¿Qué hay que hacer para poner fin a la escalada violenta en Venezuela?
Es obvio que el imperio tiene un libreto, como lo advirtiera Chávez en
la conferencia que brindara el 10 de diciembre de 2007 en el Centro
Cultural de la Cooperación. Un libreto que contiene un programado
proceso de fascistización, como el que se viera en el Chile de Allende.
Luego, el manual se ha ido perfeccionando para diseñar nuevas
estrategias de “cambio de régimen”. Los casos de Libia, Siria, Ucrania y
Venezuela ilustran lo que venimos diciendo.
El sistema internacional atraviesa por una turbulenta fase de transición geopolítica global. Estados Unidos sigue siendo la potencia militar más importante del planeta, pero eso no le alcanza para ganar guerras, como lo prueban Vietnam, Irak y Afganistán. Sus aliados son cada vez más vacilantes e inciertos; sus vasallos, menos obedientes; y sus adversarios y rivales, cada vez más poderosos e influyentes. Washington pierde posiciones en Oriente Medio; en Asia Central, el sentimiento antinorteamericano llega a alturas sin precedentes; y en el Extremo Oriente, la creciente gravitación de China aparece como irresistible y conmueve las placas tectónicas del sistema internacional. Es en este cuadro de declinación imperial que hay que comprender la cruenta ofensiva sediciosa lanzada contra la Venezuela bolivariana, sede de la mayor reserva de petróleo del planeta. Tal como ocurriera en la década del ’70 del siglo pasado, cuando las derrotas en Indochina (Vietnam, Laos, Camboya) desataron una contraofensiva que culminó con la instalación de dictaduras militares en casi todos los países de América latina y el Caribe, el retroceso global de Estados Unidos lo impulsa nuevamente a buscar refugio en su “patio trasero”, como hace poco dijera John Kerry en su visita a la OEA. O en su tradicional “retaguardia estratégica”, como la definieran Fidel y el Che. Y para eso hay que barrer con regímenes políticos y gobiernos indeseables, a cualquier precio.
De ahí la enorme dificultad para poner fin al ataque de los fascistas en Venezuela, por más llamamientos al diálogo y a la paz que efectúe el presidente Nicolás Maduro. Venezuela es la cabeza de playa de una estrategia de desestabilización continental de las democracias latinoamericanas, que proseguirá en Ecuador y Bolivia hasta alcanzar a la Argentina, Brasil y Uruguay. Al final del camino asomaría una Latinoamérica similar a la que existía en vísperas de la Revolución Cubana, plagada de gobiernos neocoloniales y serviles en relación con los intereses económicos y geopolíticos de Washington. Esto es lo que convierte a la actual batalla de Venezuela en el equivalente de lo que fuera Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial: una batalla decisiva para nuestras democracias, los derechos humanos y las luchas emancipatorias en curso en la región.
Para detener esta escalada de violencia se requiere:
a) Una sostenida presión internacional y al interior de Estados Unidos para que la Casa Blanca deje de alentar, organizar y financiar a la derecha venezolana, y en especial a su ala fascista. Para eso, Barack Obama debe reconocer el legítimo triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 14 de abril de 2013, ratificado por la contundente victoria del chavismo en las municipales del 8 de diciembre de ese mismo año. Por lo hecho hasta ahora, Obama debería ser denunciado ante el Tribunal Penal Internacional como el principal instigador de la violencia que tantas muertes ha provocado en Venezuela.
b) Descargar todo el rigor de la ley sobre quienes quieren derribar al gobierno e imponer otro, apelando a la violencia. De lo contrario se produciría la metástasis de la fascistización, englobando a sectores cada vez más amplios de la oposición atraídos, por un lado, por la impunidad que se espera lograr del acosado gobierno bolivariano que ha sido excesivamente tolerante con los revoltosos (hablamos de gente que destruye bienes públicos y privados, tiende alambres de púa para degollar motociclistas, ataca con bombas molotov, etcétera); por el otro, por el “ejemplo exitoso” de Ucrania, en donde una turba de matones neonazis se montó sobre una protesta originalmente pacífica y, perpetrando toda clase de crímenes, se hizo del gobierno, que fue reconocido por la Casa Blanca y sus compinches de la Unión Europea.
c) Tercero, potenciar y mejorar la organización y la movilización de la base chavista. La derecha intentará combinar sus acciones violentas y destituyentes con el control “pacífico” de las calles con “guarimbas”, marchas y manifestaciones callejeras, y su abrumador control de los medios. El chavismo deberá recuperar su memoria y recordar que su predominio en las calles ha sido crucial para derrotar el golpe de 2002, y deberá seguir teniéndolo aun más hoy, más allá de cualquier acuerdo al que pueda llegarse en las mesas de diálogo. Y además habrá que hacer consciente a esa base chavista, y al pueblo en general, de que lo que está en juego es el futuro de la Revolución Bolivariana y las conquistas históricas de quince años, y que su efectiva defensa requiere inexorablemente la profundización del socialismo y el inmediato cumplimiento de las orientaciones establecidas por el comandante Hugo Chávez Frías en el “golpe de timón” dado a conocer el 20 de octubre de 2012.
Cualquier gobierno que surja como producto de esta contrarrevolución en marcha obrará del mismo modo que lo hizo el gobierno golpista de Pedro Carmona Estanga, cuando en su primer decreto derogó de un plumazo la Constitución de 1999 y todos los derechos establecidos en la misma, disolvió todos los poderes del Estado, declaró ilegal el marco jurídico existente, removió todas las autoridades surgidas del voto popular en los niveles nacional, estatal y municipal, y puso fin al convenio de cooperación con Cuba. Lo que está en juego es nada menos que el futuro de la revolución.
