Ayotzinapa en la memoria colectiva
Versión oficial: narcos locales y policías municipales
Recordemos. Era la noche del viernes 26 de septiembre en la ciudad de Iguala, al norte del estado de Guerrero. Policías atacaron a estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Mataron a tres normalistas, a la pasajera de un taxi que pasaba por el lugar, a un conductor de autobús y a un joven de 15 años de edad, integrante del equipo de fútbol de tercera división Los Avispones. Hubo un total de seis muertos y 22 heridos. Además los policías detuvieron y desaparecieron a 43 estudiantes normalistas.
La versión oficial es que todo fue decidido y perpetrado por narcotraficantes locales y autoridades o policías de los municipios vecinos de Iguala y Cocula. Según esta versión de los hechos, los policías municipales de Iguala detuvieron a los estudiantes y luego se los entregaron a policías municipales de Cocula. Éstos, a su vez, tomaron a los estudiantes y se los pasaron a miembros de un cártel de narcotraficantes, quienes habrían asesinado y quemado a los 43 jóvenes en una hoguera extraordinaria que desintegró incluso los huesos de los cadáveres, pero que no quemó las hojas de los árboles más próximos, no fue vista ni olida por ninguno de los lugareños y se mantuvo encendida varias horas bajo la lluvia.
La versión oficial contradice múltiples evidencias y ha sido suficientemente refutada por testigos presenciales, expertos con autoridad y periodistas dignos de confianza. La gran hoguera no puede ser más que un producto de la imaginación macabra de nuestros gobernantes. Ni siquiera tenemos la certeza de que los narcotraficantes participaran de algún modo en los hechos. Sus confesiones, único fundamento real de la versión oficial, fueron obtenidas bajo torturas brutales que se han hecho constar en sus declaraciones.
Crimen de Estado: policías federales y poderes económicos
Al menos sabemos con certeza que unos estudiantes fueron asesinados por los policías y que otros desaparecieron después de haber sido arrestados también por los policías. Ahora, gracias a las informaciones que se han difundido en los últimos días, hemos confirmado además lo que ya sospechábamos desde un principio: que los policías fueron federales y no sólo municipales. Por lo tanto, la más alta responsabilidad por la matanza y desaparición de los normalistas recae en el Presidente de México, Enrique Peña Nieto, del tradicionalmente sanguinario Partido de la Revolución Institucional (PRI), y no en el presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, del cada vez más degradado Partido de la Revolución Democrática (PRD).
Todo lo que se ha ido revelando poco a poco nos permite resignificar lo ocurrido en la noche del 26 de septiembre. Ahora podemos afirmar, sin temor a simplificar lo ocurrido, que el gobierno mexicano atacó a estudiantes que se caracterizaban precisamente por sus acciones de protesta contra el gobierno mexicano. Evidentemente el ente gubernamental no flota en un espacio vacío y etéreo, sino que está sostenido por el sistema capitalista neoliberal y por sólidos poderes económicos en los que resulta difícil distinguir el narcotráfico de la minería, la industria, el turismo y ciertos medios masivos de comunicación.
Al día siguiente de los ataques, el sábado 27 de septiembre, el Diario de Guerrero se refirió a lo sucedido en una portada que desgraciadamente se ha echado en el olvido. El autor de la nota fue Abel Miranda Ayala, incondicional del gobierno y enemigo virulento de los normalistas. El título de su primera plana: “Por fin se pone orden”. El subtítulo resaltado: “La acción de la Fuerza Estatal y de los Militares para evitar que vándalos de Ayotzinapa robaran autobuses fue motivo de público aplauso”. Con su tono torpe, conservador y provinciano, el periódico ya confesaba, el mismo 27 de septiembre, que no era un asunto ni municipal ni tampoco directamente relacionado con el narcotráfico. Hay gente que ya sabía de lo que se trataba desde un principio. Los demás lo sospechábamos. Ahora todas y todos tendríamos que saberlo con certeza.
El mismo día en que políticos y comerciantes guerrerenses leían el Diario de Guerrero y aplaudían públicamente la represión gubernamental, apareció el cadáver de uno de los estudiantes normalistas, Julio César Mondragón, alias El Chilango, de 22 años de edad. Su cuerpo mostraba rastros de tortura. Tenía el rostro desollado. Luego se difundió la información de que se le había arrancado la piel cuando aún estaba con vida. Fue así como el gobierno mexicano habría conseguido poner orden.
