Revista Pueblos
 La decisión 
unilateral de Francia de intervenir en Malí, meses antes de la misión 
prevista por la ONU, ha hecho que 2013 se iniciara formalizando 
definitivamente la apertura de un nuevo frente bélico para Occidente. Un
 frente que podría ampliarse a todo el Sahel. Una vez más, se lleva a 
cabo en nombre de la “guerra contra el terrorismo” y en defensa de la 
población civil. Pero, ¿es ésa la motivación real de intervenciones como
 las de Afganistán, Irak, Libia o ahora Malí?
La decisión 
unilateral de Francia de intervenir en Malí, meses antes de la misión 
prevista por la ONU, ha hecho que 2013 se iniciara formalizando 
definitivamente la apertura de un nuevo frente bélico para Occidente. Un
 frente que podría ampliarse a todo el Sahel. Una vez más, se lleva a 
cabo en nombre de la “guerra contra el terrorismo” y en defensa de la 
población civil. Pero, ¿es ésa la motivación real de intervenciones como
 las de Afganistán, Irak, Libia o ahora Malí?
La frontera de la 
legalidad o ilegalidad de una intervención militar “humanitaria” es tan 
difusa como las fronteras en el desierto del Sahel. Del concepto de “no 
injerencia” del Tratado de Westfalia se pasaría luego al de “derecho de 
injerencia” y, tras el fin de la Guerra Fría, al “intervencionismo 
humanitario”. El loable cometido de éste es, oficialmente, el de “crear 
el entorno de seguridad necesario en un determinado país o región para 
que organismos humanitarios puedan, ante catástrofes naturales o 
conflictos bélicos, hacer llegar ayuda humanitaria a la población 
civil”. 
En el siglo XXI se reforzaría con la idea de “responsabilidad
 de proteger”, con fronteras también muy difusas, con las “misiones de 
pacificación”, de “interposición”, de “protección de la población civil”
 y un largo etcétera.
Algunos analistas entienden que la 
profusión de resoluciones aprobadas por la ONU durante los últimos 15 
años se explican por el intento de redimir las culpas por su actitud en 
Somalia en 1991 o su vergonzosa pasividad ante las matanzas de “limpieza
 étnica” en Ruanda en 1994 y Bosnia-Herzegovina en 1995.
Sin 
embargo, la abundancia de resoluciones no parece haber ayudado para que 
la ONU y las grandes potencias cambiaran las características de las 
intervenciones militares. Los casos de Afganistán e Irak son muestra de 
ello. Dos países devastados por guerras en los 80 y 90, que volvieron a 
ser escenario de nuevas guerras a partir del 11-S, y lo siguen siendo 
todavía. Una sangrante prueba del fracaso de la comunidad internacional.
Armas químicas estadounidenses para Sadam Husein
Coincidiendo
 con el fin de la Guerra Fría y el inicio del Nuevo Orden Mundial, tanto
 la ONU como la OTAN no objetaron que EEUU hiciera creer a Sadam Husein 
que no reaccionaría si lanzaba una operación para recuperar Kuwait. Así 
hizo caer en una trampa al viejo aliado, ya inservible.
La OTAN y
 la ONU aceptaron, también sin discusión, aquel alarmista informe de la 
CIA sobre las armas químicas en poder de Sadam. Ese informe no decía, 
sin embargo, –lo desveló luego el congresista demócrata Robert Byrd– que
 buena parte del arsenal biológico utilizado por Irak, tanto contra los 
rebeldes kurdos como en la guerra contra Irán (1980-1988), eran cepas de
 ántrax y botulismo enviadas por EEUU.
Años después, en septiembre de 2002, The New York Times
 publicó testimonios de oficiales estadounidenses en los que aportaban 
detalles de cómo el gobierno de Ronald Reagan había destinado a 60 
oficiales de la Agencia de Inteligencia de Defensa (AID) para 
proporcionar a los mandos militares de Sadam valiosa información sobre 
las tropas iraníes, así como para preparar conjuntamente las tácticas a 
utilizar en las batallas.
En aquellos años 80, la administración Reagan no sólo había montado la gran operación de entrenamiento y financiamiento de la contra nicaragüense desde territorio hondureño para derrocar al gobierno sandinista, sino que también apoyaba en Afganistán a los mujaidin
 para combatir contra las tropas soviéticas que ocupaban ese país, y 
apoyaba igualmente a Sadam Husein para que acabara con el flamante 
gobierno del ayatolá Jomeini.
Washington conocía bien el 
armamento de Irak, país que se convirtió en 1985 en el primer importador
 de armamento del mundo, gastando 1.000 millones de dólares al mes. 
Parte de ese material eran elementos para fabricar armas químicas, y 
procedía de EEUU.
