Por Javier Carrera
Semilla ancestral, híbridos, transgénicos, propiedad intelectual. Qué son y como afectan nuestro futuro alimentario.
Hay muchos debates en el mundo hoy en día. Tantos, que a veces los más esenciales pasan casi desapercibidos. El que se da en torno a la semilla, por ejemplo. ¿Qué mismo es la semilla? ¿A quién pertenece? ¿Quién debe controlarla? ¿Qué significa calidad en la semilla?
Hay muchos debates en el mundo hoy en día. Tantos, que a veces los más esenciales pasan casi desapercibidos. El que se da en torno a la semilla, por ejemplo. ¿Qué mismo es la semilla? ¿A quién pertenece? ¿Quién debe controlarla? ¿Qué significa calidad en la semilla?
Son temas esenciales. ¿Por qué? Pues porque de la semilla proviene algo esencial para nuestra vida: el alimento. Además de medicinas, fibras naturales, materiales de construcción, entre otros recursos necesarios. Sin semillas, no podemos sobrevivir.
El tema de la semilla es muy amplio. Empecemos por lo más básico:
¿QUÉ ES LA SEMILLA?
La semilla es aquello que sirve para multiplicar la vida. Esa es su función esencial, su razón de ser.
Según los botánicos solo las semillas sexuales de las plantas deben ser llamadas así. Pero la definición ancestral es mucho más amplia: son semillas por ejemplo el trozo de rama de yuca que sirve para reproducir asexualmente dicha planta, o el animal seleccionado para ser reproductor. Todo aquello que reproduce la vida, merece ser llamado semilla.
Las semillas cultivadas son de muchos tipos diferentes. Han sido domesticadas miles de especies vegetales en el mundo, cada una con decenas a cientos de variedades distintas. ¿Cómo fue que se llegó a esta increíble diversidad? Quizá un ejemplo nos ayude a comprenderlo mejor.
LA SELECCIÓN ANCESTRAL
Hace unos 4500 años llegó a los andes una nueva planta, procedente de México. Era un maíz muy primitivo: una mazorca de canguil (maíz reventón, canchita) que no llegaba a los 10 centímetros de largo, con apenas cuatro hileras de granos. Los agricultores de la costa andina le cogieron cariño y empezaron a cultivarlo.
De vez en cuando en la chacra de maíz aparecían plantas con mazorcas un poco más grandes. Esta mutación agradó a los agricultores, que inmediatamente empezaron a promoverla, guardando grano solo de aquellas plantas que presentaban esta característica y sembrándolo aparte. Gracias a esta práctica, con el tiempo, mazorcas cada vez más grandes hicieron su aparición. Aquellos agricultores que comprendían mejor a las plantas, y gustaban de las semillas, trabajaron con paciencia a lo largo de generaciones; seleccionando cuidadosamente cada año, mezclando distintas variedades para ver qué sucedía, descartando lo que no valía y volviendo a sembrar con la esperanza de conseguir algo especial, algo nuevo. Nuevas mutaciones surgían, y aquellas que parecían útiles eran promovidas. Así fueron surgiendo distintos tipos de maíz, y así fue como se logró aumentar el número de hileras, el tamaño de la mazorca, y el tamaño de los granos.
Comerciantes, parientes y amigos fueron llevando estas variedades de maíz hacia los valles interiores, y luego hacia las montañas y el callejón interandino. En cada pequeño valle, los hombres y mujeres que amaban trabajar con las semillas fueron adaptando el maíz a las características de su zona, siguiendo diferentes criterios de selección, propios de cada persona y lugar.
Así viajó el maíz, de mano en mano, desde México a los Andes, de la costa a la montaña; de regreso a México y de México a Norteamérica. Cuando los europeos llegaron a las Américas, el maíz que encontraron era el grano más versátil y productivo creado por la humanidad, con varios miles de variedades de formas, colores, durezas, resistencias, adaptaciones, sabores, colores y tamaños.
