Opinión
Desde hace unos años que varias organizaciones académicas y campesinas internacionales buscan integrar al movimiento agroecológico dentro de la agenda de la FAO, del desarrollo sostenible y de las metas del milenio. Hoy en México es nítido el surgimiento y empuje de procesos agroecológicos en muchas de las comunidades rurales del país expresado en cientos de experiencias, escuelas campesinas, publicaciones académicas, redes de promotores y articulaciones entre productores y consumidores, entre muchas otras. Esta incorporación puede es vista como una oportunidad para este movimiento aunque no esté exenta de riesgos. Para ejemplo baste la visión de la agroecología como “una agricultura competitiva y con sostenibilidad” como la definió el recién nombrado secretario de agricultura federal.
La agroecología puede ser vista de muchas formas, pero básicamente es una mediación de saberes empíricos campesinos y de sistematizaciones de la ciencia agronómica sobre el manejo y control de plagas, la gestión de la fertilidad del suelo, la selección, mejoramiento y diversificación de la semilla, la salud de la planta y el aprovechamiento de la energía disponible, entre muchos otros aspectos técnicos. Efectivamente la agroecología podría ser uno de los pilares para hacer frente a la crisis sistémica actual como lo fue para Cuba durante el sofocante periodo especial de los años 90’s. La agroecología puede ofrecer una renovación para los ecosistemas severamente amenazados y dañados por las contradicciones del modelo de agricultura industrial, generador de una tercera parte de los gases invernadero.
Sin embargo la agroecología es mucho más que una opción técnica para complementar prácticas agrícolas, al ponerle el adjetivo de “comunitaria” supera el manejo de la parcela y se convierte en un paradigma político y filosófico capaz de revitalizar la organización de los campesinos sobre sus territorios. La agroecología implica una filosofía de cambios en la lógica de los productores agrícolas pero también de los consumidores: Crea relaciones más próximas entre el campo y la ciudad, y fundamentalmente entre los humanos y la naturaleza entendida como “lo vivo”. Puede convertir a los despojados rurales en sujetos actuantes, conscientes y capaces de decidir su propio rumbo y aspiraciones. En Brasil, Bolivia, India y algunas eco-comunidades europeas comienza a convertirse en un movimiento pacífico y profundo con efectos importantes en el saneamiento ambiental de los sistemas alimentarios que nutren a ciertos circuitos urbanos, pero sobre todo al impulsar un espíritu colectivista de los campesinos sobre sus territorios desde la perspectiva de una autonomía ambiental. Por ello, toda propuesta que no aspire a crear una agroecología comunitaria resulta una mera simulación demagógica y una estrategia de marketing dentro de la nueva oleada corporativa de la también llamada “revolución verde”.
La discusión para dilucidar cuál es la agroecología que está surgiendo en México requiere de varias pistas: una de ellas fue el Encuentro Internacional de Economía Campesina y Agroecología celebrado el pasado 30 de agosto por la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo (ANEC). Dicha organización ha logrado ser la mediadora entre los medianos agricultores campesinos ante las corrosivas políticas públicas agrícolas lanzadas a partir de la firma del TLCAN. La ANEC a la vista de otras organizaciones es un ente sui géneris que estrena tardíamente el discurso agroecológico. Lo cierto es que la ANEC y la Universidad de Chapingo firmaron un convenio para implementar un modelo de agricultura denominado de “Conocimientos Integrados” (ACI) que habrá que revisar. El líder de la asociación, Víctor Suárez, cercano políticamente a Morena, presentó una agenda a tratar con el nuevo secretario de la SAGARPA que incluye el lanzamiento de un “Programa de apoyos al pequeño Productor” (Programa Epecial-S266), la búsqueda de un nuevo sistema de precios y de comercialización, y la necesidad de masificar las experiencias agroecológicas exitosas. En concreto, la adecuación agroecológica que propone la ANEC apunta a un proyecto institucional aprovechando el inédito marco global que abre la FAO a partir de septiembre de 2014 en su reunión Roma, pero con ausencias importantes para evitar sectarismos con otras organizaciones de vanguardia cuya presencia en México es desde hace tiempo poco menos que invisible.
