Ante el desgaste de los partidos tradicionales, el Frente Amplio ha venido a ocupar el puesto de gerente del capital trasnacional y pareciera no haber alternativa, si observamos de reojo la visión de la llamada izquierda radical, inmersa en una mirada dogmática y delirante de la realidad. El objetivo de este artículo es criticar estas dos tendencias y presentar las principales contradicciones de la coyuntura actual.
El empuje neofeudal de las trasnacionales
Asistimos a una nueva fase del capital signada por el avasallamiento de las estructuras jurídicas nacionales. Nuestra constitución es violada cada vez que se le otorgan privilegios al gran capital extranjero para instalarse. Se lo exonera de impuestos al tiempo que se ahoga a las pequeñas empresas; se le permite al mayor latifundista del país, Montes del Plata, extender su monocultivo a sabiendas que se viola la normativa sobre el área destinada al eucaliptus. Se pactan acuerdos secretos con las magaempresas y se obstaculiza cualquier control republicano. Se acuerda, en caso de conflicto con el capital trasnacional, resolver el diferendo en instituciones jurídicas supranacionales, digitadas por el mismo capital trasnacional. Se pretende maniatar la capacidad de investigar de los jueces dejando esa tarea al fiscal, al tiempo que se le quita al fiscal su independencia, para que no interponga recursos contra la sistemática violación a nuestras normas jurídicas. Se firman, sin decirle a nadie, acuerdos por los cuales se abren nuestras fronteras a una competencia imposible de soportar por las empresas estatales y como corolario de un panorama nefasto, se tacha de «operador de la derecha» a quien ose poner en tela de juicio las virtudes del modelo secretista aplicado por los gerentes de las trasnacionales en funciones de jerarca público.
Ante este panorama algunos sueñan con llamar a una asamblea constituyente. ¿Una asamblea constituyente en medio de un retroceso insólito, dónde sólo se pautarían normas jurídicas siniestras? Para nosotros se trata, ante este empuje en apariencia irrefrenable, de sostener una constitución que en rigor es un freno a la invasión económica. Se trata de defender el estado de derecho y el principio de igualdad ante la ley, esenciales garantías para el ciudadano. Asistimos, de un lado, a una maniobra por erosionar las normas constitucionales y por el otro a su débil defensa. Esa es la situación actual. Esa es la coyuntura política. Sin importar en absoluto el color partidario o apartidario, borrando cualquier dudosa definición de izquierda o derecha, es un aliado no solo en la lucha por una sociedad mejor, sino por evitar que nuestra vida empeore, todo aquel que defienda la igualdad ante la ley y el estado de derecho; y favorece, consciente o inconscientemente a la nueva ola del capital, quien defienda el secretismo anti republicano, las instituciones supranacionales que entren en pugna con el marco jurídico nacional y la violación del principio de la igualdad ante la ley.
En el pasado reciente a la izquierda le tembló el pulso a la hora de defender la República y la Democracia. Engañada por el canto de sirena de «los militares progresistas», entendió que la principal contradicción del momento era la que enfrentaba la oligarquía con el pueblo, sin entender que la verdadera lucha se daba entre el poder militar y las instituciones republicanas. La izquierda ha escapado a la autocrítica por el recurso de responsabilizar a los partidos tradicionales, que tampoco estuvieron a la altura del desafío histórico. En el Uruguay del 2015 ya no se precisa un golpe de Estado para aplicar un nuevo plan económico, y una vez más, ante el proceso de sometimiento, de erosión de la República y la Democracia ante el actual empuje neofeudal de las trasnacionales, la izquierda en sus diversas manifestaciones tantea en las sombras con el bastón del ciego, o se convierte en aliado del nuevo proceso.
El ejemplo paradigmático de la lucha por los DDHH
En la apertura democrática, y vanguardizada por el ala radical, la izquierda pretendió juzgar políticamente a la dictadura que utilizó al Estado para llevar a cabo un terrorismo inédito. Con el argumento de «la igualdad de todos ante la ley» se logró, en forma harto trabajosa, convocar un referéndum. Los políticos, aherrojados por el poder militar, habían decidido por encima del pueblo y ahora «el soberano» sería convocado a dar su opinión, a través del instituto de la democracia directa. Fuimos derrotados en toda la línea. Pensamos que el miedo, y recursos de moral dudosa utilizados en nuestra contra, habían decidido en gran parte. Veinte años después, sin que el miedo tuviera ya cómo operar, fuimos sometidos a una segunda derrota. ¿Cómo explicar este pronunciamiento popular ante un tema, a nuestro juicio, tan claro? De forma misteriosa la izquierda no encaró el análisis. Se argumentó, desde algunas tiendas, que otras tiendas no habían hecho campaña ni ensobrado la papeleta. Por más cierto que fuese, eso no explica nada en absoluto, pues habría que preguntarse por qué algunos no ensobraron la papeleta. Pero nada importaba, pues con la mayoría parlamentaria asegurada se podría «reinterpretar» el doble voto ciudadano.