¿Qué hizo la ONU para frenar esa operación 
encubierta que llevaban a cabo varios países en apoyo de Irak y en 
contra de Irán, armándolo incluso de armas químicas? Nada.
A 
todas luces era una guerra por el control del petróleo iraní. La 
revolución islámica había acabado con el gobierno del prooccidental y 
laico régimen del sha Reza Pavhlevi, lo que alteraba totalmente las 
reglas de juego y hacía peligrar el suministro del petróleo a Occidente.
A
 pesar de los apoyos recibidos, Sadam no pudo aplastar a la naciente 
revolución islámica. Con ello dejó de ser útil y resultaba incontrolable
 y peligroso. EEUU quería deshacerse de él. Lo indujo a invadir el 
emirato de Kuwait y, con ello, Washington obtuvo sin problemas el apoyo 
de la ONU para atacarlo. Había violado el territorio soberano de otro 
país.
A fines de agosto de 1990, pocas semanas después de esa 
invasión de Kuwait, el Consejo de Seguridad aprobaba su primera 
resolución de condena contra Sadam, la 660, a la que seguirían las 665 y
 670, para culminar con la 678, que dio luz verde al uso de la fuerza.
EEUU
 lideró la mayor fuerza militar multinacional –participaron 34 países, 
entre ellos España– que se hubiera visto desde la II Guerra Mundial.
Las ‘guerras contra el terror’ de Bush y la ONU
El 12 de septiembre de 2001, un día después del 11-S, Bush junior
 consiguió que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobara la resolución 
1.368 en la que se reconocía el derecho de EEUU a su “legítima defensa 
individual o colectiva”. La 1.373, reafirmó luego, aún más, el “derecho 
de defensa” de EEUU.
Washington invocó también, en el Consejo de 
la OTAN, el artículo 5 de su Tratado, nunca utilizado hasta el momento, 
por el cual un país miembro que sufre un acto de guerra, puede reclamar 
la acción solidaria de los restantes miembros.
Ni la ONU ni la 
OTAN pusieron objeción alguna, ni entonces ni después, a pesar de 
comprobar que Bush hacía una interpretación libre del “derecho de 
defensa”, y que, sin detenerse a mostrar a la ONU y a sus aliados 
sólidas pruebas contra el régimen de Kabul, decidía iniciar los 
demoledores bombardeos contra Afganistán en octubre de 2001.
A 
pesar de las numerosas irregularidades cometidas en relación a lo que 
determina la Carta fundacional de la ONU, esa nueva guerra fue 
reconocida como “legal”.
EEUU encontró en el argumento de la 
“legítima defensa” la coartada para iniciar su ansiada invasión de 
Afganistán. En los años 80 se había limitado a armar y entrenar en 
países vecinos a las milicias yihadistas que combatían contra el régimen
 apoyado por la URSS. Años en los que Obama bin Laden era aliado de 
EEUU; estaba en el bando de los buenos.
Tras derrocar al 
régimen talibán, EEUU logró imponer en la presidencia, hasta el día de 
hoy, a Hamid Karzai, un ex ejecutivo de la gran corporación energética 
estadounidense Unocal. Y ésta era precisamente la multinacional que 
hasta 1998 participaba como socia mayoritaria del consorcio que 
negociaba con el régimen talibán la construcción de un gasoducto que 
debía atravesar Turkmenistán, Afganistán, Pakistán, el mar de Arabia y 
el océano Índico.
A diferencia de esa guerra de Afganistán, 
calificada de “legal”, la segunda guerra contra Irak, iniciada en 2003, 
fue denunciada inicialmente como “ilegal”, como una guerra “unilateral” y
 de “agresión”. Pero su calificación cambiaría de estatus en poco 
tiempo.
EEUU, junto a Reino Unido, a la España de Aznar y a otro 
puñado de países, hicieron caso omiso a las resistencias que tenían a 
lanzar una nueva guerra contra Irak países como Alemania, Francia, Rusia
 y otros, que reclamaban pruebas fehacientes de la existencia de las 
“armas de destrucción masiva”. Pero EEUU sabía que los cerca de 2.000 
inspectores especializados en armas de destrucción masiva que actuaban 
sobre el terreno nunca las encontrarían.
 Sus expertos conocían 
que esas armas ya no existían, que, o habían sido destruidas en la 
guerra 1990-1991 o durante los 12 años posteriores en los que Irak fue 
sometido a un férreo embargo por parte de los vencedores.
Sus expertos conocían 
que esas armas ya no existían, que, o habían sido destruidas en la 
guerra 1990-1991 o durante los 12 años posteriores en los que Irak fue 
sometido a un férreo embargo por parte de los vencedores.
