El Diario

Como bien sabemos por los medios de comunicación, la caza es una actividad bien valorada por la casta de este país a la hora de hacer ostentación de lo conseguido o lo sustraído. Agotados de presionar para que se recorten los servicios públicos, cansados de negociar adjudicaciones de obras públicas y donaciones a partidos, extenuados de reunirse con sus abogados para ver cómo evitar la ejecución de la sentencia que les condena a demoler su última obra ilegal, agobiados de revisar sus cuentas de resultados que, siendo cada vez más altas, cada vez les parecen menos satisfactorias... necesitan relajarse o buscar nuevos negocios, y lo hacen cazando.
Y si las leyes les impiden cazar, hacen lo mismo que cuando las leyes les impiden construir promociones inmobiliarias o infraestructuras, chasquean los dedos, acuden al conseguidor de turno, utilizan sus contactos, y consiguen que las leyes cambien, los suelos se recalifiquen o las sentencias no se ejecuten. Así es como se protege a estos “titulares de derechos” y se les garantiza su “seguridad jurídica”. Es el neocaciquismo del siglo XXI.
Puede que haya quien piense que el fin de la protección de los Parques Nacionales no es tan importante si lo comparamos con el desmoronamiento de las instituciones y servicios que garantizan la cohesión social. Pero, ¿para qué sirve un parque nacional?
Como ecologista que soy, podría hablar del valor intrínseco que tiene lo vivo y de la imposibilidad de vivir sin bosques, sin agua limpia, sin tierra fértil, sin una composición de la atmósfera o una temperatura media global compatible con el animal que somos; podría intentar convencer de que sin lo que nuestro planeta produce, nuestra especie y toda su tecnosfera no se pueden mantener; podría tratar de advertir, una vez más, de que nuestro mundo físico se nos cae literalmente a trozos y que no queda mucho tiempo para intentar evitar un colapso que cada vez parece más cercano.
Pero quizás se entienda mejor para qué sirve un parque nacional si sugerimos fijar la atención no en el parque, sino en lo que hay alrededor de él, fuera de sus límites. Las urbanizaciones de viviendas adosadas de primera, segunda, tercera y hasta enésima línea de playa, esas que se pasan vacías una media de 340 días al año, amenazan con tragarse esos pocos kilómetros de playa que heroicamente resisten en el parque de Doñana; el valor del Parque de Ordesa puede comprenderse si observamos el destrozo de pistas de esquí en el Pirineo, de los apartamentos y de las infraestructuras necesarias para llegar a ellos; las Tablas de Daimiel se comprenden cuando miramos los monocultivos que a su alrededor desecan el subsuelo...
En estas sociedades, en las que los individuos viven bajo la idea ilusa de haberse emancipado de la naturaleza, los parques nacionales, apenas un 0,7% del territorio del estado, son la memoria de la tierra. Son trozos de vida compleja resistiendo a un modelo cultural y económico que crece como un tumor devorando la tierra viva sin la que, paradójicamente, no se puede mantener.
Los parques nacionales son el testimonio vivo de la incapacidad de las sociedades autodenominadas desarrolladas para convivir y conservar la naturaleza de la que dependen. Su contraste con el paisaje gris de fuera ayuda a comprender qué sucede en el territorio cuando a la ambición de los beneficios no se le pone ningún freno. Si desaparecen, corremos el riesgo de creer que la pseudonaturaleza que maquilla los parques temáticos y las urbanizaciones, es la tierra viva. Los parques nacionales recuerdan permanentemente que esta forma de entender la economía y la sociedad es suicida.
Las justificaciones para intentar cambiar la ley de Parques Nacionales serán, probablemente, las de siempre: el desarrollo, el progreso y la generación de toneladas de puestos de trabajo directos e indirectos. Las mismas que sirvieron para legitimar toda la borrachera urbanística que nos ha conducido a este desastre de corrupción, precariedad y cementación del territorio vivo.
Cuando veo las fotos de Blesa, posando virilmente con el rifle en la mano y con la cebra, el ciervo o el hipopótamo a sus pies, cuando pienso en Granados, u otros como él, colocándose por encima las vísceras sangrientas del animal cazado, no puedo dejar de pensar en que esas imágenes son una buena metáfora del dominio de los nuevos caciques.
A sus pies de machos depredadores, no solo están la cebra, el hipopótamo, el león o el ciervo muerto, están la familia que no puede pagar la factura de la luz, la mujer que no sabe cómo hacer para cuidar a su padre, trabajar empleada y hacerse cargo de sus hijos, el parado, los migrantes sin papeles, las trabajadoras con salario y aun así pobres, las y los jóvenes sin futuro que no se pueden quedar en su ciudad... A los pies del cacique están todas esas personas que no son sujeto, ni titulares de derechos, que no merecen seguridad jurídica, económica o alimentaria. No merecen ni que la tierra que pisan esté viva. A los pies de los señoritos, lo que aparece es el conjunto de la vida abatida, humillada, sometida, muerta.
Delibes narra en los Santos Inocentes la explosión de la dignidad y la rebeldía de Azarías, cuando el señorito abate a su milana bonita, símbolo de la libertad y de la vida no humillada. Ojalá la visión de la vida abatida a los pies de esos indignos ejemplares de nuestra especie, haga brotar a chorros la dignidad, la rebeldía y la confianza en construir un mundo que no pise efímeramente sobre lo muerto.
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