
La lista sería tan extensa que necesitaríamos una página simplemente para enumerar las principales muertes de altos funcionarios o personas muy allegadas al poder político en Estados Unidos. Tomemos el caso de dos ex-directores de la CIA. William Colby lo fue entre 1973 y 1976, falleció en 1996 mientras hacía una solitaria excursión en canoa en un río cercano a su domicilio en Maryland. Colby duró poco en su cargo; no era muy bien visto por sus colegas en la Agencia porque sentía que algunos de sus “agentes operativos” (vulgo: killers) gozaban de demasiadas prerrogativas y desconfiaba de los verdaderos propósitos de algunas de sus operaciones secretas. Otro ex Director de la CIA, William J. Casey, dirigió la agencia entre 1981 y el año de su muerte, 1987, sirviendo en tal calidad durante casi todo el período presidencial de Ronald Reagan. Casey, un fundamentalista católico, carecía de los escrúpulos que le llevaron a su predecesor a sufrir un fatal accidente náutico. Pero tuvo mala suerte también él, porque falleció pocas horas antes de testificar en el Congreso sobre la criminal operación Irán-Contra y también sobre la intervención de la CIA en el reclutamiento y organización de los mujaidines afganos bajo el liderazgo de Osama bin Laden. La versión oficial, apta sólo para ingenuos incurables, es que Casey padecía de un extraño tumor cerebral que de la noche a la mañana se agravó hasta privarlo del habla y, un par de días después, despacharlo al otro mundo.
Otro caso interesante es el del senador republicano John Tower, que a mediados de los setenta presidió junto con el demócrata Frank Church un comité que examinó el papel de la CIA en el golpe de estado de Chile de 1973. En el curso de la investigación se descubrió que la CIA estaba desarrollando una pistola altamente sofisticada que podía eliminar enemigos políticos inoculándoles bacterias o gérmenes letales mediante el disparo de un rayo ultracongelado que penetraba en el organismo de la víctima sin que esta fuera consciente de ello. Tower murió en un accidente de un pequeño avión de línea regional. Otro desafortunado fue Vincent Foster, un amigo y consejero del Presidente Clinton que supuestamente se suicidó en 1993. La investigación estuvo plagada de irregularidades, incomprensibles en el caso de un sujeto tan cercano a la familia presidencial, nacido y criado en el mismo pueblo en Arkansas. Un informe señala que llamó al celular de Hillary Clinton unas pocas horas antes de su muerte. El caso se catalogó como suicidio y asunto concluido.
Como vemos, el NYT tiene una lista de temas bastante extensa para preocuparse, además del caso Nisman. Si cruzamos el Atlántico las cosas no mejoran. Uno de los incidentes más resonantes de los últimos tiempos es el del notable científico británico y autoridad reconocida en el tema de la guerra bacteriológica, David Christopher Kelly. Había sido inspector de la ONU en Irak en aquella búsqueda absurda de las supuestas armas de destrucción masiva y que todos sabían que no estaban allí. Kelly fue llamado a testimoniar ante el Comité de Asuntos Exteriores del Parlamento Británico y se produjo un áspero debate en donde refutó inapelablemente la postura de los secuaces parlamentarios del Primer Ministro Tony Blair, íntimo aliado de las mentiras y crímenes de George W. Bush. Dos días después, y en medio de la conmoción que habían producido sus declaraciones, Kelly apareció muerto. La información oficial dijo que se había suicidado, y a diferencia de lo ocurrido hasta ahora con Nisman, la comisión parlamentaria dirigida por Lord Hutton resolvió, luego de una pericia más que superficial, archivar todos los elementos probatorios del caso (incluyendo la autopsia y las fotografías del cadáver) y resguardarlos como material clasificado ¡por un plazo de 70 años! Este sí es un caso de “encubrimiento” que debería despertar las iras de tantos políticos argentinos que con total irresponsabilidad apelan a esa figura jurídica para acusar al gobierno nacional de ocultar la responsabilidad de Irán en la tragedia de la AMIA. Políticos y publicistas que demuestran su incoherencia (o mala fe) cuando se cuidan de aplicarla a quienes -como el propio Nisman al seguir las orientaciones de la CIA y el Mossad- encubrieron “la pista siria” y la “conexión local” involucrados en el criminal atentado de la AMIA y, no olvidemos, de la Embajada de Israel, de la cual sorprende lo muy poco que se habla.
Podríamos seguir con este listado de muertes sospechosas en suelo europeo: mencionemos sólo otros dos. La del Papa Juan Pablo I que entra en esa misma categoría de crímenes irresueltos, aunque un pesado manto de silencio impidió que se investigara tan exhaustivamente como ocurriera con JFK. Otro: Olof Palme, progresista primer ministro sueco asesinado en las escalinatas de una calle céntrica de una ciudad tan segura y tranquila como Estocolmo, sin haberse jamás hallado al magnicida cuando en ese país hasta el ratero más insignificante es aprehendido por las fuerzas policiales en menos que canta un gallo.
De lo anterior se desprende que el discurso que proclama una suerte de aberrante “excepcionalismo” argentino carece de fundamento. Por supuesto, esto no equivale a minimizar la gravedad de la muerte del ex fiscal o a cerrar los ojos ante la impericia con que actualmente se está investigando el caso Nisman -para ni hablar de la AMIA- o ante la parálisis de la pesquisa sobre la muerte de los 10 bomberos en el harto sospechoso incendio del depósito de archivos y documentos almacenados en Iron Mountain, en el barrio de Barracas, entre tantas otras causas que merecerían la minuciosa investigación de nuestros fiscales. Pero, por favor, terminemos con eso de que tragedias como las del fiscal Nisman sólo pueden ocurrir en la Argentina.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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