Página/12
Es cierto que la decisión de Nicolás Maduro de cerrar por tiempo indeterminado parte de la extensa y porosa frontera que Venezuela comparte con Colombia, junto a la deportación de poco más de un millar de colombianos, puede sonar en principio un tanto excesiva.
No obstante, contra la proliferación de juicios apresurados, conviene contextualizar la medida y alumbrar algunos aspectos, no tanto con el fin de forzar su justificación, sino para dilucidar su racionalidad y habilitar una comprensión más cabal del problema. A nadie sorprende, por lo demás, que estos elementos que complejizan el escenario hayan brillado por su ausencia en la catarata de críticas –tanto de medios como de distintos sectores políticos de la región y más allá– vertidas sobre el gobierno bolivariano tras la decisión tomada hace un mes.
Con el horizonte planteado, la primera cuestión a mirar refiere a los exorbitantes costos que supone para la economía venezolana el enmarañado sistema de contrabando de bienes hacia Colombia. En efecto, el volumen incuantificable de productos –principalmente alimentos, medicamentos y combustibles– subsidiados por el Estado venezolano, que son traspasados ilegalmente a suelo neogranadino para ser vendidos veinte, cincuenta y hasta cien veces por encima de su valor, significan millonarias pérdidas para las arcas bolivarianas, que –por otra parte– lejos están de atravesar su época más próspera. Apenas un ejemplo: Eulogio del Pino, presidente de Pdvsa, cifraba hace unos meses en cien mil los barriles de crudo que se filtraban diariamente a Colombia de manera ilegal. No es difícil imaginar cuán relacionado está ese flujo descontrolado de bienes con el desabastecimiento que sufren muchos mercados venezolanos, no sólo en estados fronterizos como Zulia o Táchira, sino también en la zona del llano y hasta en la propia Caracas. Las cifras oficiales estiman que casi un 40 por ciento de los alimentos importados por Venezuela terminan ilegalmente del lado colombiano. Para reforzar lo dicho: el día posterior al cierre de fronteras, en el estado venezolano de Táchira se vendieron un millón de litros menos de combustible.
Las cifras y los datos podrían extenderse ampliamente dejando en claro una cosa: aunque extremo, el cierre de fronteras resulta para Venezuela –país que ha desplegado una política de subsidios alimentarios y otros bienes como ningún otro– una medida tan legítima como necesaria en pos de su gobernabilidad económica y contra la paraeconomía institucionalizada, incluso, por el Estado colombiano.
La otra cuestión central que emergió de manera lateral con la crisis fronteriza es el fuerte carácter excluyente de la economía colombiana –ubicada por la ONU en el puesto número doce dentro de las más desiguales del planeta–, vuelta evidente por estos días en un doble aspecto: primero, en los millones de colombianos que han sufrido en las últimas décadas, y particularmente en los últimos años, el desplazamiento forzado tanto dentro como fuera de las fronteras, no solo a causa del prolongado conflicto armado, sino movidos en su mayoría por razones de urgencia económica. Segundo: el altísimo porcentaje de pobladores de los estados colombianos linderos con Venezuela que, a falta de otras oportunidades, han hecho del contrabando un modo de subsistencia, tratando de apropiarse de una pequeñísima porción de los millones que genera el mercado ilegal y convirtiéndose en mano de obra barata de poderosos traficantes.
Tomando en cuenta lo dicho, no es forzoso sostener que una parte importante del contrabando impulsado desde Colombia se explica como una consecuencia derivada de un entramado socioeconómico que es, a todas luces, incapaz de contener a grandes sectores de la población.
Finalmente, una cuestión interesante: el filoso contrapunto discursivo de las últimas semanas entre Maduro y Santos fue adquiriendo un tinte ideológico cada vez más fuerte, que expresó de un modo muy evidente la tensa diversidad política que atraviesa no sólo a ambos países, sino al subcontinente en su conjunto. Y es que, más allá de lo coyuntural, en la férrea defensa que cada mandatario hizo de su modelo económico, pudo verse que lo que separa a Venezuela de Colombia –una tensión extensible a otros binomios posibles en la región– es mucho más que una frontera cerrada: se trata, ni más ni menos, que de contradicciones propias a dos modelos de sociedad absolutamente distintos.