Aquel argumento de privilegiar el vital instituto de la democracia directa fue alegremente tirado por la borda para defender principios incuestionables, respaldándose, además, en los dictados de la Corte Interamericana de DDHH. «¿Pero ya soldaron esta ley nada menos que dos pronunciamientos populares?». «¡No importa! Nada importa ningún pronunciamiento en temas elementales ya resueltos por la Constitución. Los DDHH son implesbiscitables» decían quienes no una, sino dos veces, habían llamado a plebiscito un tema implesbiscitable. Tampoco importaba que alguien objetara que también las constituciones habían sido plebiscitadas en algún momento y que Los Derechos del hombre y el ciudadano no eran eternos como el tiempo sino que habían nacido en condiciones históricas bien concretas. Por el voto de un diputado que sería inmediatamente aborrecido, no prosperó un violento atentado al voto popular y un peligroso antecedente en cuanto a la necesaria supeditación de los representantes ante el claro mandato de los representados.
No fue la primera vez que un considerable sector de la izquierda que huye de la autocrítica como si se tratara del diablo, mostrara la hilacha de una veta iluminada y autoritaria. No fue la primera vez en que demostró su radical ceguera acerca de las virtudes de esa herramienta tan mentada como desconocida, llamada democracia. Previo al golpe, la mayoría de la izquierda saludó el carácter «progresista» de los comunicados 4 y 7, en tanto otros negociaban en el Batallón Florida apostando al mismo delirio. Fue una mayoría de dirigentes quienes pactaron en el Club Naval una salida que ni siquiera en los sueños más desatados los militares habían imaginado, la cual iba a contrapelo tanto de un poderoso impulso democrático como del desprestigio absoluto del régimen en el ámbito nacional e internacional.
¿Pero cómo continuar la lucha por la defensa de los DDHH? Permitiendo que la justicia investigue, defendiendo a una jueza que se intente trasladar por cumplir con su tarea, exigiendo la renuncia de un Ministro impresentable, pero nunca jamás erosionando un instituto como el Plebiscito, nuestro último garante en defensa de cualquier derecho y jamás apelando a ningún dictado de ninguna institución supranacional que esté en contra de cualquier decisión nacional, por más que nos pese. Sobre éstas podemos ejercer control, sobre aquellas es imposible ejercer control ninguno.
Pero allí no acaba la lucha por los DDHH. ¿Qué pasó con aquellos cuatro pichicomes que agarró Mitrione para enseñar lo suyo y que constituyen nuestros primeros desaparecidos? ¿Entran en la lista esos lúmpenes? ¿Que pasa con la violación de presos y de menores en el Inau? ¿Qué sucede con la metodología utilizada en interrogatorios en las comisarías? ¿Qué haremos con los derechos de los desgraciados internados en hospitales psiquiátricos? ¿Cuándo defenderemos los derechos de los niños fumigados en sus escuelas por el agronegocio? No se trata, en estos casos, de averiguar qué pasó y cómo hace cuarenta años, sino de resolver una sistemática violación a los DDHH que se da ante nuestras narices.
La igualdad ante la ley
Mientras papamos moscas, a través de diversos mecanismos e instituciones, incluidas unas cuantas ongs, se erosiona el principio de igualdad ante la ley. Un ejemplo de esta violación es la excepción dada a las zonas francas, enclaves de las trasnacionales en nuestro territorio, abandono gradual de nuestra soberanía.
Jamás se llevaron a cabo planes siniestros sin presentarlos con loables vestiduras. Cualquier guerra de usurpación es un ejemplo de ello, así como bajo el manto de la «libertad de empresa» se llevó a cabo el desembarco de las empresas del capitalismo central para erosionar el desarrollo industrial del capitalismo periférico. Ahora, con la supuesta finalidad de atenuar injusticias perpetradas contra minorías, sean de género o raciales, se nos acostumbra a violar el precepto de igualdad, pretendiendo establecer cuotas políticas de género, distribuyendo ciertos cargos entre las minorías raciales. Mientras que por un lado se erosiona el principio de igualdad para asegurar de esa manera el perjuicio de las minorías que constituyen a la postre las grandes mayorías, por el otro el sistema se justifica por la práctica del Gatopardo que cambia algo para que todo siga como está. Ninguna minoría verá su vida mejorada por el encumbramiento de tal o cual diputada o por el acceso al funcionariado de tal o cual «afrodescendiente», el eufemismo políticamente correcto de la palabra «negro». Es sólo una pantalla, lo que en términos militares se conoce como «maniobra diversionista», el movimiento de un ejército pensado para que el otro mueva sus piezas desconociendo la verdadera estrategia del enemigo. La estrategia pensada, razonada, es preparar lentamente el terreno para crear una nueva estructura jurídica acorde con las nuevas necesidades del sistema, que jamás da puntada sin hilo ni da un paso sin preparar el terreno.