Contrastes: corrupción del gobierno y movilización de la sociedad
Como sabemos, tras unos días en los que reinó el desconcierto, la matanza y desaparición de estudiantes desencadenó una inmensa movilización colectiva en México y en otros países. Centenares de miles de personas salieron a las calles a exigir la aparición de los estudiantes y a protestar contra el gobierno mexicano. Entre los meses de octubre y noviembre, hubo marchas cada vez más numerosas, así como paros de universidades, asambleas estudiantiles, mítines en plazas públicas, protestas frente a embajadas mexicanas, bloqueos de carreteras y aeropuertos, destrucción de vehículos y edificios públicos, lanzamiento de bombas molotov, proliferación de pintas y mantas y consignas, escenificaciones callejeras de la matanza y otras manifestaciones artísticas de protesta.
En el mes de noviembre, mientras la movilización arreciaba en lugar de apagarse, vimos difundirse informaciones en torno al papel protagónico de Peña Nieto en una escabrosa historia de favoritismo, cohecho y tráfico de influencias. Esta historia vino a confirmar, por si quedaba alguna duda, que el crimen organizado estaba gobernando el país. Corroboramos que estábamos gobernados por ladrones y no sólo por asesinos. Las multitudes exigieron la renuncia de Peña Nieto con una fuerza cada vez mayor. Mientras tanto, el señor presidente se fue a viajar al Extremo Oriente con su esposa, el maquillista de su esposa y otros miembros de su gabinete.
Hay que poner de relieve que Peña Nieto fue a China y Australia antes de ir a Guerrero, el estado en el que tuvo lugar la matanza y desaparición de estudiantes de Ayotzinapa. Estos hechos no merecieron que el presidente se desplazara un par de horas a Guerrero, al menos para simular que se preocupaba y que no estaba involucrado en lo sucedido. En cambio, por asuntos económicos al otro extremo del mundo, Peña Nieto viajó 15 mil kilómetros. Considerando que Iguala se encuentra sólo a 200 kilómetros de la Residencia Presidencial de Los Pinos, podemos decir que los negocios asiáticos fueron al menos 75 veces más importantes que la matanza mexicana. Menciono estos números porque sé que el pensamiento de nuestros gobernantes, como el de todos los hombres de negocios, tiene un carácter marcadamente cuantitativo.
Correlaciones: aburrimiento del procurador e impaciencia del presidente
Hubo que esperar hasta el 5 de diciembre, unos setenta días después de los hechos en Iguala, para que al presidente se le ocurriera visitar Guerrero, aunque no Iguala ni Ayotzinapa, desde luego, sino la Perla del Pacífico, la bella ciudad costera de Acapulco. Ahí al lado, en el puente de Coyuca de Benítez, Peña Nieto pronunció un discurso en el que pidió literalmente a los mexicanos “ir hacia delante y realmente superar este momento de dolor”. Sí, así es, y hay que recordarlo una y otra vez: el presidente nos ha exhortado a que ya lo superemos, que lo dejemos atrás, que sigamos adelante, que pasemos a otra cosa, que ya dejemos de insistir, que olvidemos.
El olvido promovido por el presidente provocó tanta irritación como el cansancio confesado por su procurador Jesús Murillo Karam, el cual, exactamente un mes antes, había proferido el famoso “ya me cansé”. Aparentemente no hay ninguna consonancia entre el cansancio del procurador y la impaciencia del presidente. Sin embargo, cuando consideramos que es el mismo gobierno el que se expresa por la boca de ambos, sus palabras se explican y se completan unas a otras. El “ya supérenlo” de Peña Nieto, en efecto, permite aclarar y profundizar el “ya me cansé” de Murillo Karam.
Nuestro gobierno ya se cansó de que no lo hayamos superado. Somos unos pesados que no dejamos de insistir y es perfectamente comprensible que nuestros gobernantes ya estén cansados, fastidiados, aburridos. El cansancio de Murillo Karam no describe sino el aburrimiento que tan claramente se pinta en su rostro. Y este aburrimiento, como pudimos comprobarlo en la urgencia por terminar su conferencia de prensa, no es más una expresión de la misma impaciencia del “ya supérenlo” de Peña Nieto. El presidente nos pide, impaciente, que ya lo superemos tal como el procurador nos pide, también impaciente, que ya terminemos con esto y dejemos de hacer preguntas.