Esta labor requirió del aporte de miles de guardianes y guardianas de semillas, a lo largo de cientos de años.
Cada una de estas personas fue imprimiendo su huella en la riqueza genética del maíz, y es eso lo que hizo tan versátil y poderosa a esta planta.
Fue este mismo proceso de paciente selección el que creó, en distintos puntos del planeta, a todas las plantas de cultivo que hemos heredado. Millones de guardianes de semillas, trabajando a lo largo de miles de años, crearon la diversidad de alimentos que hoy consumimos. La ciencia moderna no ha podido domesticar ni una sola nueva especie para la canasta mundial.
Detente ahora por un momento y piensa en un cultivo cualquiera, alguna hortaliza, grano, raíz o fruta que te guste mucho, y trata de imaginar las generaciones de manos, de rostros, de vidas humanas que trabajaron para que ese alimento llegue así a ti.
UNIFORMIDAD Y DIVERSIDAD
En la naturaleza, las plantas tienen una elevada diversidad genética. Esto es como tener, cada planta, una enorme biblioteca donde están escritas muchas posibilidades para las generaciones siguientes. Así, cuando una planta da semillas, cada una de sus hijas será muy diferente de las otras. Esto es una parte esencial de la evolución: las condiciones alrededor cambian continuamente, y a los seres vivos nos conviene ser muy diversos y presentar muchas respuestas diferentes a estas condiciones cambiantes. Las poblaciones que no son diversas genéticamente pierden capacidad de adaptación, y acaban desapareciendo.
Pero cuando queremos cultivar y consumir un producto alimenticio, esta gran diversidad puede dificultarnos la tarea. Una muy elevada diversidad genética puede significar que al sembrar no estemos seguros de lo que cosecharemos. Por ello, un aspecto fundamental de la selección ha sido llegar a un compromiso con la especie vegetal, donde ella renuncia a parte de la diversidad genética que la hace resistente para poder darnos con fidelidad el producto que esperamos. A cambio, nosotros le ayudamos a propagarse, y le protegemos de las cosas malas que pueden pasarle por haber disminuido su capacidad de auto protegerse. La selección para el cultivo es siempre un proceso de uniformización genética.
El conflicto viene cuando uniformizamos en exceso. Esto lo comprendieron hace mucho tiempo quienes trabajaban con las semillas. Se puede ir transformando la planta para que se parezca cada vez más a un ideal humano, por ejemplo forma, tamaño o productividad, pero mientras más uniforme sea la planta, mientras más cerca este de ese ideal, más débil se volverá. El final de ese camino es la muerte del cultivo, al no poder evolucionar y adaptarse al medio.
Por esta razón, la selección ancestral campesina favoreció una danza, un vals entre la uniformidad y la diversidad. Primero uniformizo, llevando el cultivo hacia mi visión. Después diversifico, permitiendo o provocando cruzamientos que le darán más fuerza y resistencia al cultivo. Después debo seleccionar nuevamente, uniformizando de acuerdo a mi ideal; y luego nuevamente diversificar. Esta semilla, a la que llamaremos semilla campesina o tradicional, nunca es muy uniforme genéticamente. Gracias a este proceso, el cultivo adquiere continuamente la diversidad genética necesaria, y evoluciona sin problemas, con niveles de producción adecuados en relación a su entorno. Se trata de una danza eterna, que jamás debe detenerse.
LA SELECCIÓN EN LABORATORIO
Desde los inicios de la agricultura hasta la década de 1960 millones de campesinos en el mundo participaban en esta selección, mejoramiento y diversificación de semillas, sin descanso, cada año. Gracias a ello la humanidad contaba con una enorme selección de semillas robustas, muy productivas, y de gran calidad nutricional, adaptadas al medio. Y fuer así hasta que apareció la semilla ligada al paquete tecnológico de la agricultura industrial, y en pocos años la mayoría del campesinado dejó de seleccionar sus semillas. Así de simple. Repentinamente ese proceso milenario y tan necesario, se detuvo. Frenó a raya.