El progresismo
En gran parte de América Latina las viejas dirigencias desgastadas, no aptas para llevar a cabo las nuevas exigencias, dieron paso a los partidos «progresistas», expresión del nuevo consenso. Estos partidos, como los viejos populismos, reparten unas migajas resultantes de los precios favorables de nuestras exportaciones primarias, desperdiciando la favorable coyuntura internacional que hubiera permitido un intento por recapitalizar y transformar nuestra matriz productiva. El plan es sencillo: aceptar e incentivar el lugar que se nos ha asignado en la división internacional del trabajo, para reducir al mínimo histórico la desocupación y mejorar un ápice el poder adquisitivo de los trabajadores. A su vez se lleva a cabo la agenda de derechos: se instalan los consejos de salarios, se despenaliza el aborto, se libera la marihuana, se destinan ciertos fondos para atender a los más carenciados, se establecen cuotas políticas y de trabajo para las minorías. Mientras tanto se incrementa la concentración de la tierra, que se extranjeriza a pasos agigantados al tiempo que más de mil pequeños productores rurales al año pierden sus campos. Se destinan cada vez más áreas a la soja y el eucaliptus, con graves perjuicios para la salud de quienes viven en esas áreas, y con graves perjuicios para la salud del resto, cuyo testimonio elocuente es la calidad del agua que consumimos. Profundizamos nuestro rol como economía agraria en tanto otras economías agrarias ya dieron el salto, o lo intentan, incrementando la inversión en innovación y desarrollo. Un país pequeño como el nuestro debería apostar no sólo a diversificar su producción, sino, en un mundo crecientemente dispuesto a pagar más por alimentos más sanos, a producir alimentos de calidad, pero esa no ha sido nuestra apuesta. Todo lo contrario. Se ha subvencionado el monocultivo de eucaliptus y se abren las puertas a las pasteras, y se las auxilia, tomando esas inversiones como una defensa de nuestra soberanía cada vez que se pone en tela de juicio sus privilegios y el daño que provocan. Mujica ha viajado a Finlandia para rogar se instale una tercera pastera sobre las aguas de un contaminado Río Negro o peor aún, en la Laguna Merín. Se respalda a rajatabla una dudosa minera a cielo abierto y se obstaculiza que los ciudadanos conozcan la letra chica del contrato de inversión. Se establecen figuras jurídicas inconstitucionales para inversiones como la regasificadora y se entierran informes provenientes del propio Ministerio de Economía que advierten sobre sus riesgos y ponen un enorme signo de interrogación por delante y otro por detrás de su rentabilidad. Se retira de ciertos alimentos, por decisión de la comuna capitalina que da argumentos cantinflescos, la advertencia de que han sido elaborados con transgénicos. Se lleva a cabo este plan pues la oposición no puede ni quiere oponerse criticando lo mismo que a su turno llevó a cabo, y por añadidura se acusa de derechista a todo aquel que discuta las virtudes del modelo. Nada de esto se logra sin el necesario consenso social, pues un sector de la ciudadanía está atado por una concepción maniquea que razona, o más bien profesa, que ésta es la política llevada a cabo por los buenos, o que en todo caso «es lo único posible».
Aupándose en este respaldo de signo dudoso y en una apatía intelectual sin precedentes en nuestra historia, el oficialismo lleva adelante sus planes mediante el secreto convertido en practica usual. Si salen a luz documentos internos de OSE que demuestran que nuestra «agua potable» contiene toxinas, nadie se cree en la necesidad de aclarar nada, ni se atiende a las llamadas telefónicas de los periodistas, ni renuncian los responsables. Se acuerdan tratados secretos con las mega inversiones; secretamente se firma un TISA; se maquillan los informes técnicos y los datos estadísticos. En última instancia, para esta lógica, nada importaría informar a la población, pues los encargados de llevar a cabo los planes que fuere, en materia económica o educativa, son los técnicos, o eventualmente, los funcionarios. Se transforma, de esta manera, la figura del funcionario público. El elegido deja de ser representante para arrogarse el derecho a manejar a conveniencia la información que posee. Lenta e insensiblemente, los ciudadanos comienzan a dejar de lado su parecer para depositar su fe en los técnicos. Creemos que vivimos en democracia, una ilusión que sustenta lo que realmente nos gobierna: la tecnocracia que desprecia el saber del ciudadano.
¿Instituciones propulsoras del cambio o aliadas del modelo imperante?
La izquierda, históricamente, ha tendido a respaldar todo reclamo de las organizaciones sindicales. En un tiempo, basta pensar en «El Congreso del Pueblo», el movimiento sindical, a partir de sus propias reivindicaciones sectoriales, elaboraba un programa nacional en defensa de las grandes mayorías. Sin ese Congreso no hubiera nacido el Frente Amplio. Mucha agua ha corrido debajo del puente. Hoy, con sus vaivenes, como el paro del 6 de Agosto contra el TISA, el movimiento sindical se ha convertido en aliado del gobierno y del modelo imperante. El SUNCA apoya la construcción de cualquier megaempresa que perjudique al resto de la nación, siempre y cuando dé trabajo a su masa de afiliados. El sindicato único de trabajadores del INAU respalda a cualquier afiliado, sea cual fuere el sadismo que lleve a cabo. Los trabajadores de la madera se han dividido, ora en un sindicato que propugna denuncias en el ámbito judicial de condiciones laborales a veces lindantes con la esclavitud, ora en otro afiliado al PIT-CNT, que considera perjudicial llevar a cabo esas denuncias.
El PIT-CNT abandona gradualmente una mirada global en tanto se convierte en defensor de su chacra, de igual forma que las feministas sacrifican el principio de la igualdad ante la ley en el altar de la defensa de la figura del feminicidio. Sin embargo, se dirá, son organizaciones populares, son expresiones de la democracia que se viene propugnando en este artículo. Defender la libre expresión de ideas y dar valor al debate significa que todo debe debatirse, inclusive los caminos adoptados por las feministas, la central sindical o Mandrake. Que una idea la exponga Mandrake o un sindicato, no garantiza en absoluto que sea favorable al conjunto de la sociedad. El PIT-CNT se ha convertido en aliado del gobierno, que a su vez se ha convertido en aliado de las trasnacionales en un modelo que contamina tierra, aire, agua y gente, al tiempo que empobrece el conjunto de nuestra economía.