El sistema internacional atraviesa por una turbulenta fase de transición geopolítica global. Estados Unidos sigue siendo la potencia militar más importante del planeta, pero eso no le alcanza para ganar guerras, como lo prueban Vietnam, Irak y Afganistán. Sus aliados son cada vez más vacilantes e inciertos; sus vasallos, menos obedientes; y sus adversarios y rivales, cada vez más poderosos e influyentes. Washington pierde posiciones en Oriente Medio; en Asia Central, el sentimiento antinorteamericano llega a alturas sin precedentes; y en el Extremo Oriente, la creciente gravitación de China aparece como irresistible y conmueve las placas tectónicas del sistema internacional. Es en este cuadro de declinación imperial que hay que comprender la cruenta ofensiva sediciosa lanzada contra la Venezuela bolivariana, sede de la mayor reserva de petróleo del planeta. Tal como ocurriera en la década del ’70 del siglo pasado, cuando las derrotas en Indochina (Vietnam, Laos, Camboya) desataron una contraofensiva que culminó con la instalación de dictaduras militares en casi todos los países de América latina y el Caribe, el retroceso global de Estados Unidos lo impulsa nuevamente a buscar refugio en su “patio trasero”, como hace poco dijera John Kerry en su visita a la OEA. O en su tradicional “retaguardia estratégica”, como la definieran Fidel y el Che. Y para eso hay que barrer con regímenes políticos y gobiernos indeseables, a cualquier precio.
De ahí la enorme dificultad para poner fin al ataque de los fascistas en Venezuela, por más llamamientos al diálogo y a la paz que efectúe el presidente Nicolás Maduro. Venezuela es la cabeza de playa de una estrategia de desestabilización continental de las democracias latinoamericanas, que proseguirá en Ecuador y Bolivia hasta alcanzar a la Argentina, Brasil y Uruguay. Al final del camino asomaría una Latinoamérica similar a la que existía en vísperas de la Revolución Cubana, plagada de gobiernos neocoloniales y serviles en relación con los intereses económicos y geopolíticos de Washington. Esto es lo que convierte a la actual batalla de Venezuela en el equivalente de lo que fuera Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial: una batalla decisiva para nuestras democracias, los derechos humanos y las luchas emancipatorias en curso en la región.
Para detener esta escalada de violencia se requiere:
a) Una sostenida presión internacional y al interior de Estados Unidos para que la Casa Blanca deje de alentar, organizar y financiar a la derecha venezolana, y en especial a su ala fascista. Para eso, Barack Obama debe reconocer el legítimo triunfo de Nicolás Maduro en las elecciones del 14 de abril de 2013, ratificado por la contundente victoria del chavismo en las municipales del 8 de diciembre de ese mismo año. Por lo hecho hasta ahora, Obama debería ser denunciado ante el Tribunal Penal Internacional como el principal instigador de la violencia que tantas muertes ha provocado en Venezuela.
b) Descargar todo el rigor de la ley sobre quienes quieren derribar al gobierno e imponer otro, apelando a la violencia. De lo contrario se produciría la metástasis de la fascistización, englobando a sectores cada vez más amplios de la oposición atraídos, por un lado, por la impunidad que se espera lograr del acosado gobierno bolivariano que ha sido excesivamente tolerante con los revoltosos (hablamos de gente que destruye bienes públicos y privados, tiende alambres de púa para degollar motociclistas, ataca con bombas molotov, etcétera); por el otro, por el “ejemplo exitoso” de Ucrania, en donde una turba de matones neonazis se montó sobre una protesta originalmente pacífica y, perpetrando toda clase de crímenes, se hizo del gobierno, que fue reconocido por la Casa Blanca y sus compinches de la Unión Europea.
c) Tercero, potenciar y mejorar la organización y la movilización de la base chavista. La derecha intentará combinar sus acciones violentas y destituyentes con el control “pacífico” de las calles con “guarimbas”, marchas y manifestaciones callejeras, y su abrumador control de los medios. El chavismo deberá recuperar su memoria y recordar que su predominio en las calles ha sido crucial para derrotar el golpe de 2002, y deberá seguir teniéndolo aun más hoy, más allá de cualquier acuerdo al que pueda llegarse en las mesas de diálogo. Y además habrá que hacer consciente a esa base chavista, y al pueblo en general, de que lo que está en juego es el futuro de la Revolución Bolivariana y las conquistas históricas de quince años, y que su efectiva defensa requiere inexorablemente la profundización del socialismo y el inmediato cumplimiento de las orientaciones establecidas por el comandante Hugo Chávez Frías en el “golpe de timón” dado a conocer el 20 de octubre de 2012.
Cualquier gobierno que surja como producto de esta contrarrevolución en marcha obrará del mismo modo que lo hizo el gobierno golpista de Pedro Carmona Estanga, cuando en su primer decreto derogó de un plumazo la Constitución de 1999 y todos los derechos establecidos en la misma, disolvió todos los poderes del Estado, declaró ilegal el marco jurídico existente, removió todas las autoridades surgidas del voto popular en los niveles nacional, estatal y municipal, y puso fin al convenio de cooperación con Cuba. Lo que está en juego es nada menos que el futuro de la revolución.
El autor es: Director del PLED, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.
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