Y en los 50 años siguientes, hemos perdido el 70% de las variedades de semillas que heredamos de nuestros ancestros.
Para poder expandir el paquete tecnológico de la revolución verde, las empresas crearon nuevas semillas adaptadas a los agroquímicos, usando un proceso parecido al de la selección ancestral campesina. Pero con diferencias muy importantes: en lugar de ocurrir en condiciones reales de campo, la selección moderna se realiza en laboratorios y campos de prueba con condiciones artificiales, controladas, “ideales”. En lugar de responder a los gustos y necesidades de una población diversa, esta selección responde a las necesidades de la industria. Y en lugar de ser seleccionada por millones de campesinos que la cultivarán, esta semilla es seleccionada por un puñado de técnicos que jamás la sembrarán para subsistir.
El resultado de esta nueva forma de selección es la semilla industrial, y sus defectos saltan a la vista. Aunque en condiciones artificiales puede ser más productiva por un tiempo, es muy uniforme, y por lo tanto débil en condiciones reales de campo. Es incapaz de evolucionar adecuadamente y adaptarse a las cambiantes condiciones ambientales. Su productividad baja rápidamente, en pocos años. Los productos que de ella emergen han sido diseñados para soportar maltrato durante la cosecha, manejo y transporte, y aparentar estar en buen estado cuando llegan a la estantería del supermercado. Son todos muy vistosos y grandes, de piel brillante, pues estas son características que le interesan a la industria. Pero en cambio suelen ser desabridos, duros y muy inferiores en calidad nutricional. No responden a la cultura, gustos y necesidades de la población a nivel local, ni tampoco a las condiciones ambientales de cada lugar.
Estas nuevas semillas se suelen publicitar como milagros de la técnica moderna. Pero en realidad, la mayoría pudieron haber sido creadas en el pasado por los campesinos, pues las técnicas básicas son similares; si aquellos no lo hicieron, fue por evadir la trampa de la excesiva uniformización. Esa es la sabiduría que la técnica moderna ignora, llevando las semillas industriales hacia extremos de uniformidad genética que la hacen verdaderamente insostenible. Se trata de una semilla que solo puede subsistir gracias al soporte de la industria agroquímica, y que aún con toda esa ayuda es productiva solo por unos pocos años, debiendo ser reemplazada continuamente con nuevas variedades de laboratorio que el productor se ve obligado a comprar. A la industria esta falta de capacidad vital no le molesta: al contrario, representa mayores volúmenes de ventas, y más dependencia por parte de los agricultores.
¿QUÉ SON LOS HÍBRIDOS?
Cuando hablamos de híbridos, generalmente nos referimos a la hibridación artificial realizada por los centros de investigación y la industria. Esa es la semilla híbrida que compramos en los almacenes agrícolas.
Pero existe también una hibridación natural. Para comprenderla, debemos primero recordar lo que son especies y variedades: una especie está compuesta por individuos que se pueden cruzar y producir descendencia fértil. Los perros se pueden cruzar, por ejemplo, sin importar sus diferencias en color o forma, y por tanto todos los perros pertenecen a la misma especie. Las diferencias en forma, color o tamaño dentro de la especie definen a las razas (en el caso de los animales) y las variedades (en el caso de los vegetales).
Cuando dos razas o variedades distintas se cruzan, se produce la hibridación. Mientras más distintas sean entre sí estas variedades, más fuerte será la hibridación, y más robusto será el individuo resultante, al que los científicos llaman F1, o primera filial. En la siguiente generación, la F2, aparecerán rasgos de los padres y abuelos del híbrido. En la hibridación natural esto no es un problema, pues los padres y abuelos eran individuos fuertes; pero en la hibridación industrial, los padres y abuelos eran individuos extremadamente uniformes y débiles, y por eso la generación F2 no sirve para la producción. Es decir, de nada sirve tratar de salvar semilla de híbridos industriales.