Como resultado de este encuentro muchas de las organizaciones e instituciones invitadas como el con el Instituto de Políticas Agrícolas y Comerciales de Minneapolis, la asociación Semillas de Vida, la UAM-X, la Universidad Autónoma Chapingo, el Barzón, la Unión de pueblos de Morelos, la Vía Orgánica, entre muchas otras, acordaron crear un Plan Agroecológico para México construido con y para las bases campesinas locales de todo el territorio nacional. Este plan nacional buscaría trabajar hacia la transición agroecológica mediante la imposición de medidas de protección extraordinarias ante el dumping de maíces americanos que ansían entrar a México; defender los territorios, las semillas y los recursos asociados a la identidad cultural campesina; la constitución de un observatorio de agroecología que vigile los programas y aplicación de políticas públicas a nivel territorial; y la necesidad de aumentar el financiamiento público para fomentar la investigación agroecológica.
¿Serán estas articulaciones capaces de despertar a una colectividad de sujetos campesinos prestos a “masificar” la agroecología?, o más bien, ¿estamos ante un “deslavamiento” agroecológico que terminará transformado en minucias para un sector agropecuario? Según Sebastião Pinheiro, destacado agroecólogo brasileño, “México es el país ideal –dadas sus condiciones sociales y cognitivas– para la revolución pacífica de agroecología”. Otros filósofos agrarios como Armando Bartra afirman que esta revolución se dará con la apropiación de las políticas agrícolas por los campesinos a partir de una construcción “desde abajo”. La idea infiere un efecto cascada del control campesino de la política agrícola. Esta propuesta parece contraria a las existentes en muchas comunidades campesinas e indígenas que ya controlan sus territorios precisamente basados contra el maniqueo de las políticas agrícolas como sucede con los caracoles zapatistas en Chiapas, Oslula y Cherán en Michoacán, el Congreso de los Pueblos en Morelos, las decenas de comunidades indígenas de la sierra norte de Puebla y del Istmo Tehuantepec en Oaxaca, las comunidades otomíes nañus de Xochicuatla, las de Atenco en el Estado de México y las del pueblo yaqui, por solo nombrar unas cuantas de las cerca de 2 mil experiencias en el país documentadas por Víctor Toledo. Tampoco se puede ignorar el resurgimiento de la “madre tierra” como un concepto central de los pueblos indígenas y campesinos, o del “buen vivir” en una era marcada por el paradigma de la supervivencia, como lo documenta Omar Giraldo. Esta coyuntura también se acompaña de una teología social que encabeza la iglesia católica cuyo trabajo en paralelo, apuesta por un proyecto de agroecología comunitaria.
La revolución colectiva para la reafirmación y apropiación del territorio por los campesinos no será algo que apoyen los oficiales y funcionarios de la Sagarpa, la Semarnat, la Sedesol o la Sedatu. Son precisamente estas instituciones las que nos han puesto en la desastrosa debacle sanitaria y socio-ambiental en la que estamos. Por el contrario, a pesar de los reportes, campañas y los artículos en contra los transgénicos y el glifosato divulgados por la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS), el informe de Greenpeace sobre insecticidas, el reporte de la Red de Acción en Plaguicidas y sus Alternativas en México (RAPAM), y otros tantos, las autoridades continúan ignorando con negligencia o por colusión la transformación de una alimentación sana a una de productos comestibles insalubres.
En estricto sentido, la agroecología no debería ser un instrumento para los esquemas clientelistas capaces de crear nuevas dependencias mediante pagos o compensaciones. Si se aplica desde esa lógica, se corre el riesgo de impulsar un modelo que termine profundizando la fragmentación de los territorios pero también de la solidaridad entre los movimientos campesinos y de la sociedad en general. El condicionamiento económico para que los campesinos realicen “prácticas competitivas y sustentables” es un tema que puede mermar las capacidades de los sujetos para experimentar su autonomía dentro del ámbito de lo local. Si el estado quiere ofrecer una prueba de buena voluntad ecológica bien podría ponerse del lado del amparo colectivo en contra de la siembra transgénica y de paso apostar por una suspensión definitiva para los transgénicos en México así como promover leyes para el etiquetamiento más detallado de todo producto comestible proveniente de Estados Unidos.
Sabemos que no lo harán ya sea por ineptitud, corrupción o conveniencia. Entonces la pregunta de si estamos ante una agroecología demagógica o una comunitaria puede ser respondida de una vez. Falta sin embargo otra pregunta: ¿será capaz el Estado con su demagogia y políticas simuladoras de cooptar el empoderamiento comunitario? Nuestro sentir-pensar apuesta por la esperanza de que será la agroecología comunitaria la que cooptará con su revolución pacífica a cualquier política e intensión simuladora provenga desde donde provenga.
http://www.alainet.org/es/articulo/172222
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