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Traducción por S. Seguí |
Es casi seguro que
vamos a sufrir, más temprano que tarde, otro catastrófico ataque
terrorista en suelo americano. La torpeza de nuestros militares en
Oriente Próximo; los estados fallidos que han surgido de la mala gestión
y el caos de Iraq y Afganistán; los millones de inocentes que hemos
expulsado de sus casas, aterrorizados o sacrificados; los regímenes
títeres en quiebra que hemos equipado y entrenado y que no van a luchar;
las enormes cantidades de munición y equipo militar que hemos permitido
que cayeran en manos de los yihadistas, miles de ellos con pasaportes
occidentales; y una miope política exterior cuyo único principio es que
la violencia institucional nos sacará del atolladero creado previamente
por nuestra propia violencia institucional, lo que significa que, al
igual que Francia, estamos en la misma onda.
Todos los principales
candidatos a la presidencia, incluyendo Bernie Sanders, junto a unos
medios de comunicación que son una cámara de resonancia descarada de las
elites, abrazan la guerra sin fin. Se ha perdido el arte de la
diplomacia, la capacidad de leer el paisaje cultural, político,
lingüístico y religioso de aquellos a quienes dominamos por la fuerza,
el esfuerzo para diseccionar las raíces de la ira y la violencia
yihadistas, y la simple comprensión de que los musulmanes no quieren
sufrir la ocupación más de lo que nosotros querríamos sufrirla.
Otro ataque terrorista yihadista en Estados Unidos extinguirá lo que
queda de nuestra anémica y en gran medida disfuncional democracia. El
estado manipulará y atizará aún con más entusiasmo el miedo. Se
suprimirá lo que reste de nuestras libertades civiles. Los grupos que
desafían al Estado corporativo –como Black Lives Matter (Las
vidas negras importan), los activistas del cambio climático y los
anticapitalistas– se convertirán en blancos objeto de eliminación, a
medida que el país se deslice hacia el mundo maniqueo de “nosotros o
ellos”, de traidores contra patriotas. La cultura se reducirá a un
batiburrillo sentimental y un kitsch patriótico. La violencia será
santificada, en Hollywood y en los medios, como un agente purificador.
Cualquier crítica de la cruzada o de los que han conducido a ella será
herejía. La policía y los militares serán deificados. El nacionalismo,
cuya esencia es la autoexaltación y el racismo, distorsionará nuestra
percepción de la realidad. Nos reuniremos como niños asustados alrededor
de la bandera. Cantaremos el himno nacional al unísono. Nos
arrodillaremos ante el Estado y los órganos de seguridad interna.
Pediremos a nuestros dueños que nos salven. Estaremos paralizados por la
psicosis de guerra permanente.
En tiempo de guerra, el discurso público emite los demenciales balbuceos del rey Lear: “Así pues, matad, matad, matad, matad, matad, matad”.
Los demagogos braman pidiendo más bombas y más cadáveres enemigos. Los
militares y los especuladores de la guerra hacen realidad sus deseos. El
público vitorea la matanza. La victoria está asegurada. La nación se
alegra cuando la nueva cara del mal ha sido erradicada. Pero cuando una
de las caras del mal –el jeque Ahmed Yassin, Saddam Hussein, Osama bin
Laden, Abu Musab al-Zarqawi o Abdelhamid Abaaoud– es exterminada, otra
surge rápidamente para tomar su lugar. Es una vana búsqueda sin fin.
La violencia genera contraviolencia. El ciclo no se detiene hasta tanto
no cesa la matanza. En tiempos de guerra, todo lo que nos hace humanos
–el amor, la empatía, la ternura y la bondad– se descarta como inútil y
signo de debilidad. Nos deleitamos en una hipermasculinidad demente.
Perdemos la capacidad de sentir y comprender. Sólo nos apena lo nuestro.
También celebramos nuestros mártires glorificados. Atribuimos a
nuestros santificados cadáveres las nobles virtudes y bondades que
definen nuestro mito nacional, haciendo caso omiso de nuestra
complicidad en la perpetuación del ciclo incesante de la muerte. Después
de todo, nuestros aviones no tripulados y nuestros ataques aéreos han
decapitado a muchas más personas, incluyendo niños, que el Estado
Islámico.
Los yihadistas trolean la Internet y los oscuros
pasillos de los bloques de viviendas sociales en los márgenes de las
ciudades francesas y en los barrios pobres de las ciudades iraquíes, en
busca de jóvenes desechados por la guerra y el neoliberalismo, al igual
que los reclutadores de nuestro Ejército olfatean nuestros propios
descartados y desposeídos y los envían a luchar. Jóvenes marginados a
los que se les ofrece la ilusión del heroísmo, la gloria e incluso el
martirio, prometiéndoles una oportunidad de estar armados y sentirse
poderosos, se dejan seducir por estos carroñeros. Cientos de millones de
personas en todo el mundo han sido descartados por la globalización
como basura humana. No tienen ningún valor para el Estado corporativo.
Se les niega el empleo, los servicios sociales, la dignidad y la
autoestima. Son presa fácil de los cantos de sirena de aquellos para
quienes la guerra es un lucrativo negocio. Se visten de uniforme.
Sacrifican su individualidad. Experimentan la droga embriagadora de la
violencia. Asumen una nueva identidad, la de guerrero.
En el
momento en que ven más allá de las ilusiones y las mentiras, en el
momento en que comprenden de qué modo los han utilizado y traicionado,
están ya rotos, mutilados o muertos. No importa. Hay legiones detrás de
ellos esperando ansiosamente su oportunidad.
