jueves, 13 de noviembre de 2014

Feminismo: ¡Que llegan los hombres!


TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García

La guerra se ha acabado (si vosotros queréis); el feminismo y los hombres
Introducción de Tom Engelhardt

Lo sé por haberlo vivido, cuando se habla de las mujeres, los hombres jóvenes se mienten unos a otros de un modo grotesco, y esas mentiras están basadas –al menos cuando yo era joven– en la cultura masculina. Mi aprendizaje acerca de esta cuestión fue ciertamente penoso y nunca lo he olvidado. Al principio de los sesenta, fui a Yale, una universidad de la elite masculina. Todavía eran tiempos en los que si ibas caminando con un amigo por la calle y las manos de ambos llegaban a rozarse, saltabas como si hubieras recibido una descarga eléctrica y empezabas a bromear sobre los “maricas”.

Mi problema personal en aquellos años era que cuando se trataba de la cultura masculina, de mujeres y, desde luego, del tema del momento –el sexo–, mi experiencia era escasa y yo era bastante vergonzoso en esas cuestiones. Había dos alternativas disponibles, al menos eso me parecía a mí; mentir por la cara y ser uno más entre los muchachos o quedarme callado. Yo elegí la segunda opción, no por alguna esencial pureza de espíritu sino por vergüenza, además de la sensación de que no era todo lo hombre que supuestamente debía ser. Curiosamente, esta actitud resultó ser pedagógica y profundamente perturbadora. Por lo general, me encontraba en medio de competencias de bravatas machistas en las que los tipos exageraban sobre sí mismos al mismo tiempo que se denigraban unos a otros (y sobre todo a las mujeres) mediante las mentiras más escandalosas; yo me mantenía en silencio. El sesgo sorprendente fue este: algunas veces, mi silencio fue percibido como conocimiento, como una profunda comprensión.
Tengo un recuerdo muy vívido de una situación como la que acabo de describir: la parte residencial de Yale tenía varios patios; un día oí a mi compañero de habitación asomado a una ventana de la tercera planta y gritando que ya no era virgen, que se había “follado” a su novia. Mi compañero de cuarto no paró de fanfarronear con su hazaña en las 24 horas siguientes subiendo la apuesta inicial sobre lo que había hecho y lo espectacular que había sido todo mientras otros arrimaban el hombro y contaban sus propias victorias sexuales. Yo no dije nada. Por fin, claramente al ver que yo no me había unido al coro, él me llevó aparte y me contó la historia tal como había sido: un desesperante fracaso, una pesadilla para él y sin duda más aún para su novia. La historia fue espeluznante. Entre otras cosas, a mi edad yo no quería saber todo lo malo que eso podía llegar a ser (tened en cuenta que en aquel entonces, la información sobre el sexo era algo generalmente muy restringido en la sociedad).
Todo esto muestra un sistema verdaderamente pernicioso que es el día a día para los muchachos. Hasta que no crecí, hasta que no llegó el feminismo, fui incapaz de conocer de verdad cómo era sentida la cultura masculina desde el otro lado de la valla, de valorar de verdad cómo aquellas mentiras y las “verdades” que ellas conllevaban pesaban en la vida de las mujeres. Pero al menos sabía el mal que todo esto representaba en mi vida. Cuando pienso en todos esos machos que hacen acoso on-line en este momento, imagino una versión actualizada de la sombría cultura masculina de las mentiras autoinfligidas corriendo desbocadas en un nuevo mundo de redes sociales que al menos están abiertas al escrutinio de todos nosotros. Ahora está mucho más claro lo pernicioso que es cando los hombres jóvenes (y no tan jóvenes) mienten sin parar a todos a expensas de las mujeres. Un sistema como este está mucho más abierto a dejar de funcionar, y por lo tanto a cambiar; es sobre esta realidad que Rebecca Soinit, miembro regular de TomDispatch y autora del libro que es un éxito de ventas Men Explain Things to Me (a punto de aparecer en edición con tapa dura, con el agregado de otros dos ensayos), reflexiona hoy para nosotros, ¡gracias al cielo!
* * *
¡Hurra! ¡Hurra!