Pero, 
otra vez el olor del petróleo atraía con irresistible fuerza al 
petrolero Bush y sus aliados. Ante la imposibilidad de recuperar el 
control de Irán, Irak se hacía más importante aún. El petróleo, el gas, 
más el apetitoso botín que suponían y suponen las costosísimas obras de 
reconstrucción del país.
¿Cuál fue el papel de la ONU y de la comunidad
 internacional? Nuevamente, doblegarse. Alemania y Francia, que habían 
rechazado durante meses una acción militar apresurada contra Irak, 
cambiaron radicalmente de postura ni bien fue derrocado el régimen de 
Sadam. Tuvieron terror a perder su parte en el botín que ofrecía el Irak
 post Sadam.
Y otro tanto hizo Kofi Annan, el secretario general 
de la ONU, que pronto legitimó la ocupación de Irak, y haciendo una 
interpretación libre de la Carta Magna de Naciones Unidas, nombró a EEUU
 y Reino Unido “fuerzas ocupantes”, lo que les confirió poder para 
gestionar la actividad económica, política y militar de ese país.
La primavera árabe y la guerra de Libia
 La
 primavera árabe en los países del norte de África irrumpió con fuerza 
en el escenario mundial a partir de diciembre de 2011, tiró abajo a los 
dictadores de Túnez, Egipto y Libia, intenta todavía hacerlo en Siria, y
 obligó a mover ficha a déspotas como los de Marruecos y Argelia. 
Europa, más aún que EEUU, tardó en reaccionar frente a semejante 
terremoto, quedó descolocada. Sus relaciones económicas, financieras y 
militares con todos esos regímenes antidemocráticos, se vio alterada 
bruscamente en cuestión de días.
La
 primavera árabe en los países del norte de África irrumpió con fuerza 
en el escenario mundial a partir de diciembre de 2011, tiró abajo a los 
dictadores de Túnez, Egipto y Libia, intenta todavía hacerlo en Siria, y
 obligó a mover ficha a déspotas como los de Marruecos y Argelia. 
Europa, más aún que EEUU, tardó en reaccionar frente a semejante 
terremoto, quedó descolocada. Sus relaciones económicas, financieras y 
militares con todos esos regímenes antidemocráticos, se vio alterada 
bruscamente en cuestión de días.
Pero, finalmente, la Unión 
Europea (UE), al igual que EEUU, se adaptó a los nuevos vientos, se 
distanció de los déspotas que llevaban décadas en el poder, e intentó e 
intenta que los nuevos gobiernos sean dóciles a la hora de negociar, y 
que abracen entusiastas el libre mercado y las recetas neoliberales.
El
 caso libio fue el primero de la primavera árabe que dio lugar a una 
intervención militar extranjera. El resultado, un verdadero boomerang, que ha hecho que hoy haya tantas divisiones en la UE a la hora de decidir si repetir la experiencia en Siria.
Gadafi
 había sido acusado por Washington de estar detrás de los atentados 
terroristas en 1985 contra los aeropuertos de Roma y Viena, y de un 
ataque a una discoteca de Berlín frecuentada por soldados 
estadounidenses. Por ello, en 1986, Ronald Reagan hizo bombardear su jaima, en la que murió su hija Jana.
En
 1988 se acusó a Libia de estar detrás del atentado contra un avión de 
Pan Am en pleno vuelo sobre Escocia, que provocó 270 muertos. Y Gadafi 
terminó aceptando su responsabilidad, entregando a los agentes acusados 
por Reino Unido e indemnizando a las víctimas.
Corría el año 
2003, Gadafi, había comenzado su gran giro. Ese año anunciaba la 
eliminación de su programa de armas de destrucción masiva y, tras ello, 
EEUU reanudaba las relaciones diplomáticas. En 2009 lo hacía la UE, que 
comenzó a recibir diariamente más de un millón de barriles de petróleo 
libio.
Berlusconi estableció una estrecha relación económica y 
política. Sarkozy está siendo investigado ahora por la acusación de 
haber financiado parte de la campaña electoral que lo llevó a la 
presidencia de Francia con dinero de Gadafi.
Obama estrechaba la 
mano de Gadafi en un encuentro en Italia entre el G-8 y los países 
africanos. Para Occidente, Gadafi se había abuenado. Pero el 
idilio terminaría al irrumpir en escena un protagonista no invitado: el 
pueblo libio. Y Gadafi, el más antiguo dictador de toda la región, 
mostró su cara más sangrienta, ordenando matar, en una desesperada lucha
 por aferrarse al poder. Occidente se vio obligado a actuar.