Podemos decir que Murillo Karam también solicitó a los periodistas que ya lo superaran, así como Peña Nieto nos ha confesado que ya se cansó de que no lo hayamos superado. El mensaje es el mismo. Se entiende y se disculpa que pensemos un rato en que se nos está matando, pero no hay que exagerar. Todo tiene un límite.
Ahora debemos calmarnos y dejar de fastidiar a nuestros gobernantes como lo hicieron los normalistas. Ya sabemos por qué les pasó lo que les pasó, como lo reconoció recientemente una joven del Partido de la Revolución Institucional (PRI). Los normalistas se lo buscaron. Lo importante, ahora, es que hayamos aprendido la lección. Debíamos reconocer quién tiene el poder. Las cosas son así. Hay que resignarse. Hay que olvidar.
Memoria colectiva: recordar juntos Ayotzinapa
El problema es precisamente que no dejamos de recordar. Peña Nieto diría que no superamos el recuerdo. Murillo Karam diría que no nos cansamos de recordar. Y es verdad. Cada marcha es una forma de recordar y de mostrar y mostrarnos que estamos recordando. La memoria es la que mantiene viva la movilización colectiva. Y así como la movilización es colectiva, la memoria también es colectiva. Recordamos juntos. Nos juntamos al recordar y porque recordamos, pero también recordamos al juntamos y porque nos juntamos. Si no hubiera colectividad, tampoco habría memoria. Nuestra memoria es colectiva y no individual. Es de todas y todos y no de cada una o cada uno.
Debo confesar que Ayotzinapa se me olvida todo el tiempo. Cuando estoy solo, puedo pasar un día entero sin pensar en lo que ocurrió el 26 de septiembre. Sólo así puedo concentrarme y trabajar. De hecho, para ser franco, debo decir también que hago todo lo posible para que Ayotzinapa se me olvide, ya que me distrae de mis obligaciones y me hace perder mucho tiempo. Sólo me permito pensar en Ayotzinapa en ciertos momentos. He bloqueado las redes sociales y los sitios periodísticos en mi computadora personal. Y nadie me enoja tanto como quien me habla de Ayotzinapa en horas de trabajo.
Cuando recuerdo el tema de Ayotzinapa, es cuando me lo recuerdan. Los recordatorios son invariablemente las otras y los otros: mis estudiantes y mis colegas, los manifestantes y los vendedores de periódicos, los periodistas y quienes frecuentan las redes sociales. Es la sociedad la que mantiene vivo un recuerdo que se iría extinguiendo sin ella y sin su memoria. Desde luego que yo puedo bastarme para evocar Ayotzinapa sin auxilio de semejantes ni periódicos, pero mi recuerdo sólo será posible al recordar a las otras y a los otros con sus gestos y sus palabras. Todo lo que puedo recordar proviene de una colectividad que sigue haciendo recordar al no cansarse del recuerdo, al no superarlo, al no resignarse a olvidar.
Tendremos que ser todas y todos quienes olvidemos. Nuestro olvido tendrá que ser colectivo porque nuestra memoria es también colectiva. Sólo colectivamente podremos guardar Ayotzinapa en la memoria. Nuestra memoria será colectiva o no será.
Memoria y palabra: el recuerdo en la comunicación
Nuestra memoria colectiva es un fenómeno bien conocido por los sociólogos y los psicólogos sociales. El primer estudio elaborado y sistemático sobre esta memoria colectiva fue el del sociólogo francés Maurice Halbwachs, discípulo de Henri Bergson y de Émile Durkheim, quienes tuvieron una gran influencia en su obra. Halbwachs muestra cómo la memoria no depende totalmente de las facultades mentales del individuo, sino también de un contexto social en el que se decide qué recordar y cómo recordarlo. Muchos recuerdos no serían más que representaciones colectivas en el sentido durkheimiano del término. La colectividad recordaría, sería la depositaria de nuestra memoria y nos haría cobrar conciencia de sus recuerdos. Así, en el caso de Ayotzinapa, yo sólo recordaría lo recordado por la colectividad que guarda lo sucedido en la memoria y que no deja de evocarlo en lo que leo y escucho, pero también en lo que digo y escribo. Ahora mismo sería la colectividad, nuestra colectividad, la que estaría dedicándose a recordarnos Ayotzinapa mediante mis palabras.
Es en la palabra pronunciada y escuchada en la que el recuerdo insiste y resiste. Su trinchera es lo que nos decimos, y es por esta razón, por ésta y por muchas otras, que no debemos callar. Nuestro mutismo sería signo y causa del olvido. Sería la muerte y la sepultura de lo que nos queda todavía de los normalistas.
