba a jefes de grupos terroristas y sus seguidores, haya matado regularmente a mujeres y niños? ¿Y no le parece extraño que todo esto se haya hecho en nombre del exterminio de los terroristas y sus movimientos, pese al hecho de que cada vez que nuestros drones golpean, esos movimientos parecen aumentar su fuerza y poderío?
Catorce años después, ¿no considera insólito que nuestra “guerra contra el terror” haya evolucionado con tanta regularidad hasta llegar a ser un guerra de terror y para el terror; que nuestros métodos, entre ellos el asesinato selectivo de numerosos jefes y “tenientes” (segundos jefes) de grupos combatientes haya promovido manifiestamente la propagación del extremismo islámico en lugar de detenerlo; y que, pese a esto, Washington no ha hecho el menor esfuerzo para reevaluar significativamente sus acciones?
Catorce años después, ¿no es acaso posible imaginar el 11-S como una gran fosa común en la que, como sabemos ahora, se han enterrado importantes aspectos de la vida de Estados Unidos? Por supuesto, los cambios sobrevenidos, sobre todo aquellos que reforzaron los aspectos más agobiantes del poder del Estado, no cayeron del cielo como los aviones secuestrados. Después de todo, ¿quién podría despreciar la dimensión y el poder del estado de la seguridad nacional y del complejo militar-industrial antes de que 19 hombres con un cutter en la mano llegaran a la escena? ¿Quién podría negar que escondida en el texto de la ley Patriótica de Estados Unidos (aprobada casi sin haber sido leída por el Congreso en octubre de 2001) había una lista de deseos –anteriores al 11-S– con los caballitos de batalla de los departamentos de seguridad y la derecha estadounidense? ¿Quién podría negar que los principales funcionarios de la administración Bush y sus seguidores neocon llevaban mucho tiempo pensando en la forma de financiar la “supremacía militar de Estados Unidos” en el contexto de una Pax Americana en el estilo del nuevo orden mundial o que soñaban con “un nuevo Pearl Harbor” que pudiese acelerar el proceso? Sin embargo, fue gracias a Osama bin Laden, que ellos –y nosotros– fuimos transportados al más improbable de todos los siglos, el XXI.
Catorce años después, los ataques del 11-S y los miles de personas inocentes muertas representan una criminalidad y una inmoralidad de dimensiones internacionales que no tienen parangón. Está claro que los estadounidenses somos los principales responsables de esta situación, aunque –lo más improbable de todo– nadie en Washington se haya hecho cargo de la mínima parte de responsabilidad por haber creado un cráter que comprende a todo Oriente Medio, provocado el caos en importantes regiones del planeta o ayudado a desatar las fuerzas que darían lugar al primer estado terrorista de la historia moderna; asimismo, ningún funcionario se ha hecho responsable por la creación de las condiciones que condujeron a la muerte de cientos de miles –posiblemente un millón o más– de personas que han sido convertidas en refugiados –nacionales o internacionales–, a la destrucción de países y a que incontables seres humanos se vean condenados a los sufrimientos más increíbles. En estos años, ninguna acción –ni la tortura, ni el asesinato, ni el encarcelamiento ilegal de personas inocentes fuera de nuestras fronteras, ni la muerte deliberada desde tierra o desde el aire, ni las fiestas de boda masacradas, ni el asesinato de niños– ha hecho mella en esa convicción tan estadounidense de que vivimos en un país “excepcional” e “indispensable”, de asombrosa bondad e inocencia.
Catorce años después, ¿hasta qué punto es eso quimérico?
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y a Rebelión como fuente de la traducción. 

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