El Estado gana acá lo que pierde allá
Las trasnacionales, en su nueva fase, como si fueran un tsunami, avasallan las débiles estructuras estatales que hemos construido. No se precisa ser muy lúcido para concluir que la tarea de quien desee evitar una mayor concentración de riquezas y poder en pocas manos, es la defensa de los Estados y sus normas frente a las autoregulaciones que quiere establecer, y establece, el capital trasnacional. Pero el poder que el Estado pierde por un lado lo gana por el otro, en desmedro de la libertad del individuo. Desde que los Estados nacieron han acentuado hasta lo insoportable el control sobre cada uno de nosotros, pues “el hombre siempre ha cedido libertad en aras de su seguridad”. Las cámaras de vigilancia que reducen la delincuencia en la Ciudad Vieja prometen seguridad en perjuicio de nuestra libertad, y lo mismo sucede con el control histérico en los aeropuertos, incrementado por los atentados a las Torres Gemelas, o con un nuevo programa adquirido por el Estado, cuya función es lograr interceptar de forma más eficiente mails y llamadas telefónicas. Los diversos controles, y la consiguiente merma de nuestros derechos, no se hacen sin una singular alianza entre el Estado y el capital trasnacional, de tal forma que el chip de la cédula o la tarjeta de crédito que permite saber dónde exactamente estamos y a dónde vamos y qué y cuánto consumimos, al tiempo que brindan control, generan ganancias. De forma pareja, la bancarización forzosa acarrea fondos al capital financiero privado, dando a la DGI mayor control sobre el contribuyente de a pie.
Ante esta continua e intolerable intromisión, temida por Spencer en el siglo XIX y prefigurada por Kafka en el XX, hemos ganado algunas batallas, como impedir que el Estado castigue a quien quiera practicarse un aborto e impedir que se encierre con los adultos a los menores infractores; pero hemos perdido todas las demás. En tanto la seguridad siga incrementándose, la violencia siga aumentando y continúe el deterioro del tejido social y la progresiva lumpenización de la sociedad, el Estado seguirá desplazándose en contra de la libertad del individuo.
¿Qué hacer? La fracción de los plebeyos
El análisis de la coyuntura que hemos diseñado se resume en lo siguiente: vivimos un retroceso político, jurídico y artístico, cosa esta última que no podemos desarrollar aquí, pero que es indiscutible en el área que sea. El retroceso es más grave cuando no se lo advierte y nos sumimos en debates entre izquierda y derecha que ya no dirimen la cosa. Las trasnacionales llevan a cabo sus planes indistintamente con gobiernos de derecha o de izquierda y estas dos tendencias más bien parecen títeres usados por quien gobierna los hilos, para meter mientras tanto su manos en los bolsillos de nuestra vida por medio del arte de birlibirloque. El enfrentamiento izquierda o derecha parece destinado en la actualidad a convertirse en otra “maniobra diversionista”. El problema es más primordial: se trata de mantener institutos que costó sacrificios inconcebibles construir, como son el estado de derecho y la igualdad ante la ley, y su defensa no es necesariamente patrimonio de la izquierda. Se trata de defender nuestra soberanía ante el tsunami de las trasnacionales; se trata de defender nuestro marco jurídico ante la entronización de entidades judiciales supranacionales.
Es necesario pensar cosas nuevas ante nuevos desafíos, aventando los harapos del dogma que se adhieren a la piel como toda rutina mental. Existen más religiones de las que creemos y existe algo que sería saludable determinar, que nos conduce de forma inconsciente a adoptar el pensamiento religioso en su sentido dogmático. Nuestro qué hacer se encuentra en su fase primitiva: llevar a cabo la crítica al nuevo modelo y a cada una de las manifestaciones que le son subsidiarias, tarea en la cual, levantando aquí y allá la voz, participan grupos de intelectuales como los que forman «Henciclopedia», hasta periodistas como Daniel Figares. Nuestro qué hacer no es otra cosa que una apuesta a la democracia, una defensa de los valores republicanos y un intento por reordenar, con ideas, la fracción de los plebeyos.
Como definió en reciente artículo el amigo Sarthou (1): "Desde que los seres humanos nos hemos organizado en sociedades de cierta complejidad, han existido dos partidos. En la vieja república romana se llamaron el partido “de los patricios”, y el partido “de los plebeyos”. Uno de esos “partidos” tiende a concentrar la riqueza y el poder político en pocas manos, las más ricas, las más fuertes, las más capaces, las más aristocráticas. El otro tiende a distribuir la riqueza y el poder político entre más manos. Uno es más oligárquico; el otro más democrático. Los dos pueden ser corruptos, torpes, ineficientes, autoritarios. Sólo en eso son inconfundibles: uno expresa a los que tienen menos y tiende a repartir la riqueza y el poder; el otro expresa a los que tienen más y tiende a concentrar la riqueza y el poder".
Esta definición que tomo como propia significa una radical defensa de la democracia en el sentido de poder del pueblo, y significa entender que el actual partido de gobierno ya no representa a la fracción de los plebeyos, convertido en un grupo de técnicos que de tarde en tarde se da «un baño de pueblo». El partido de los patricios concentra riqueza y poder y el objetivo del partido de los plebeyos es distribuir el máximo de riqueza y de poder, que también significa distribuir conocimientos. Y distribuir conocimientos es antes que nada apelar a la sociedad, tener la audacia de plantear ideas aunque surjan de la más ínfima de las minorías, pues se tiene la confianza en el poder del saber social, esa energía que raras veces ha sido desatada en la historia de los últimos siglos.