¿Qué tienen en común el primer ministro de India, el ex jugador de la Liga Nacional de Fútbol Chris Kluwe y el humorista Aziz Ansari? No es que todos ellos hayan estado en un bar. A pesar de que Ansari quizá debería figurar en el final de este chiste. Los tres han defendido el feminismo este año y forman parte de una sin precedentes oleada de hombres comprometidos activamente con lo que se suelen llamarse “asuntos de mujeres”, aunque la única razón por la que la violencia y la discriminación contra las mujeres reciben este nombre es que se trata de cosas que solo se hacen a las mujeres, mayormente por parte de hombres, entonces tal vez siempre han sido “asuntos de hombres”.

La llegada de los hombres significa un cambio enorme y una parte importante del extraordinario año que está viviendo el feminismo, en el que el diálogo se ha transformado como también lo han hecho algunas leyes clave, mientras se han sumado nuevas voces y sectores. Siempre ha habido hombres que estaban de acuerdo con la importancia de esos asuntos de mujeres, y algunos lo manifestaban, pero nunca tantos como hoy ni con el efecto de ahora. Y nosotras les necesitamos. Es así que para el feminismo este año puede considerarse como un hito histórico.
Ahí está el discurso del primer ministro indio Nerendra Modi en el día de la independencia de su país. Normalmente esta es una ocasión para hacer el recuento de los éxitos y para el orgullo. En lugar de eso, él habló con voz potente del horrendo problema de las violaciones en India. “Hermanos y hermanas, cuando oímos de violaciones, nos llevamos las manos a la cabeza avergonzados”, dijo en la lengua hindi. “Quiero pedirle al padre de cada niña de 10 o 12 años que este constantemente en alerta, que no deje nunca de preguntarle adónde va, cuándo volverá... Los padres hacen cientos de preguntas a sus hijas, pero ¿se han molestado en preguntar a sus hijos varones adónde van, por qué van a salir, quiénes son sus amigos? Después de todo, un violador también es el hijo de alguien. También tiene unos padres.” 
Sus palabras fueron excepcionales, y son propias de un nuevo discurso en un país donde muchos empiezan a echar la culpa a los victimarios y no a las víctimas; y admitir que, como dijeron unos activistas contra las violaciones en los campus universitarios, “los violadores son la causa de las violaciones”. Esa violencia, en otras palabras, no es la consecuencia de ninguna de las actividades cotidianas de las mujeres por las que son culpabilizadas por los hombres que las agreden. Eso, en sí mismo, es un cambio gigantesco, sobre todo cuando el análisis sale de la boca de los hombres.
Recientemente, la administración Obama también lanzó una campaña para conseguir que los transeúntes, sobre todo hombres, tiendan una mano a las posibles víctimas de agresiones sexuales en la calle con estas palabras: “Eso nos corresponde a nosotros”. Ciertamente, es muy fácil hacer la crítica de este eslogan como si se tratara de un gesto sin importancia; de cualquier modo, es un hito en el camino, una parte de una respuesta de más alcance en este país, particularmente en lo referido a las violaciones en los campus universitarios.
El significado de lo que está pasando es este: los vientos del cambio han movido nuestras veletas. Los poderes más altos del país han empezado a llamar a los hombres para que asuman su responsabilidad, no solo en lo que atañe a su propia conducta sino también las de los hombres de su entorno. Para que se conviertan en agentes del cambio.
Cuando X no es igual a Y
El feminismo necesita de los hombres. Para esto: los hombres que odian y desprecian a las mujeres deberán ser modificados, si eso es posible, por una cultura en la que hacer y decir cosas horribles a las mujeres socave el prestigio de un hombre en relación con sus congéneres, en lugar de mejorarla.
En los alrededor de 3.500 millones de hombres que hoy viven en el mundo hay una variedad infinita: miembros del Ku Klux Klan y activistas por los derechos humanos, travestidos y cazadores de patos... Para los propósitos del feminismo, yo definiría tres grandes categorías. Están los aliados, mencionados más arriba (y más abajo). Están los misóginos rabiosos y los aborrecedores de palabra y de hecho; es posible verlos en varios sitios on-line en los que medran (parecen contar con todo el tiempo del mundo), por ejemplo los foros por los derechos de los hombres, en los que avivan el fuego de su resentimiento, y los tipos en Twitter que bombardean con amenazas e insultos a cualquier mujer que tenga una actitud crítica. Recordad la reciente amenaza, no de matarla, de la que fue objeto Anita Sakeesian por haberse atrevido a hablar sobre el sexismo en los videojuegos, sino de hacer una masacre de mujeres cuando ella pronunciara un discurso en la universidad del estado de Utah. Sakeesian no es la única en ese mundo en haber recibido amenazas de muerte. Y no olvidéis a los jugadores que han descendido a lo más profundo de las teorías conspirativas de la misoginia bajo el hashtag #Gamergate.