Los F1 industriales tampoco duran mucho en el mercado. Al provenir de padres muy uniformes son débiles, y no pasa mucho tiempo antes de que plagas y enfermedades aprenden a atacarlos sin que se puedan defender. Al cabo de pocos años, ya no son viables productivamente.
La ventaja para la industria es enorme. Los híbridos se venden más caros, y generan una dependencia total, pues no sirve de nada guardar su semilla. Y son incapaces de subsistir sin agroquímicos, por lo que aseguran la comercialización de los mismos.
¿Y LOS TRANSGÉNICOS?
Los organismos genéticamente modificados, o transgénicos, merecen su propio artículo. En corto podemos decir que son organismos que han sido creados mediante la intrusión de material genético de una especie distinta. Un ejemplo real es el maíz BT: en él se han introducido genes de la bacteria Bacilus turingensis, capaz de matar a insectos. El maíz BT se ha vuelto así una planta insecticida.
Este tipo de cruza nunca se pudo dar en la naturaleza ni con los medios tradicionales de reproducción. Es el resultado de la moderna ingeniería genética, rama de la ciencia que está curiosamente desactualizada. Efectivamente, pues su base científica es el Determinismo Genético, doctrina que sostiene que cada rasgo en el organismo es determinado por un gen, y cada gen determina solamente un rasgo; así, construir genes debería ser algo tan sencillo como jugar con bloquecitos de lego. ¿Quiere que su hijo tenga ojos azules? ¡Pues introducimos en el embrión un gen de ojos azules, y ya está!
Pero desde hace ya varias décadas ha sido demostrado que esta idea es errónea, y que la realidad es mucho más compleja: varios genes participan en determinar cada rasgo, y cada gen suele participar en la determinación de distintos rasgos. Resulta imposible definir o prever los alcances de la manipulación genética. No existen pruebas científicas de que los transgénicos no representen un peligro a largo plazo para la humanidad, porque no puede haberlas; y por el contrario, con el pasar de los años se han ido acumulando pruebas del daño que hacen a la salud y al ambiente. Sin contar con las afectaciones sociales, económicas y legales que han causado. Por ello, cada vez más personas se oponen a su cultivo y evitan consumirlos.
SEMILLAS Y PROPIEDAD INTELECTUAL
Hoy en día un puñado de empresas dominan el mercado de las semillas: Monsanto, DuPont, Syngenta, Limagrain, Bayer. ¿Dónde hemos visto estos nombres? Efectivamente, en los productos agroquímicos, y en la industria farmacéutica. Es un círculo cerrado de intereses conexos. Para estas empresas las semillas representan un porcentaje pequeño de sus negocios; la mayor parte de su dinero proviene de la venta de los químicos. Y desean que todas las semillas que se venden en el mundo necesiten de los químicos, para así poder vender más.
Esta tendencia se ha ido reforzando con el paso del tiempo, a medida que las semillas han ido pasando del dominio público al privado. Durante la primera etapa de la agricultura industrial, los institutos de investigación semi autónomos (INIAP, INIA, ICA) tuvieron un rol muy importante en crear nuevas variedades industriales en cada país, facilitando así con apoyo estatal la expansión de la industria química privada de Norteamérica y Europa. En 1978 se realizó una reunión con representantes de estos institutos provenientes de muchos países, en un afán por establecer mecanismos de control en la línea de los derechos de propiedad intelectual (patentes) que se otorgan a los inventos como máquinas o equipos, para ayudar a los llamados “fitomejoradores” a auto financiarse. Aunque hubo en la época oposición basada en el principio de que las semillas son creación de la vida, y no invenciones humanas como las máquinas, se adoptó finalmente la idea de que las semillas podían ser objeto de patente en la medida en que el obtentor demostrase que su “creación” difería de manera evidente de la semilla tradicional. Se definió claramente que estos derechos no se aplicaban a la semilla campesina, que seguía perteneciendo a la humanidad. Todo esto fue expresado en el convenio denominado UPOV 78.