Nota
(1) Hoenir Sarthou. Un google y varias moscas. http://www.voces.com.uy/ articulos-1/ indisciplinapartidarialacolumn adehoenirsarthouungoogleyvaria smoscas
El empuje neofeudal de las trasnacionales
Asistimos a una nueva fase del capital signada por el avasallamiento de las estructuras jurídicas nacionales. Nuestra constitución es violada cada vez que se le otorgan privilegios al gran capital extranjero para instalarse. Se lo exonera de impuestos al tiempo que se ahoga a las pequeñas empresas; se le permite al mayor latifundista del país, Montes del Plata, extender su monocultivo a sabiendas que se viola la normativa sobre el área destinada al eucaliptus. Se pactan acuerdos secretos con las magaempresas y se obstaculiza cualquier control republicano. Se acuerda, en caso de conflicto con el capital trasnacional, resolver el diferendo en instituciones jurídicas supranacionales, digitadas por el mismo capital trasnacional. Se pretende maniatar la capacidad de investigar de los jueces dejando esa tarea al fiscal, al tiempo que se le quita al fiscal su independencia, para que no interponga recursos contra la sistemática violación a nuestras normas jurídicas. Se firman, sin decirle a nadie, acuerdos por los cuales se abren nuestras fronteras a una competencia imposible de soportar por las empresas estatales y como corolario de un panorama nefasto, se tacha de «operador de la derecha» a quien ose poner en tela de juicio las virtudes del modelo secretista aplicado por los gerentes de las trasnacionales en funciones de jerarca público.
Ante este panorama algunos sueñan con llamar a una asamblea constituyente. ¿Una asamblea constituyente en medio de un retroceso insólito, dónde sólo se pautarían normas jurídicas siniestras? Para nosotros se trata, ante este empuje en apariencia irrefrenable, de sostener una constitución que en rigor es un freno a la invasión económica. Se trata de defender el estado de derecho y el principio de igualdad ante la ley, esenciales garantías para el ciudadano. Asistimos, de un lado, a una maniobra por erosionar las normas constitucionales y por el otro a su débil defensa. Esa es la situación actual. Esa es la coyuntura política. Sin importar en absoluto el color partidario o apartidario, borrando cualquier dudosa definición de izquierda o derecha, es un aliado no solo en la lucha por una sociedad mejor, sino por evitar que nuestra vida empeore, todo aquel que defienda la igualdad ante la ley y el estado de derecho; y favorece, consciente o inconscientemente a la nueva ola del capital, quien defienda el secretismo anti republicano, las instituciones supranacionales que entren en pugna con el marco jurídico nacional y la violación del principio de la igualdad ante la ley.
En el pasado reciente a la izquierda le tembló el pulso a la hora de defender la República y la Democracia. Engañada por el canto de sirena de «los militares progresistas», entendió que la principal contradicción del momento era la que enfrentaba la oligarquía con el pueblo, sin entender que la verdadera lucha se daba entre el poder militar y las instituciones republicanas. La izquierda ha escapado a la autocrítica por el recurso de responsabilizar a los partidos tradicionales, que tampoco estuvieron a la altura del desafío histórico. En el Uruguay del 2015 ya no se precisa un golpe de Estado para aplicar un nuevo plan económico, y una vez más, ante el proceso de sometimiento, de erosión de la República y la Democracia ante el actual empuje neofeudal de las trasnacionales, la izquierda en sus diversas manifestaciones tantea en las sombras con el bastón del ciego, o se convierte en aliado del nuevo proceso.
El ejemplo paradigmático de la lucha por los DDHH
En la apertura democrática, y vanguardizada por el ala radical, la izquierda pretendió juzgar políticamente a la dictadura que utilizó al Estado para llevar a cabo un terrorismo inédito. Con el argumento de «la igualdad de todos ante la ley» se logró, en forma harto trabajosa, convocar un referéndum. Los políticos, aherrojados por el poder militar, habían decidido por encima del pueblo y ahora «el soberano» sería convocado a dar su opinión, a través del instituto de la democracia directa. Fuimos derrotados en toda la línea. Pensamos que el miedo, y recursos de moral dudosa utilizados en nuestra contra, habían decidido en gran parte. Veinte años después, sin que el miedo tuviera ya cómo operar, fuimos sometidos a una segunda derrota. ¿Cómo explicar este pronunciamiento popular ante un tema, a nuestro juicio, tan claro? De forma misteriosa la izquierda no encaró el análisis. Se argumentó, desde algunas tiendas, que otras tiendas no habían hecho campaña ni ensobrado la papeleta. Por más cierto que fuese, eso no explica nada en absoluto, pues habría que preguntarse por qué algunos no ensobraron la papeleta. Pero nada importaba, pues con la mayoría parlamentaria asegurada se podría «reinterpretar» el doble voto ciudadano.
Aquel argumento de privilegiar el vital instituto de la democracia directa fue alegremente tirado por la borda para defender principios incuestionables, respaldándose, además, en los dictados de la Corte Interamericana de DDHH. «¿Pero ya soldaron esta ley nada menos que dos pronunciamientos populares?». «¡No importa! Nada importa ningún pronunciamiento en temas elementales ya resueltos por la Constitución. Los DDHH son implesbiscitables» decían quienes no una, sino dos veces, habían llamado a plebiscito un tema implesbiscitable. Tampoco importaba que alguien objetara que también las constituciones habían sido plebiscitadas en algún momento y que Los Derechos del hombre y el ciudadano no eran eternos como el tiempo sino que habían nacido en condiciones históricas bien concretas. Por el voto de un diputado que sería inmediatamente aborrecido, no prosperó un violento atentado al voto popular y un peligroso antecedente en cuanto a la necesaria supeditación de los representantes ante el claro mandato de los representados.