Recientemente, esta postura fue atacada en una sorprendente perorata por un entusiasta consumidor de videojuegos, ex jugador de fútbol, categórico defensor de los derechos de los homosexuales y feminista Chris Kluwe. En uno de los pasajes más corteses, les dijo a sus hermanos en la afición por los videojuegos: “Lamentablemente, todos vosotros, los #Gamergaters, continuáis defendiendo esta inmundicia pueril; la única conclusión que se puede extraer es la más lógica: que apoyáis a esos cretinos misóginos en toda su jadeante gloria. Que apoyáis el acoso sexual hacia la mujer en la industria del videojuego (y en todas las demás).
Después alguien twiteó a Kluwe: “Que te follen, estúpido hijo de puta. #Gamergate no odia a las mujeres”. A esto me gustaría agregarle una variación de la Ley de Lewis (“todos los comentarios sobre el feminismo justifican el feminismo”): la profusión de hombres que agreden a las mujeres y a cualquiera que las defienda para que quede claro que las mujeres no son objeto de agresión y que el feminismo no descansa en la realidad dan la impresión de que no son concientes de que su actitud prueba lo contrario.
Hoy en día hay demasiadas violaciones y amenazas de muerte. En el caso de Sarkeesian, la universidad de Utah se negó a tomar en serio la amenaza de una masacre en su sede (a pesar del hecho de que legalmente es posible introducir armas en la sala de conferencias), por la razón de que la conferencista recibe continuas amenazas de muerte y, en vista de ello, ella misma tendría que cancelar su conferencia.
Entonces, están los aliados y los aborrecedores. Y después está el montón de hombres que tienen buenas intenciones pero entran en el diálogo sobre el feminismo con aserciones que, cuestionadas por los hechos, alguien –según mi experiencia, normalmente mujeres– debe pasarse un buen rato para rectificarlas. Es posible que sea por eso que Elizabeth Sims creó un sitio web llamado The Womansplainer, “para los hombres que tienen algo mejor que hacer en vez de formarse sobre el feminismo”.
Otras veces, estos hombres tratan de reenfocar cualquier cosa que se diga sobre los sinsabores de las mujeres para destacar los sinsabores de los hombres. Si leyerais on-line, por ejemplo, comentarios masculinos sobre las violaciones en los campus universitarios pensaríais que unas inconscientes aunque maliciosas jóvenes mujeres seducen a inocentes muchachos que pasaban por ahí con el único propósito de complicarles la vida. Hace poco tiempo, Forbes hizo correr una diatriba –después la anuló– contra un antiguo presidente de una hermandad MIT cuyo título era: “Las mujeres borrachas son la amenaza más grave para las fraternidades”.
Algunas veces, los hombres insisten en que la “imparcialidad” significa admitir que ellos sufren tanto por la conducta de las mujeres como las mujeres por el comportamiento de los hombres, o incluso que aquellos sufren más que ellas. Del mismo modo, se podría argumentar que, como consecuencia del racismo, los blancos sufren tanto como los negros, o que en este mundo no existe una jerarquía de privilegio o grados de opresión.
Es verdad, por ejemplo, que algunas mujeres cometen actos de violencia doméstica, pero las consecuencias son absolutamente distintas, tanto en lo cuantitativo como en la gravedad. Tal como escribí en mi libro Men Explain Things to Me, “la violencia doméstica es la principal razón de heridas infligidas a mujeres en Estados Unidos; más de medio millón de esas heridas requieren atención médica y, según los Centros Sanitarios de Control y Prevención, unas 145.000 mujeres han debido ser ingresadas durante al menos dos días. No querríais saber acerca de cuántas de esas mujeres necesitan pasar por el consultorio del dentista después de su internación. Los cónyuges son también los principales responsables de la muerte de mujeres embarazadas en Estados Unidos”. Sin embargo, las mujeres embarazadas no son la principal causa de muerte de sus cónyuges. Sencillamente, no hay una equivalencia.