Pero en 1991 una nueva reunión, esta vez con representantes e influencia del sector industrial, cambió las reglas, abriendo la posibilidad de que cualquier semilla sea patentada. Un obtentor puede comprar una semilla campesina en un mercado de pueblo, y luego patentarla como invención suya, tal como sucedió con fréjoles mejicanos patentados por un obtentor estadounidense. Es más, el UPOV 91 define que los genes dentro de la semilla pueden ser patentados, de manera que cualquier semilla que a futuro contenga el gen patentado (por ejemplo porque una abeja cruzó tus plantas con las plantas del vecino) deberá pagar derechos al dueño de la patente, aunque la semilla en si sea diferente. Con estas reglas absurdas la gran industria ha empezado una estrategia de apropiación total de la semilla, a nivel global.
Un aspecto muy peligroso del UPOV 91 está en la obligación de los países firmantes de crear un sistema de registro nacional de semillas. Con el pretexto de “asegurar la calidad”, este sistema obliga a los productores de semilla a registrar sus variedades, con un costo elevado, en un Catálogo Nacional. Sólo las semillas registradas en este catálogo pueden ser comercializadas, intercambiadas y en general circular en el país. Para ingresar en el catálogo, las semillas deben cumplir con tres condiciones: tienen que ser Distintivas, Uniformes y Estables. Características que solo pueden tener las semillas industriales, pues las semillas naturales y las tradicionales son por el contrario Diversas, Inestables, Adaptables, y por “no autorizadas”, es decir, de semillas tradicionales, campesinas, diversas genéticamente… toda semilla que no sea controlada por la industria se vuelve ilegal y sus guardianes, criminales.
¿A QUIÉN PERTENECE LA SEMILA?
Frente a esta extrema situación, muchos movimientos han surgido en el mundo para defender a la semilla, uniéndose a la declaración del movimiento Vía Campesina: la semilla es patrimonio de la humanidad, al servicio de los pueblos.
Es decir, la semilla es un bien común, pertenece a toda la sociedad, no debe ser privatizada. Es el fruto del trabajo intelectual y práctico de millones de personas, a lo largo de generaciones, no de un puñado de técnicos. Y su base es el mecanismo evolutivo creado por la Naturaleza, que no puede ser patentado para beneficio de un sector minoritario de científicos y empresarios.
De la semilla depende nuestro futuro, por eso debemos protegerla. No se pueden aplicar los criterios de “calidad” que maneja la industria a toda la semilla, pues representan solo sus intereses y ello nos llevaría a perder la diversidad que la semilla necesita para sobrevivir, y que la humanidad necesita para construir su futuro. La semilla es un bien común, como el agua o el aire. Su diversidad no solo es genética, también es cultural: en ella se guardan secretos gastronómicos, de salud, religiosos, identitarios de los pueblos. Y es esencial para crear las nuevas variedades vegetales capaces de sobrevivir al cambio climático.
La semilla es demasiado importante para abandonarla a manos de unos pocos técnicos, que ni siquiera dependerán de ella para vivir; debe ser sembrada y seleccionada nuevamente, año a año, por millones de manos en el mundo.
Esta lucha está siendo llevada por organizaciones campesinas, grupos de consumidores, y redes de guardianes, curadores, preservadores y custodios de semillas. En cada país del mundo han surgido iniciativas autónomas, de ciudadanos y ciudadanas que se preocupan por el futuro alimentario de la humanidad, un futuro en riesgo si la semilla deja de ser libre. Un futuro que podemos salvar si sostenemos con todas nuestras manos a las semillas.
Ecoportal.net
Allpachaski
No hay comentarios:
Publicar un comentario