No fue la primera vez que un considerable sector de la izquierda que huye de la autocrítica como si se tratara del diablo, mostrara la hilacha de una veta iluminada y autoritaria. No fue la primera vez en que demostró su radical ceguera acerca de las virtudes de esa herramienta tan mentada como desconocida, llamada democracia. Previo al golpe, la mayoría de la izquierda saludó el carácter «progresista» de los comunicados 4 y 7, en tanto otros negociaban en el Batallón Florida apostando al mismo delirio. Fue una mayoría de dirigentes quienes pactaron en el Club Naval una salida que ni siquiera en los sueños más desatados los militares habían imaginado, la cual iba a contrapelo tanto de un poderoso impulso democrático como del desprestigio absoluto del régimen en el ámbito nacional e internacional.
¿Pero cómo continuar la lucha por la defensa de los DDHH? Permitiendo que la justicia investigue, defendiendo a una jueza que se intente trasladar por cumplir con su tarea, exigiendo la renuncia de un Ministro impresentable, pero nunca jamás erosionando un instituto como el Plebiscito, nuestro último garante en defensa de cualquier derecho y jamás apelando a ningún dictado de ninguna institución supranacional que esté en contra de cualquier decisión nacional, por más que nos pese. Sobre éstas podemos ejercer control, sobre aquellas es imposible ejercer control ninguno.
Pero allí no acaba la lucha por los DDHH. ¿Qué pasó con aquellos cuatro pichicomes que agarró Mitrione para enseñar lo suyo y que constituyen nuestros primeros desaparecidos? ¿Entran en la lista esos lúmpenes? ¿Que pasa con la violación de presos y de menores en el Inau? ¿Qué sucede con la metodología utilizada en interrogatorios en las comisarías? ¿Qué haremos con los derechos de los desgraciados internados en hospitales psiquiátricos? ¿Cuándo defenderemos los derechos de los niños fumigados en sus escuelas por el agronegocio? No se trata, en estos casos, de averiguar qué pasó y cómo hace cuarenta años, sino de resolver una sistemática violación a los DDHH que se da ante nuestras narices.
La igualdad ante la ley
Mientras papamos moscas, a través de diversos mecanismos e instituciones, incluidas unas cuantas ongs, se erosiona el principio de igualdad ante la ley. Un ejemplo de esta violación es la excepción dada a las zonas francas, enclaves de las trasnacionales en nuestro territorio, abandono gradual de nuestra soberanía.
Jamás se llevaron a cabo planes siniestros sin presentarlos con loables vestiduras. Cualquier guerra de usurpación es un ejemplo de ello, así como bajo el manto de la «libertad de empresa» se llevó a cabo el desembarco de las empresas del capitalismo central para erosionar el desarrollo industrial del capitalismo periférico. Ahora, con la supuesta finalidad de atenuar injusticias perpetradas contra minorías, sean de género o raciales, se nos acostumbra a violar el precepto de igualdad, pretendiendo establecer cuotas políticas de género, distribuyendo ciertos cargos entre las minorías raciales. Mientras que por un lado se erosiona el principio de igualdad para asegurar de esa manera el perjuicio de las minorías que constituyen a la postre las grandes mayorías, por el otro el sistema se justifica por la práctica del Gatopardo que cambia algo para que todo siga como está. Ninguna minoría verá su vida mejorada por el encumbramiento de tal o cual diputada o por el acceso al funcionariado de tal o cual «afrodescendiente», el eufemismo políticamente correcto de la palabra «negro». Es sólo una pantalla, lo que en términos militares se conoce como «maniobra diversionista», el movimiento de un ejército pensado para que el otro mueva sus piezas desconociendo la verdadera estrategia del enemigo. La estrategia pensada, razonada, es preparar lentamente el terreno para crear una nueva estructura jurídica acorde con las nuevas necesidades del sistema, que jamás da puntada sin hilo ni da un paso sin preparar el terreno.