No todos los hombres actúan así, pero algunos sí lo hacen (esto podría constituir un precioso hashtag). Por ejemplo, a principios de este verano, vi al cómico Aziz Ansari en una de sus habituales actuaciones dedicadas al acoso sexual. “Tipos repulsivos hay en todas parte”, dijo, mientras hablaba de una mujer que había tenido que refugiarse en una tienda de mascotas durante una hora para quitarse de encima a un pesado que la seguía. Ansari señaló que un hombre nunca debe enfrentarse con una mujer que la muestre sus genitales y se masturbe por él en la calle ni sea acosado de formas tan grotescas. “¡Las mujeres nunca hacen esas guarradas!”, exclamó (él reconoce que su novia lo ha convertido en un feminista).
Los humoristas Nato Green, W. Kamau Bell y Louis C.K., entre otros, son otros conocidos cómicos feministas que defienden a las mujeres; Jon Stewart ha tenido algunos magníficos momentos feministas. Es estupendo que haya hombres implicados en este diálogo, sino también que empleen todo su ingenio en él.
La noticia de la semana pasada, que produjo airadas protestas, de que tres mujeres habían sido brutalmente agredidas por el presentador de radio canadiense Jian Ghomeshi fue un caso interesante que sienta jurisprudencia en el discurso feminista. Personas de ambos géneros tomaron partido en la cuestión, aunque los que defendían a Ghomeshi volvieron al recurrente estereotipo de la mujer que miente en su afán de venganza. Sin embargo, esta posición fue debilitada por las declaraciones de otras cinco mujeres que se presentaron para dar testimonio de espantosas experiencias similares.
Las ideas son herramientas para encarar la realidad; a veces, para modificarla. El que alguien albergue en sí las nuevas ideas feministas puestas en juego en este caso es una señal del terreno ganado por estas ideas en el último año, más o menos. Durante este tiempo, he observado que varios hombres buenos están en el trabajo de repensar mucho de lo que se les ha enseñado y de llegar a nuevas conclusiones.
La obsesión de la falsa acusación de violación: un práctico suplemento
Por supuesto, las viejas ideas también están vigentes. Es muy frecuente que alguien mencione delante de mí (o en la lectura on-line) la cuestión de la violación, un hombre que aparece para señalar el “asunto” de las “falsas acusaciones de violación”. En serio, inevitablemente, es casi lo primero que sale de la boca de algunos tipos; los hombres parecen obsesionados por este tema. Y a menudo se convierte en la forma más conveniente cambiar el foco de la situación de que las víctimas femeninas son incontables mientras que las víctimas masculinas son muy raras. En consecuencia, me he ocupado de montar esta práctica guía sobre el tema, esperando que nunca me vea obligada a volver sobre él.
La violación es algo tan común en nuestra cultura que lo más justo sería llamarla epidemia. Después de todo, ¿de qué otro modo podría llamarse algo que toca directamente casi a una de cada cinco mujeres (y a uno de cada 71 hombres), y como amenaza, prácticamente todas las mujeres; algo que es tan dominante que altera el modo en que la mayoría de nosotros vivimos, pensamos y nos movemos en el mundo? En realidad, las instancias en las que una mujer acusa de mala fe la ocurrencia de una violación solo por calumniar a un hombre son extremadamente infrecuentes. Los estudios más confiables sugieren que alrededor del 2 por ciento de las violaciones conocidas son falsas, es decir, el 98 por ciento restante son irrefutables. Aun así, esto no quiere decir que el 2 por ciento sean falsas acusaciones de violación, ya que el hecho de que alguien diga que ha sido violado no es lo mismo que denunciar a un hombre con nombre y apellido que ha cometido una violación cuando eso no es verdad (a propósito, debemos decir que nadie se ha ocupado de hacer una criba en la categoría de falsas acusaciones de violación per se). De cualquier modo, esas estadísticas no inhiben a los hombres cuando se trata de hacerlas subir una y otra vez. Y otra vez más. 