Hemos perdido las
guerras de Iraq y Afganistán. El Iraq unificado ha sido fragmentado en
enclaves antagónicos enfrentados. Nunca volverá a ser un solo país. Nos
aseguramos de que Iraq sería un estado fallido en el momento en que lo
invadimos y disolvimos su ejército, su policía y aparato de gobierno; el
momento en que estúpidamente tratamos de dominar el país por la fuerza,
incluyendo para ello el encuadramiento y la organización de escuadrones
de la muerte chiíes que llevaron a cabo un reinado de terror contra los
sunitas. Los insurgentes iraquíes, al-Qaeda y, más tarde, el Estado
Islámico fueron capaces de reclutar con facilidad masas de enfurecidos
desposeídos cuyas familias han sido destrozadas desde la invasión de
2003, cuyas infancias han contemplado la pobreza extrema, el miedo, la
falta de educación y servicios básicos, y horribles actos de violencia, y
que no conciben, correctamente, ningún futuro bajo la ocupación
estadounidense. El Estado Islámico controla ya una zona del tamaño del
estado de Texas, tallada de lo que queda de Siria e Iraq. Todos nuestros
ataques aéreos no conseguirán expulsarlos. La situación no es mejor en
Afganistán. Los talibanes controlan una parte mayor de Afganistán que
cuando invadimos el país hace 14 años. El régimen títere de Kabul que
armamos y apoyamos es odiado, brutal y corrupto, y está inmerso en el
tráfico de drogas y paralizado por la cobardía. Además, está fuertemente
infiltrado por los talibanes. El régimen de Kabul se derrumbará en el
momento mismo en que partamos. Billones y billones de dólares, además de
cientos de miles de vidas, se han despilfarrado por nada, en un momento
en que el cambio climático nos pone cada vez más cerca de la extinción
de la especie humana.
Nos metimos en conflictos que no
entendíamos. Nos movíamos impulsados por la fantasía. Se suponía que
con la ocupación de Iraq deberían habernos recibido como libertadores.
Planeamos implantar la democracia en Bagdad y extenderla por todo
Oriente Próximo. Nos vendieron la promesa absurda de que los ingresos
del petróleo pagarían la reconstrucción. En cambio, nuestra locura
generó el colapso político, social y económico, la pobreza generalizada,
los desplazamientos masivos, la miseria y una rabia que dio a luz a
yihadismo radical en Iraq y en toda la región.
La
desintegración de Iraq, Siria y Afganistán nos ha obligado a formar una
alianza de facto con Irán para combatir el Estado Islámico y los
talibanes. Esta desintegración ha puesto patas arriba nuestro objetivo
de derrocar el régimen sirio de Bashar el Assad. Ahora asumimos
funciones, junto con los rusos, de sustitutos de la fuerza aérea de
Assad. Y teniendo en cuenta que los combatientes de Hezbolá, que Estados
Unidos e Israel condenan como terroristas y han jurado destruir, están
integrados en el ejército de Assad, estamos sirviendo también de
sustituto de la fuerza aérea de Hezbolá. El régimen iraquí está dominado
por los mulás de Irán. Los objetivos utilizados para justificar estos
conflictos, incluyendo la promesa de erradicar el yihadismo extremista,
han fracasado todos.
En la guerra sin fin, los enemigos de ayer
pueden llegar a convertirse en aliados de hoy. Este es un tema de
George Orwell captó en su novela distópica “1984”.
En un
momento dado, por ejemplo en 1984 (si estuviéramos en 1984), Oceanía
estaba en guerra con Eurasia y formaba alianza con Asia Oriental. De
ningún modo, en público o en privado, era admisible afirmar que las tres
potencias hubieran estado alineadas de otra manera. En realidad, como
Winston bien sabía, hacía tan sólo cuatro años que Oceanía había estado
en guerra con Asia Oriental y en alianza con Eurasia. Pero eso no se
trataba más que de un fragmento de conocimiento furtivo, que Winston
poseía porque su memoria no estaba satisfactoriamente bajo control.
Oficialmente el cambio de alianzas nunca había tenido lugar. Oceanía
estaba en guerra con Eurasia; por lo tanto, Oceanía siempre había estado
en guerra con Eurasia. El enemigo del momento siempre representa el mal
absoluto, y se sigue que cualquier acuerdo pasado o futuro con él es
imposible.
Esto no terminará bien. La violencia masiva que
empleamos en todo el Oriente Próximo nunca logrará sus objetivos. El
terrorismo de Estado no va a derrotar los actos individuales de
terrorismo. Cada vez más inocentes serán sacrificados, aquí y en el
extranjero, en una campaña furiosa e inútil. La rabia y la humillación
colectiva seguirán en aumento. A medida que seguimos fallando a la hora
de bloquear los ataques dirigidos contra nosotros, cada vez seremos más
agresivos y más letales. Los enemigos internos –en particular los
musulmanes– serán demonizados, sufrirán crímenes de odio y serán
perseguidos. Las formas más tibias de crítica y disidencia serán
criminalizadas.
Somos rehenes, como Israel, de un torbellino
acelerado de muerte. Sólo cuando estemos agotados y vacíos, cuando el
número de muertos y mutilados nos abrume, finalizará esta sed de sangre.
Para entonces, el mundo que nos rodea será irreconocible y, me temo,
irredimible.
Fuente original: http://tlaxcala-int.org/article.asp?reference=16640
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