El progresismo
En gran parte de América Latina las viejas dirigencias desgastadas, no aptas para llevar a cabo las nuevas exigencias, dieron paso a los partidos «progresistas», expresión del nuevo consenso. Estos partidos, como los viejos populismos, reparten unas migajas resultantes de los precios favorables de nuestras exportaciones primarias, desperdiciando la favorable coyuntura internacional que hubiera permitido un intento por recapitalizar y transformar nuestra matriz productiva. El plan es sencillo: aceptar e incentivar el lugar que se nos ha asignado en la división internacional del trabajo, para reducir al mínimo histórico la desocupación y mejorar un ápice el poder adquisitivo de los trabajadores. A su vez se lleva a cabo la agenda de derechos: se instalan los consejos de salarios, se despenaliza el aborto, se libera la marihuana, se destinan ciertos fondos para atender a los más carenciados, se establecen cuotas políticas y de trabajo para las minorías. Mientras tanto se incrementa la concentración de la tierra, que se extranjeriza a pasos agigantados al tiempo que más de mil pequeños productores rurales al año pierden sus campos. Se destinan cada vez más áreas a la soja y el eucaliptus, con graves perjuicios para la salud de quienes viven en esas áreas, y con graves perjuicios para la salud del resto, cuyo testimonio elocuente es la calidad del agua que consumimos. Profundizamos nuestro rol como economía agraria en tanto otras economías agrarias ya dieron el salto, o lo intentan, incrementando la inversión en innovación y desarrollo. Un país pequeño como el nuestro debería apostar no sólo a diversificar su producción, sino, en un mundo crecientemente dispuesto a pagar más por alimentos más sanos, a producir alimentos de calidad, pero esa no ha sido nuestra apuesta. Todo lo contrario. Se ha subvencionado el monocultivo de eucaliptus y se abren las puertas a las pasteras, y se las auxilia, tomando esas inversiones como una defensa de nuestra soberanía cada vez que se pone en tela de juicio sus privilegios y el daño que provocan. Mujica ha viajado a Finlandia para rogar se instale una tercera pastera sobre las aguas de un contaminado Río Negro o peor aún, en la Laguna Merín. Se respalda a rajatabla una dudosa minera a cielo abierto y se obstaculiza que los ciudadanos conozcan la letra chica del contrato de inversión. Se establecen figuras jurídicas inconstitucionales para inversiones como la regasificadora y se entierran informes provenientes del propio Ministerio de Economía que advierten sobre sus riesgos y ponen un enorme signo de interrogación por delante y otro por detrás de su rentabilidad. Se retira de ciertos alimentos, por decisión de la comuna capitalina que da argumentos cantinflescos, la advertencia de que han sido elaborados con transgénicos. Se lleva a cabo este plan pues la oposición no puede ni quiere oponerse criticando lo mismo que a su turno llevó a cabo, y por añadidura se acusa de derechista a todo aquel que discuta las virtudes del modelo. Nada de esto se logra sin el necesario consenso social, pues un sector de la ciudadanía está atado por una concepción maniquea que razona, o más bien profesa, que ésta es la política llevada a cabo por los buenos, o que en todo caso «es lo único posible».
Aupándose en este respaldo de signo dudoso y en una apatía intelectual sin precedentes en nuestra historia, el oficialismo lleva adelante sus planes mediante el secreto convertido en practica usual. Si salen a luz documentos internos de OSE que demuestran que nuestra «agua potable» contiene toxinas, nadie se cree en la necesidad de aclarar nada, ni se atiende a las llamadas telefónicas de los periodistas, ni renuncian los responsables. Se acuerdan tratados secretos con las mega inversiones; secretamente se firma un TISA; se maquillan los informes técnicos y los datos estadísticos. En última instancia, para esta lógica, nada importaría informar a la población, pues los encargados de llevar a cabo los planes que fuere, en materia económica o educativa, son los técnicos, o eventualmente, los funcionarios. Se transforma, de esta manera, la figura del funcionario público. El elegido deja de ser representante para arrogarse el derecho a manejar a conveniencia la información que posee. Lenta e insensiblemente, los ciudadanos comienzan a dejar de lado su parecer para depositar su fe en los técnicos. Creemos que vivimos en democracia, una ilusión que sustenta lo que realmente nos gobierna: la tecnocracia que desprecia el saber del ciudadano.
¿Instituciones propulsoras del cambio o aliadas del modelo imperante?
La izquierda, históricamente, ha tendido a respaldar todo reclamo de las organizaciones sindicales. En un tiempo, basta pensar en «El Congreso del Pueblo», el movimiento sindical, a partir de sus propias reivindicaciones sectoriales, elaboraba un programa nacional en defensa de las grandes mayorías. Sin ese Congreso no hubiera nacido el Frente Amplio. Mucha agua ha corrido debajo del puente. Hoy, con sus vaivenes, como el paro del 6 de Agosto contra el TISA, el movimiento sindical se ha convertido en aliado del gobierno y del modelo imperante. El SUNCA apoya la construcción de cualquier megaempresa que perjudique al resto de la nación, siempre y cuando dé trabajo a su masa de afiliados. El sindicato único de trabajadores del INAU respalda a cualquier afiliado, sea cual fuere el sadismo que lleve a cabo. Los trabajadores de la madera se han dividido, ora en un sindicato que propugna denuncias en el ámbito judicial de condiciones laborales a veces lindantes con la esclavitud, ora en otro afiliado al PIT-CNT, que considera perjudicial llevar a cabo esas denuncias.
El PIT-CNT abandona gradualmente una mirada global en tanto se convierte en defensor de su chacra, de igual forma que las feministas sacrifican el principio de la igualdad ante la ley en el altar de la defensa de la figura del feminicidio. Sin embargo, se dirá, son organizaciones populares, son expresiones de la democracia que se viene propugnando en este artículo. Defender la libre expresión de ideas y dar valor al debate significa que todo debe debatirse, inclusive los caminos adoptados por las feministas, la central sindical o Mandrake. Que una idea la exponga Mandrake o un sindicato, no garantiza en absoluto que sea favorable al conjunto de la sociedad. El PIT-CNT se ha convertido en aliado del gobierno, que a su vez se ha convertido en aliado de las trasnacionales en un modelo que contamina tierra, aire, agua y gente, al tiempo que empobrece el conjunto de nuestra economía.