He aquí un diálogo –ficticio– entre ella y él sobre cómo suenan estas acusaciones:
Ella : ¡Hay una epidemia que afecta a mi gente!
Él : Me preocupa esta increíblemente rara enfermedad de la que oído hablar (aunque no lo he investigado) que es posible que afecte a un miembro de mi tribu.
O tal vez suene así:
Ella : Tu tribu hace cosas horribles a la mía, y está muy bien documentado.
Él : Tu tribu está llena de mentirosas. Yo no tengo pruebas reales de lo que dices, pero mis sensaciones son más racionales que tus hechos.
De paso, tened en cuenta que cuando consideráis estos guarismos sobre la violación, que la mayor parte de esas agresiones no son denunciadas. Y de aquellas que sí lo son, la mayoría no llegan a los tribunales. Y de aquellas que sí llegan, en la gran mayoría se carece de pruebas que conduzcan a una condena. En general, la acusación de violación no es nada divertido, tampoco una forma viable de vengarse ni de hacer justicia. Una denuncia penal falsa es en sí misma un delito, algo que la policía no ve con simpatía.
Cientos de miles de bolsas con objetos de prueba recogidos por las policías de Estados Unidos –lo sabemos ahora– nunca son enviadas a los laboratorios criminológicos para su comprobación. En los últimos años, varias ciudades –Nueva Orleans, Baltimore, Filadelfia y Saint Louis– fueron puestas en evidencia por no haberse tomado la molestia de archivar los informes policiales de decenas de miles de denuncias de violación. Esto tendría que bastar para que os convencierais de que el sistema no funciona tan bien como se dice para las víctimas de violaciones. Recordad, además, qué es la policía: una institución cada día más militarizada compuesta en su mayor parte por hombres con un alto índice de violencia doméstica y en cuyo seno recientemente hay notables acusaciones de violación. En otras palabras, no siempre son las personas más simpáticas con las mujeres –sobre todo si no son blancas y son trabajadoras sexuales, mujeres trans y miembros de otros grupos marginales– ni las más apropiadas para hablar de las malas conductas sexuales de los varones.
La gente también se pregunta por qué las universidades juzgan ellas mismas los casos de violación en su sede en lugar de informar a la policía, sobre todo porque muchas de esas universidades no lo hacen bien. Hay muchas razones, entre ellas que los campus universitarios están regidos por el TítuloIX (una enmienda de 1972 a la Ley de Derechos Civiles de ámbito federal), que asegura el acceso igualitario a la educación para cualquiera. Legalmente, la agresión sexual menoscaba esa igualdad. Entonces, está el hecho de que el sistema de justicia penal se quiebra cuando se trata de violencia sexual y que para muchas víctimas de violación el hecho de tener que vérselas con un tribunal constituye un segundo episodio de violación y humillación. Algunas veces, las acusaciones son sencillamente retiradas porque la víctima es incapaz de resistir el proceso un minuto más.
Volvamos ahora a las falsas acusaciones de violación. En la nueva edición de mi libro Men Explain Things to Me, yo agregué una nota al pie: “Aunque relativamente raras, las falsas acusaciones de violación son una realidad, a pesar de que las historias de los que han sido condenados por ellas son terribles. Un estudio realizado en el Reino Unido por el Servicio de Procesamiento de la Corona hizo público en 2013 un informe en el que se señala que durante el periodo estudiado hubo 5.651 procesos por violación mientras que solo hubo 35 procesos por imputación falsa de violación (es decir, más de 160 violaciones por cada acusación falsa, bastante por debajo del 1 por ciento). El informe de 2000 del Departamento de Justicia de Estados Unidos presentó estas estimaciones: se supo de 322.230 violaciones en el año, 55.424 fueron informadas a la policía, hubo 26.271 detenciones y 7.007 condenas, es decir, algo menos del 20 por ciento de las violaciones fueron denunciadas y apenas el 12 por ciento de estas acabaron en condena judicial”.
En otras palabras, es bastante improbable que el hecho de que se informe de una violación acabe con alguien en la cárcel; a pesar de que quizás el 2 por ciento de las acusaciones de violación son falsas, solo un poco más del 2 por ciento de todas las acusaciones acaba en condena (algunas estimaciones llegan al 3 por ciento). Es decir, hay una cantidad atroz de violadores sin condena que andan por ahí tranquilamente. La mayor parte de los violadores, cuando son acusados o van a juicio, no admiten haber cometido violación. Esto quiere decir que tenemos entre nosotros a muchos violadores que también son embusteros y que la mentira que más abunda es la del hombre que ha violado y no la de la mujer que no ha sido violada.