Paradójicamente,
 fue Sarkozy quien tomó la iniciativa y, aprovechando la ambigüedad de 
la resolución 1.973 de la ONU –que hablaba de “responsabilidad de 
proteger a la población civil”–, envió una flotilla de cazas a 
bombardear posiciones libias. La operación Oddissey Down quedó pronto bajo control del Africom, el poderoso mando regional de EEUU para Africa.
La
 resolución no autorizaba explícitamente el uso de la fuerza pero esa 
imprecisión fue utilizada por la OTAN para tomar abiertamente posición a
 favor de uno de los bandos, como una fuerza de los rebeldes más.
Armas y combatientes de Libia a Malí 
Mientras
 Libia se sumía en una situación caótica tras la muerte de Gadafi, con 
enfrentamientos sangrientos en el seno de las filas rebeldes, miles de 
combatientes tuareg reclutados por Gadafi y yihadistas salafistas que 
combatieron contra él se aprovisionaban con las armas suministradas por 
las potencias atacantes y con las de los propios arsenales libios, e 
iniciaban rumbo hacia Malí. Ya había advertido de ese peligro la Unión 
Africana en su cumbre en Mauritania en marzo de 2011.
El 
yihadismo no reconoce fronteras desde que EEUU le ayudó en los 80 a 
lanzar contra el Ejército Rojo en Afganistán la primera yihad del siglo 
XX y crear Al Qaeda.
Otra vez volvió a ser Francia –en este caso 
de la mano de François Hollande– quien lanzó la intervención militar a 
pedido del antidemocrático poder militar de Malí, surgido del golpe de 
Estado que en marzo de 2012 derrocó al presidente Touré. Los rebeldes 
estaban por apoderarse de la capital, Bamako, y Francia decidió actuar.
A
 pesar de haberse adelantado unilateralmente a la intervención aprobada 
por la ONU para octubre de 2013 con tropas africanas, la ONU, la UE, al 
igual que la OTAN, legitimaron rápidamente la intervención y se sumaron a
 ella.
Hollande declaraba que Francia no tenía ningún interés 
propio en el conflicto y los medios de comunicación así lo repitieron. 
Ocultaba así que Francia nunca abandonó el control económico, político y
 militar de sus ex colonias independizadas a inicios de los años 60. 
Sarkozy ya intervino en Costa de Marfil en 2011.
La historia se 
repite. Francia no se resigna a perder ni en manos de China ni de los 
salafistas el control de recursos naturales tan valiosos.
Malí es
 el tercer productor de oro del mundo; cuenta con uranio y la petrolera 
francesa Total explora su subsuelo en busca de petróleo. Es fronterizo 
con siete países, entre ellos Níger, donde Francia explota, a través de 
la multinacional Areva, dos de sus minas de uranio, de las cuales extrae
 el 40 por ciento del mineral que necesita para mantener en 
funcionamiento a sus 59 reactores nucleares.
España participa en 
Areva con un 10 por ciento de su capital a través de la empresa Enusa. 
No es casual que estuviera entre los primeros países en enviar militares
 para apoyar la intervención en Malí. El destacamento Marfil –forma 
parte de la misión de entrenamiento de la UE (EUTM Malí)– protege la 
base de Koulikoro, cerca de Bamako, y forma al ejército maliense, 
denunciado sistemáticamente por sus graves violaciones a los derechos 
humanos. Ese ejército que reprime a diario –al igual que lo hacen los 
militares en Níger– a quienes se manifiestan contra el expolio de sus 
riquezas naturales y contra la contaminación de su medioambiente.
EEUU ha obtenido autorización de Níger para instalar una base de sus mortíferos aviones no tripulados, los drones,
 reforzando el fuerte despliegue que Francia tiene en todo el Sahel. A 
nadie se le escapa que la intervención en Malí puede extenderse a todo 
el África subsahariana.
Una vez más, y al igual que hacía Bush 
con su guerra contra el terror, las potencias intervinientes justifican 
su actuación ante los avances del terrorismo yihadista. Sin duda un 
peligro real, pero un planteamiento falso, hipócrita.
Lo que 
ocultan es cuánta responsabilidad han tenido en su auge, con su avaricia
 neocolonialista para controlar los recursos de esos países; con su 
complicidad interesada con múltiples dictadores; con su visión 
cortoplacista que les lleva a alianzas con sectores extremistas que 
luego se convierten en boomerang; con los atropellos constantes 
contra la población civil a la que dicen defender y que, en definitiva, 
es la que sigue poniendo los muertos.
Roberto Montoya es periodista y escritor especializado en política internacional. Autor, entre otros, de los libros El imperio global y La impunidad imperial.
Artículo publicado en el número 57 de Pueblos – Revista de Información y Debate, tercer trimestre de 2013.
 



 

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