miércoles, 15 de mayo de 2013



El dolor de perder a un hijo en la masacre de Curuguaty

Por Flavia Borja | fborja@uhora.com.py 


Élida Benítez está quebrada. Lo dicen sus lágrimas que se le escapan sin disimulo apenas pronuncia los nombres de sus hijos: Néstor, Adalberto y Adolfo, tres de sus ocho hijos que no están con ella, Adolfo porque murió, los otros dos porque están presos.

Las palabras se le quedan atragantadas, no pueden traspasar sus labios y aunque trata de contenerse no lo logra. Es que la herida todavía es muy reciente. Es una de esas heridas que no se curan jamás, la pérdida de un hijo no se supera, esa es la sensación que transmite su mirada.
Y como apenas puede articular palabras, llora. Así expresa su dolor por lo que ocurrió con sus hijos, quienes aquel 15 de junio de 2012 en Marina Cué, Curuguaty, esperaban conseguir un lugar donde criar a sus hijos, así como su madre y su padre Mariano Castro lucharon por salir adelante con ellos y sus demás hermanos.

La última vez que vio a Adolfo fue el jueves anterior a la masacre. Él le aseguró que ya habían ganado las tierras y le pidió que no se preocupe, pero Adolfo fue uno de los diecisiete muertos.
Aquella jornada tuvo un final sangriento. Murieron once campesinos y seis policías, todos paraguayos, que terminaron enfrentados en la defensa de la misma tierra; unos para asentarse y criar allí a sus hijos, los otros porque tenían órdenes de defender la parcela que Campos Morombi litiga, actualmente, al Estado paraguayo.
A la sombra del árbol bajo el cual comparte su historia no puede evitar que se le quiebre la voz, porque ahora le duele más que ayer, y mañana le dolerá más que hoy. A medida que los días pasan los extraña más y no deja de pensar en que Adalberto y Néstor corren el riesgo de sufrir una alta condena (entre 25 y 30 años, según le cuentan) por la masacre de Curuguaty.
Élida no tiene expectativas de felicidad por el Día de la Madre, para ella este 15 de mayo es día de recordar los once meses de la muerte de Adolfo en una tragedia que, además, dejó tras las rejas a Néstor y Adalberto. Que dejó sin padres a sus nietos y sin esposos a sus nueras, que dejó su familia en pedazos.
A pesar de todo, a sus 47 años saca fuerzas para seguir adelante, para pedir que liberen a sus hijos, que los dejen estar con ella como antes cuando vivían todos juntos y felices, como ella misma expresa.
"Les pido que tengan corazón y que les den a mis hijos su libertad, si esos que están en el poder tienen familia, si tienen madre, eso les pido", dijo Élida, al tiempo de mencionar que eso le traerá un gran alivio.
Dejar de conmoverse es imposible ante su seguridad de que crió hombres de bien, trabajadores y respetuosos. Hombres que, en sus palabras, no pueden pagar una pena por un crimen que no cometieron y que, a su criterio, las autoridades están dejando solamente bajo responsabilidad de los campesinos, cuando ellos jamás se imaginaban lo que ocurriría.
Al lado de su marido don Castro, como se le conoce en la zona, la mujer de piel morena, originaria de la zona, dice que la muerte de su hijo es algo que no va a pasar, es el dolor más grande que afronta y solo le resta recordar.
La empatía es insuficiente para explicar el dolor y a la vez el coraje de Élida Benítez, que este 15 de mayo tendrá como tarea principal, pararse al pie de la cruz de su hijo, rezar y esperar que la justicia terrenal le devuelva a los otros dos que siguen vivos.
MARINA CUÉ. El 15 de junio de 2012, agentes del Grupo de Operaciones Especiales (GEO) ingresaron a Marina Cué para desalojar a un grupo de campesinos que, desde hace más de ocho años, lucha por las dos mil hectáreas donadas al Estado en 1967, y declarada de interés social para la reforma agraria en 2004, durante la presidencia de Nicanor Duarte Frutos, pero que, sin embargo, la empresa Campos Morombi pretende como suyas y, actualmente, está litigando por ellas.
La orden emitida por el juez José Benítez era de allanamiento, pero los policías pretendían desalojar a los labriegos, con quienes se enfrentaron, produciéndose el fallecimiento de once campesinos y seis policías.
El hecho derivó en la destitución, mediante juicio político en el Parlamento, del entonces presidente Fernando Lugo.

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