Por supuesto, falsas inculpaciones de violación han existido. Mi amiga Astra Taylor señala que los ejemplos más dramáticos en este país se dieron cuando hombres blancos culpaban falsamente a hombres negros de haber violado a mujeres blancas. Esto quiere decir que si queréis estar indignados acerca de esta cuestión, necesitáis recurrir a una imagen más compleja de cómo funcionan realmente el poder, la culpa y la mendacidad. Ha habido incidentes –por ejemplo, el caso tristemente famoso de la violación grupal de “los muchachos de Scottsboro”, en los treinta del siglo pasado– cuando mujeres blancas fueron presionadas por las autoridades para que mintieran e incriminaran a nueve jóvenes negros. En el caso Scottsboro, una de las acusadoras, Ruby Bates, de 17 años, se retractó y contó la verdad sin que le importaran las amenazas recibidas.
Después está el caso de la mujer que en 1989 estaba corriendo en Central Park, en el que la policía “consiguió” falsas acusaciones y el sistema judicial (en el tribunal había una jueza) condenó y llevó a la cárcel a cinco adolescentes afroamericanos e hispanos que eran inocentes. La víctima, una mujer blanca, que había sido golpeada casi hasta la muerte, no recordaba nada del suceso y no fue testigo de la fiscalía. En 2002, el verdadero agresor confesó y los cinco encarcelados fueron liberados. La condena de inocentes suele ser el resultado de la corrupción y falta de ética profesional en el sistema judicial, y no de un acusador en solitario. Por supuesto, hay excepciones. Mi opinión es que esas excepciones son raras.
Aparentemente, la obsesión por la falsa acusación de violación está basada en una cantidad de cosas, entre ellas la suposición de que se trata de algo bastante común y el persistente prejuicio de que, por su naturaleza, la mujer es artera, manipuladora y poco fiable. La constante mención de esta cuestión sugiere la existencia de una rara especie de confianza masculina que se desprende de la sensación de que los hombres son más creíbles que las mujeres. Hoy día esto está cambiando. Es posible que cuando hablo de “confianza masculina”, eso tenga que ver con un derecho. Tal vez en la mente de esos hombres esté dando vueltas algo así: finalmente, a nosotros se nos exigirá ser responsables y eso nos asusta. Tal vez sea bueno que los hombres se asusten, o al menos que sean responsables.
Qué hace habitable a un planeta
La situación, tal como la conocemos desde hace mucho tiempo, debe ser descrita sin rodeos. Digamos que hay un número importante de hombres que odian a las mujeres; este odio se manifiesta de distintas maneras: la extranjera que es acosada en la calle, las silenciosas amenazas del usuario de Twitter o la mujer golpeada por su marido. Algunos hombres creen que tienen el derecho de humillar, castigar, silenciar, violar, e incluso asesinar a las mujeres. Como consecuencia de ello, las mujeres se enfrentan a un sorprendente nivel de violencia cotidiana y a un clima amenazador, también a una cantidad de pequeños insultos y agresiones que tienen por finalidad el mantenernos sometidas. No debe sorprender, entonces, que el Southern Poverty Law Center clasifique algunos grupos de defensa de los derechos masculinos como grupos de odio.
En este contexto, consideremos qué queremos decir cuando hablamos de la cultura de la violación. Esos equipos deportivos y fraternidades violan; en esos grupos hay jóvenes que se intercambian videos de teléfono móvil que después niegan cuando son presentados como prueba de sus felonías. Estas actividades se basan en la idea de que violar los derechos, la dignidad y el cuerpo de otro ser humano es algo “de onda”. La actuación de esos grupos se apoya en la monstruosa y predatoria noción de la naturaleza de la masculinidad, una noción que no es compartida por muchos hombres pero que nos afecta a todos. También se trata de una situación que los hombres pueden modificar con formas de hacer inaccesibles a las mujeres.