Agustín Lewit: Investigador del C. C. de la Cooperación. Nodal.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-282108-2015-09-21.html
No obstante, contra la proliferación de juicios apresurados, conviene contextualizar la medida y alumbrar algunos aspectos, no tanto con el fin de forzar su justificación, sino para dilucidar su racionalidad y habilitar una comprensión más cabal del problema. A nadie sorprende, por lo demás, que estos elementos que complejizan el escenario hayan brillado por su ausencia en la catarata de críticas –tanto de medios como de distintos sectores políticos de la región y más allá– vertidas sobre el gobierno bolivariano tras la decisión tomada hace un mes.
Con el horizonte planteado, la primera cuestión a mirar refiere a los exorbitantes costos que supone para la economía venezolana el enmarañado sistema de contrabando de bienes hacia Colombia. En efecto, el volumen incuantificable de productos –principalmente alimentos, medicamentos y combustibles– subsidiados por el Estado venezolano, que son traspasados ilegalmente a suelo neogranadino para ser vendidos veinte, cincuenta y hasta cien veces por encima de su valor, significan millonarias pérdidas para las arcas bolivarianas, que –por otra parte– lejos están de atravesar su época más próspera. Apenas un ejemplo: Eulogio del Pino, presidente de Pdvsa, cifraba hace unos meses en cien mil los barriles de crudo que se filtraban diariamente a Colombia de manera ilegal. No es difícil imaginar cuán relacionado está ese flujo descontrolado de bienes con el desabastecimiento que sufren muchos mercados venezolanos, no sólo en estados fronterizos como Zulia o Táchira, sino también en la zona del llano y hasta en la propia Caracas. Las cifras oficiales estiman que casi un 40 por ciento de los alimentos importados por Venezuela terminan ilegalmente del lado colombiano. Para reforzar lo dicho: el día posterior al cierre de fronteras, en el estado venezolano de Táchira se vendieron un millón de litros menos de combustible.
Las cifras y los datos podrían extenderse ampliamente dejando en claro una cosa: aunque extremo, el cierre de fronteras resulta para Venezuela –país que ha desplegado una política de subsidios alimentarios y otros bienes como ningún otro– una medida tan legítima como necesaria en pos de su gobernabilidad económica y contra la paraeconomía institucionalizada, incluso, por el Estado colombiano.
La otra cuestión central que emergió de manera lateral con la crisis fronteriza es el fuerte carácter excluyente de la economía colombiana –ubicada por la ONU en el puesto número doce dentro de las más desiguales del planeta–, vuelta evidente por estos días en un doble aspecto: primero, en los millones de colombianos que han sufrido en las últimas décadas, y particularmente en los últimos años, el desplazamiento forzado tanto dentro como fuera de las fronteras, no solo a causa del prolongado conflicto armado, sino movidos en su mayoría por razones de urgencia económica. Segundo: el altísimo porcentaje de pobladores de los estados colombianos linderos con Venezuela que, a falta de otras oportunidades, han hecho del contrabando un modo de subsistencia, tratando de apropiarse de una pequeñísima porción de los millones que genera el mercado ilegal y convirtiéndose en mano de obra barata de poderosos traficantes.
Tomando en cuenta lo dicho, no es forzoso sostener que una parte importante del contrabando impulsado desde Colombia se explica como una consecuencia derivada de un entramado socioeconómico que es, a todas luces, incapaz de contener a grandes sectores de la población.
Finalmente, una cuestión interesante: el filoso contrapunto discursivo de las últimas semanas entre Maduro y Santos fue adquiriendo un tinte ideológico cada vez más fuerte, que expresó de un modo muy evidente la tensa diversidad política que atraviesa no sólo a ambos países, sino al subcontinente en su conjunto. Y es que, más allá de lo coyuntural, en la férrea defensa que cada mandatario hizo de su modelo económico, pudo verse que lo que separa a Venezuela de Colombia –una tensión extensible a otros binomios posibles en la región– es mucho más que una frontera cerrada: se trata, ni más ni menos, que de contradicciones propias a dos modelos de sociedad absolutamente distintos.
Agustín Lewit: Investigador del C. C. de la Cooperación. Nodal.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-282108-2015-09-21.html
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