Si queremos guardar Ayotzinapa en la memoria, no debemos dejar de hablar de Ayotzinapa. Nuestra palabra será el nombre de nuestra memoria. Sólo recordaremos lo que nos comuniquemos. La comunicación mantendrá viva nuestra memoria colectiva.
Los psicólogos sociales Derek Edwards y David Middleton, especialistas en el tema que nos ocupa, mostrarán claramente cómo la memoria colectiva no es una actividad interior del individuo, sino una actividad exterior de comunicación. Comunicando, recordamos. El recuerdo no está dentro de nuestras mentes, sino ahí afuera en lo que nos comunicamos, en las consignas que vamos coreando en las marchas, en las intervenciones de las asambleas, en las mantas y en las pintas.
El mundo que nos rodea, siempre saturado por las palabras, es el órgano con el que recordamos a los estudiantes de Ayotzinapa. Si no se han muerto ni han desaparecido por completo, es porque están afuera en las calles, en sus retratos y en sus nombres, en los conteos del 1 al 43, en cada uno de nosotros cuando nos manifestamos contra el olvido. Somos ellos y nuestra presencia es también su presencia.
Memoria e identidad: todos somos Ayotzinapa
Los normalistas están entre nosotros, no sólo porque hacemos que estén aún aquí al salir a la calle por causa de ellos, sino también porque ellos y nosotros somos los mismos y porque nos recordamos al recordarlos. Tenemos razón cuando afirmamos que “Ayotzinapa somos todos”. Es así como expresamos lo mismo que otros dos psicólogos sociales, Henri Tajfel y John Turner, concluyen al demostrar que nuestra memoria colectiva resulta indisociable de nuestra identidad colectiva. Somos colectivamente lo que recordamos colectivamente. Y es por eso que al recordar Ayotzinapa, somos Ayotzinapa. Somos los normalistas a los que recordamos.
Tan imbricada está la memoria con la identidad, que nos perderíamos totalmente al olvidar todo lo que recordamos. Es bien sabido que el individuo completamente amnésico, el que pierde toda la memoria, pierde también toda su identidad. Lo mismo ocurre con las colectividades. Una vez que olvidan, se olvidan, y cuando se olvidan, se pierden, ya que sólo existen en su memoria. Esto es algo que Maurice Halbwachs ya intuía cuando comparaba la memoria colectiva con la historia de un pueblo. Mientras que la historia se caracteriza por sus discontinuidades, por sus etapas y rupturas, la memoria colectiva constituye, según Halbwachs, “una corriente de pensamiento continuo” que “retiene del pasado lo que aún vive o es capaz de vivir en la conciencia del grupo que la sostiene”. Y sociólogo francés agrega: “por definición, la memoria colectiva no atraviesa los límites de un grupo”. Y concluye: “cuando una etapa deja de interesar a la siguiente, no es el mismo grupo el que olvida una parte de su pasado, sino que son dos grupos que se suceden”.
Seríamos otros que los que somos si pudiéramos olvidar Ayotzinapa. Superar su recuerdo, como parece recomendarlo Peña Nieto, sería perdernos a nosotros mismos. Cansarnos de Ayotzinapa, como lo hace Murillo Karam, sería cansarnos de lo que somos, aburrirnos de nuestra identidad, fastidiarnos de lo que todavía subsiste de nosotros.
Al recordar a los normalistas de Ayotzinapa, no sólo permitimos que sobrevivan a su destrucción, sino que también conseguimos nosotros mismos sobrevivir a todo lo que intenta destruirnos a través de nuestro gobierno y de los poderes económicos a los que representa. Nos dejaríamos vencer y terminaríamos desapareciendo al olvidar lo que aún somos a través de nuestra memoria colectiva. No debemos olvidar el 26 de septiembre de 2014 por lo mismo que tampoco debemos olvidar el 2 de octubre de 1968. Ambas matanzas de estudiantes forman parte de lo que somos.
Los normalistas, de hecho, estaban organizando la conmemoración del 2 de octubre cuando se les mató y desapareció. Fueron héroes de la memoria y siempre honraron a sus muertos. Hay buenas razones para seguir su ejemplo. Si dejamos que los muertos entierren a sus muertos, nosotros mismos seremos los muertos que se estarán enterrando en el olvido.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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