Es posible que esta sea la respuesta más adecuada para el tipo de Alaska que en el pasado junio me preguntó qué podía decirle a él el feminismo. Recordando ahora la conversación, no puedo menos que pensar en la frase que John Lennon y Yoko Ono echaron a rodar en los tiempos de la guerra de Vietnam: “La guerra se acabó (si tú quieres)”. Siempre se piensa que esta frase solo vale para tiempos como los de la guerra de Vietnam o de las emprendidas por George W. Bush, pero no es así: es válida para cualquier tipo de guerra y todas las guerras, incluso las que se libran en nuestro corazón y nuestra mente.
El odio es una lucha agotadora sin victorias verdaderas y en la que los enemigos es lo peor que se puede tener. La mente de un violador no debe de ser un lugar agradable para vivir; los hombres que no escuchan y son incapaces de reconocer la humanidad de la mitad de la población se están perdiendo algo. ¡Si solo acabara la guerra! Tú, tipo de Alaska, sería bonito que pudieras cuidar el bienestar de los demás sin relacionarlo con las posibles ventajas para ti que también pudieran derivarse, sobre todo pensando en que ya tienes unas cuantas ventajas a las que nosotras aspiramos, como la de poder pasear por ahí sin la preocupación de que alguien nos elija como blanco de su agresión. 
La otra tarde fui a una charla sobre lo que hace que la Tierra sea habitable –la temperatura, la atmósfera, la distancia al Sol–; la daba una astrofísica que yo conozco. Yo había pensado pedirle a un joven que es amigo de una amiga mía que me acompañara hasta mi coche, que estaba en lo más oscuro del parque junto a la Academia de Ciencias de California, pero la astrofísica y yo empezamos a conversar y a caminar juntas sin siquiera pensar en la necesidad de hacerlo; después, yo la acerqué hasta su coche.
Un par de semanas antes, me encontré con Emma Sulkowics y un grupo de mujeres jóvenes que llevaban un colchón en el campus de la Universidad de Columbia, Quizá ya sabéis que Sulkowics es una estudiante de arte que dijo haber sido violada y no recibió nada que se pareciera a la justicia, tanto de parte de las autoridades del campus como del Departamento de Policía de Nueva York. Desde entonces, está dando testimonio de su difícil situación con una performance que consiste en llevar consigo un colchón siempre que está en el campus, a cualquier sitio de vaya.
La respuesta de los medios ha sido tremenda. Un equipo de filmación de documentales se hizo presente ese día; la mujer de edad mediana que llevaba la filmadora me dijo que si el campus está de acuerdo en que si hubieran existido unas pautas cuando ella era joven, si se hubiera reconocido el derecho de las mujeres a decir no y la obligación de los hombres a respetar las decisiones de las mujeres, su vida habría sido completamente diferente. Pensé un momento sobre lo que ella decía y me di cuenta de que también la mía lo habría sido. Entre los 12 y los 30 años, la mayor parte de mi energía la dediqué a sobrevivir a la depredación masculina. La revelación de que la humillación, las heridas y quizás incluso la muerte eran una posibilidad que podían infligirme personas extrañas y conocidos circunstanciales debido a mi condición de mujer y de que debía estar en guardia constantemente para evitar esa posibilidad... bueno, esto es parte de lo que hizo de mí una feminista.
Desde una perspectiva ambientalista, me preocupa muchísimo la habitabilidad de nuestro planeta, pero hasta que no sea completamente habitable como para que las mujeres puedan andar libremente por la calle sin el miedo constante de problemas y peligros, nosotras trabajaremos agobiadas por las cargas prácticas y psicológicas que reducen nuestros poderes. Es por esto que siendo una persona que piensa que ahora mismo el cambio climático es la cuestión más importante del mundo, continúe escribiendo sobre el feminismo y el derecho de las mujeres. Y celebrando la existencia de hombres que han hecho que el cambio del mundo sea algo un poco más posible o participan hoy en los grandes cambios en curso.




Rebecca Solnit , colaboradora regular de TomDispatch, es autora de 17 libros, incluyendo una versión revisada de su éxito de ventas Men Explain Things to Me y la recientemente publicada antología de sus ensayos sobre diversos lugares del mundo desde Detroit y Kioto hasta el Ártico, The Encyclopedia of Trouble and Spaciousness.
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