El Estado gana acá lo que pierde allá
Las trasnacionales, en su nueva fase, como si fueran un tsunami, avasallan las débiles estructuras estatales que hemos construido. No se precisa ser muy lúcido para concluir que la tarea de quien desee evitar una mayor concentración de riquezas y poder en pocas manos, es la defensa de los Estados y sus normas frente a las autoregulaciones que quiere establecer, y establece, el capital trasnacional. Pero el poder que el Estado pierde por un lado lo gana por el otro, en desmedro de la libertad del individuo. Desde que los Estados nacieron han acentuado hasta lo insoportable el control sobre cada uno de nosotros, pues “el hombre siempre ha cedido libertad en aras de su seguridad”. Las cámaras de vigilancia que reducen la delincuencia en la Ciudad Vieja prometen seguridad en perjuicio de nuestra libertad, y lo mismo sucede con el control histérico en los aeropuertos, incrementado por los atentados a las Torres Gemelas, o con un nuevo programa adquirido por el Estado, cuya función es lograr interceptar de forma más eficiente mails y llamadas telefónicas. Los diversos controles, y la consiguiente merma de nuestros derechos, no se hacen sin una singular alianza entre el Estado y el capital trasnacional, de tal forma que el chip de la cédula o la tarjeta de crédito que permite saber dónde exactamente estamos y a dónde vamos y qué y cuánto consumimos, al tiempo que brindan control, generan ganancias. De forma pareja, la bancarización forzosa acarrea fondos al capital financiero privado, dando a la DGI mayor control sobre el contribuyente de a pie.
Ante esta continua e intolerable intromisión, temida por Spencer en el siglo XIX y prefigurada por Kafka en el XX, hemos ganado algunas batallas, como impedir que el Estado castigue a quien quiera practicarse un aborto e impedir que se encierre con los adultos a los menores infractores; pero hemos perdido todas las demás. En tanto la seguridad siga incrementándose, la violencia siga aumentando y continúe el deterioro del tejido social y la progresiva lumpenización de la sociedad, el Estado seguirá desplazándose en contra de la libertad del individuo.
¿Qué hacer? La fracción de los plebeyos
El análisis de la coyuntura que hemos diseñado se resume en lo siguiente: vivimos un retroceso político, jurídico y artístico, cosa esta última que no podemos desarrollar aquí, pero que es indiscutible en el área que sea. El retroceso es más grave cuando no se lo advierte y nos sumimos en debates entre izquierda y derecha que ya no dirimen la cosa. Las trasnacionales llevan a cabo sus planes indistintamente con gobiernos de derecha o de izquierda y estas dos tendencias más bien parecen títeres usados por quien gobierna los hilos, para meter mientras tanto su manos en los bolsillos de nuestra vida por medio del arte de birlibirloque. El enfrentamiento izquierda o derecha parece destinado en la actualidad a convertirse en otra “maniobra diversionista”. El problema es más primordial: se trata de mantener institutos que costó sacrificios inconcebibles construir, como son el estado de derecho y la igualdad ante la ley, y su defensa no es necesariamente patrimonio de la izquierda. Se trata de defender nuestra soberanía ante el tsunami de las trasnacionales; se trata de defender nuestro marco jurídico ante la entronización de entidades judiciales supranacionales.
Es necesario pensar cosas nuevas ante nuevos desafíos, aventando los harapos del dogma que se adhieren a la piel como toda rutina mental. Existen más religiones de las que creemos y existe algo que sería saludable determinar, que nos conduce de forma inconsciente a adoptar el pensamiento religioso en su sentido dogmático. Nuestro qué hacer se encuentra en su fase primitiva: llevar a cabo la crítica al nuevo modelo y a cada una de las manifestaciones que le son subsidiarias, tarea en la cual, levantando aquí y allá la voz, participan grupos de intelectuales como los que forman «Henciclopedia», hasta periodistas como Daniel Figares. Nuestro qué hacer no es otra cosa que una apuesta a la democracia, una defensa de los valores republicanos y un intento por reordenar, con ideas, la fracción de los plebeyos.
Como definió en reciente artículo el amigo Sarthou (1): "Desde que los seres humanos nos hemos organizado en sociedades de cierta complejidad, han existido dos partidos. En la vieja república romana se llamaron el partido “de los patricios”, y el partido “de los plebeyos”. Uno de esos “partidos” tiende a concentrar la riqueza y el poder político en pocas manos, las más ricas, las más fuertes, las más capaces, las más aristocráticas. El otro tiende a distribuir la riqueza y el poder político entre más manos. Uno es más oligárquico; el otro más democrático. Los dos pueden ser corruptos, torpes, ineficientes, autoritarios. Sólo en eso son inconfundibles: uno expresa a los que tienen menos y tiende a repartir la riqueza y el poder; el otro expresa a los que tienen más y tiende a concentrar la riqueza y el poder".
Esta definición que tomo como propia significa una radical defensa de la democracia en el sentido de poder del pueblo, y significa entender que el actual partido de gobierno ya no representa a la fracción de los plebeyos, convertido en un grupo de técnicos que de tarde en tarde se da «un baño de pueblo». El partido de los patricios concentra riqueza y poder y el objetivo del partido de los plebeyos es distribuir el máximo de riqueza y de poder, que también significa distribuir conocimientos. Y distribuir conocimientos es antes que nada apelar a la sociedad, tener la audacia de plantear ideas aunque surjan de la más ínfima de las minorías, pues se tiene la confianza en el poder del saber social, esa energía que raras veces ha sido desatada en la historia de los últimos siglos.
Nota
(1) Hoenir Sarthou. Un google y varias moscas. http://www.voces.com.uy/
No hay comentarios:
Publicar un comentario